…Y una ballena en una pecera…

 

Norge Espinosa Mendoza

 

A la salida de la Cineteca, tras haber visto The Whale (Darren Aronofsky, 2022) no dejaba de darme vueltas en la cabeza aquel disparatado estribillo que una cantante de música ligera entonaba en la Cuba de los 70. «Hoy que me siento enamorada», se llamaba el tema que se convirtió en su mayor éxito, a pesar de unas estrofas en las que a fin de exponernos cuán extasiada se sentía, a la espera de su gran amor, nos asegurase que en su pensamiento «hay golondrinas y no es primavera/y una ballena en una pecera». En cierta medida, este drama del director de Black Swan, nos exige el mismo punto de credulidad que una metáfora tan descabellada propone. Un profesor, Charlie, vive encerrado en su departamento de Idaho, oculto a la vista de los demás, tratando de ocultar al mundo una obesidad que lo ha convertido en poco menos que un monstruo. Víctima de la depresión causada por la muerte de su joven amante, por el cual abandonó a su esposa y a la hija que tuvo en ese matrimonio, se ha quedado solo, transformándose poco a poco en una suerte de ballena blanca, como la del libro de Helman Melville que sigue surcando el hondo mar de la literatura norteamericana.

Con su vida limitada a dictar un curso online de literatura, y a comer sin descanso, los excesos de esa obesidad, y el ahogo de una existencia enclaustrada, lo tienen ya al límite. Lo que nos muestra Aronofsky, a partir de la obra teatral de Samuel D. Hunter estrenada hace ya una década y que el propio autor adapta a la pantalla, es la última semana de Charlie, a través de una película que no logra eludir la raíz teatral de sus diálogos, ni consigue hacer del todo creíble las motivaciones de sus personajes secundarios, condenados a entrar y salir mediante portazos o irrupciones en una trama cuyo final adivinamos desde la primera secuencia. Brendan Fraser, aquel que fuera uno de los galanes del Hollywood de los 90 y que además de las divertidas apariciones en la saga de The Mummy también demostró talento en George of the Jungle y Gods and Monsters, regresa con un papel de gran talla (en este caso, literalmente), y resuella y se esfuerza a través del fat suit hiperrealista que nos revela la imagen grotesca de un hombre que al tiempo que mantiene su mente y su capacidad intelectual en activo, ha entrado en una lucha permanente con su cuerpo. Y es ahí donde, a pesar del noble intento del actor, The Whale se estrella contra las rocas, porque al menos a mí no logró llevarme, salvo en raros momentos, más allá de lo patético para entrar verdaderamente en el drama de un ser humano que, a pesar de su inteligencia, opta por suicidarse lentamente.

Aronofsky está obsesionado con la idea del horror, del cuerpo que se deforma a través de sus propios delirios, como ha demostrado desde Requiem for a Dream, pasando por The Wrestler y su mirada oscura al mundo del ballet, que le valió el Oscar a Natalie Portman. En ese sentido, The Whale entra perfectamente en ese circuito, pero se queda a medio camino entre lo que demostró de modo más convincente en esos filmes y la inconformidad de lo que nos pedía, en tanto espectadores, frente a las secuencias de Mother!, que protagonizaron Jennifer Lawrence y Javier Bardem en 2017.

Mathew Libatique, el director de cámara con el cual este director lleva ya una larga colaboración, trata de romper con el estatismo de la trama, sin conseguir mucho de sus propósitos. Insistir en la claustrofobia del argumento parece un subrayado en demasía de lo que ya verbalmente proponen los diálogos, y hay que recordar que Hitchcock supo extraer de espacios cerrados o muy reducidos verdaderas lecciones de cinematografía ante las cuales The Whale no propone mucho de nuevo. Aunque yo creo que los principales problemas de esta película radican en el guión, en la manera en que se nos muestra al «elefante en la habitación», y se nos propone no digamos ya entenderlo, lo cual es perfectamente posible, sino además tener por él una empatía que ni el trabajo del director ni la propia historia del personaje hacen florecer.

Charlie tiene esa «positividad» que su esposa le reprocha, y que lo hace parecer blando ante todas las crisis que acumula. Ha renunciado a la atención médica en favor del bienestar económico de su hija, a la que apenas conoce, y a quien sigue diciéndole que es «perfecta». Su contacto más inmediato con la realidad es a través de Liz, la enfermera y hermana del joven al cual él amó y vio morir bajo los influjos de un culto religioso llamado Nueva Vida, y a la que interpreta brillantemente Hong Chau, en la que sí me parece la actuación más sólida del filme. Los temas del amor, la desidia, la culpa, el remordimiento, la ambición, la fe, pasan a través de todas las escenas, pero todo depende de lo que estos personajes hablan y se dicen, y son pocas las acciones que nos hacen creer verdaderamente en lo que ocurre en esa trepidante semana final de Charlie, a quien en el último minuto Aronofsky, siempre tentado por la grandilocuencia, hace poco menos que volar.

Y en cierto modo, lo que debió dejarnos ver a este personaje más allá de lo que lo hace una imagen tan extrema, aquí falla además por un toque de melodramatismo que se hace perceptible además en la banda sonora, cargada de cuerdas sombrías, y en el modo en que nos revelan a Charlie, al que vemos en la primera escena masturbándose mientras contempla pornografía gay en su laptop, y es salvado de un principio de infarto por la llegada intempestiva de Thomas, el joven misionero que cree hallar en él la tarea que Dios le ha encomendado para redimirse. Que el protagonista reconozca ante su esposa (años sin verse y de pronto toda la familia se reúne) los errores cometidos tampoco nos ofrece más matices de este personaje, porque ya es tarde para casi todo, y porque como apuntaba al inicio, este filme, este guion, gira sobre sí mismo a lo largo de casi dos horas sin revelarnos demasiadas sorpresas. Entre lo mórbido y lo patético, entre la lástima autoinfligida y la búsqueda de una lágrima aquí y allá, The Whale parece en efecto, un animal al mismo tiempo monstruoso y prodigioso, que se debate sin mucho éxito contra las paredes de la pecera, o la pantalla, que quiere retenerle.

Y no niego que el filme esté cargado de buenas intenciones, que no lo han librado de polémicas acerca de cómo nos presenta a ese hombre extremadamente obeso, gay y antisocial. El elenco defiende sus partes con dignidad (Samantha Morton como la ex esposa y la hermosa Sadie Sink, de Stranger Things, como la hija millennial no decepcionan), pero el conjunto es la pieza más fría y menos empática de toda la producción de Aronofsky. Detrás de todas sus escenas hay un reclamo de honestidad (la que exige Charlie a los estudiantes de su curso online), a decir la verdad a la cara, así sea una verdad monstruosa. Esa demanda es la que ahoga al protagonista mas allá de su obesidad, por alto que sea el precio que nos exija. Y es ella también la que le da muerte, aunque eso implique verlo agonizar en una playa perdida en sus recuerdos, como ballena varada al fin y al cabo, como ballena suicida en su propia incapacidad para liberarse de la vergüenza, de la pena, de la mirada reprobatoria de los otros y de sí mismo. Brendan Fraser, en sus momentos más logrados, logra comunicar eso indudablemente. Lástima que el filme no lo acompañe en toda la dimensión de lo que él proyecta. Lástima que, en cierto modo, la película se quede chica en su intento de abarcar tanto con tan poco.

Nominado al Oscar por su interpretación, sospecho que acabará vencido por el Elvis de Austin Butler. Para Fraser este momento significa su retorno a la industria de la cual se alejó espantado, y a la que ha culpado de sus fracasos profesionales y personales. No sé si en el Hollywood de ahora mismo haya espacio para semejante ballena, para la figura extraña que él ha representado ante ese mundo durante los últimos tiempos, por mucho que a ese mundillo le gusten los comebacks. A manera de comentario político de fondo, esa última semana de la vida de Charlie transcurre durante las votaciones en las que Donald Trump optaba por la presidencia, y no hay que pensar en ese detalle como un elemento de escaso valor. También, a lo largo de la película, reaparece el nombre de Walt Whitman, mediante versos de su Canto a mí mismo, que la hija del protagonista tilda de pretenciosos e inútiles. Como la Norteamérica en la cual todo eso ha pasado a ser una conversación de extremos irrespirables, The Whale a su modo sugiere que la cultura y ciertos símbolos pueden ayudarnos a resurgir y a reconciliarnos, por difícil que sea traer a la mesa familiar esa conversación. No lo dice abiertamente, lo sugiere a través de un personaje al que sabemos ya moribundo. Tal vez sea eso lo más interesante de un filme que a su modo también se ahoga, pero intenta al menos hacernos esa advertencia, antes de perder el último aliento.

 

El autor es un laureado poeta, dramaturgo y crítico literario cubano.

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