Será otra cosa: Nuestros cuerpos, nuestras vidas, todavía

Foto suministrada por la autora

Especial para En Rojo

Cuando era niña tuve una etapa en la que quería ser ginecóloga. La cuestión me duró un tiempo porque recuerdo varias visitas de “trick or treat” vestida de scrub y con bata blanca. Me vivía el cuento con un estetoscopio de juguete que mami y papi, alimentando mi ilusión, me regalaron. Decía lo que todos los niños escuchan y repiten: quiero ser doctora para ayudar a las personas. Quiero ser ginecóloga para traer niños al mundo. Todos se lo creían hasta que llegué a la escuela y resultó que mi clase favorita era la de español. Nada que ver con ciencias, aunque participara en todas las ferias científicas. ¿Qué quieres ser cuando grande? No sé, doctora, o quizás maestra.

Durante ese tiempo, cuando me empeñaba en la bata blanca, nadie me explicó lo que implicaba ser ginecóloga. En mi familia no hay médicos, por lo que esa profesión se veía lejana y bastante inalcanzable. Mi mamá, secretaria de profesión, solo me decía que ayudaría a muchas mujeres a dar a luz, lo más bonito de esa profesión. Me emocionaba la idea de traer muchos niños al mundo y darles nalgaditas para que lloraran y supieran que ya no estaban en el vientre de su mamá. Todo un cuento de hadas sin dolores ni malos ratos. A parir se ha dicho.

Jugaba mucho con mi prima hermana a que nos enfermábamos y yo le ponía inyecciones para curarla. Sana curita sana a mi prima y a las barbies también. En uno de esos juegos se me ocurrió sentar todas las muñecas en fila para darles clase y ya no hubo vuelta atrás. La vida siguió, cambió y ya no tengo diez años, ni tampoco soy ginecóloga. Duró poco aquel empeño pues tan pronto descubrí lo bonito de los cuentos de mi mamá, empañé el sueño familiar de más de uno. Sin embargo, hace unos días comentaba con mis compañeras la necesidad de ginecólogas que más allá de traer bebés al mundo, estén dispuestas a honrar las decisiones de quienes decidan interrumpir sus embarazos.

Regresé a esa niña de diez años criada con la ilusión de traer niños al mundo. También me enfrenté a la tremenda cultura patriarcal que produce todos esos imaginarios. En aquel momento me habría horrorizado pensar que haría abortos como parte de mi práctica de ginecóloga. La realidad es que hay muchos y muchas que no los asumen por miedo o quizás por evitar comprometerse con otros discursos. Supongo que habrá quien no los haga por sus creencias religiosas. Todo se enmarca en una idea del aborto atravesada por imaginarios que nada tienen que ver con lo que es: un asunto de salud pública.

Mientras tenemos la conversación colectiva se me aprieta el pecho recordando la posibilidad de lo que pude haber sido. Tengo pocos arrepentimientos en la vida. Quizás este sea uno de esos pocos, pues los tiempos nos avisan que algo muy malo se avecina. Los vientos apuntan a la derecha y se nos escapan las posibilidades de vivir libres y dignamente. Ya no tengo diez años ni soy ginecóloga. Soy amiga. Soy hermana. Soy compañera.

Tal vez la justicia reproductiva tenga otras caras, proponga otras maneras de estar en las que no solo se considere al médico y a la paciente. El aborto en todas sus circunstancias debería ser un ejercicio colectivo pues necesita de otras redes de apoyo para llevarse a cabo. Existen otras consideraciones en las que sería necesario trascender el análisis que presenta el caso Roe v. Wade enmarcado solo en el derecho a la intimidad de un proceso en el que urge un acompañamiento radical, un pensarse desde lo colectivo.

La primera vez que acompañé a una amiga a abortar fue urgente la compañía antes y después del proceso. Cuando llegamos a la clínica había un predicador afuera vociferando en una tumbacocos. Salva las dos vidas, decía. Un hombre, hablando de los úteros ajenos. No había mucho que hacer, pero sí sobraba espacio para estar. Supongo que al salir fue un alivio que alguien la estuviera esperando. Nunca hemos vuelto a hablar del asunto porque no quiso o porque no había nada qué decir. Sin embargo, el proceso médico en sí no representó tanto como el enfrentamiento al mundo antes y después de hacerlo. El juicio de las familias, de los amigos, del grupo de la iglesia, de la pareja, se juntan y no dan tregua. Entonces, aparecemos nosotras. Las amigas, las hermanas, las compañeras. Somos tan urgentes y necesarias como la defensa de nuestra autonomía y necesitamos asumirnos desde ahí. Ya Vanessa Vilches Norat nos recordaba en una de sus columnas que “las mujeres mayores debemos contar nuestras historias a las más jóvenes. Ellas deben saber que la vida y sus trampas se desafían […] Para algo deben servir las palabras”.

Visité a la niña de diez años y le dije que no tiene que ser ginecóloga. Que está bien ser otras cosas, estar de otras maneras. La mayoría de nosotras no lo somos, pero podemos ser amigas, hermanas, compañeras. Los tiempos y la derecha avisanProbablemente nos toque ser de todo un poco porque esta lucha parece no tener final cercano. Y, allá iremos alzando pañuelos verdes, sonando el estribillo de aborto libre, guardándonos los ovarios en cajas fuertes o escondiendo a nuestras hermanas cuando decidan por un aborto clandestino… o será otra cosa. Nadie sabe.

 

Artículo anteriorEn Reserva: Cinco dólares de felicidad
Artículo siguienteEl “Live Boricua”de Garvin Sierra