En Reserva: Cinco dólares de felicidad

Alexandra Rodríguez Burgos
Especial para En Rojo 

Hace poco leí un artículo que desmentía aquel viejo refrán que asegura que el dinero no compra la felicidad. “Tremendo descubrimiento”, pensaba con ironía mientras leía el reportaje. El artículo aludía a un estudio de la Universidad de Harvard en el que los encuestados admitían que les generaba alegría el gasto de dinero, ya sea gastarlo en otras personas o en ellos mismos. Los encuestadores fueron más allá al concluir que el desembolso no tenía que ser demasiado alto. Incluso, obtuvieron una cifra de cuánto debes gastar al día para ser feliz. Me sorprendió la cantidad: eran cinco dólares para ser exactos. ¿Cinco dólares para ser feliz? Vaya ganga. ¿No les parece?

Luego, pensé en un evento feliz relacionado con una cifra así. Transcurría el año 2006 y me invitaron a ver un colectivo de actores que llevaban algunas noches de domingo haciendo teatro en un pequeño local en Río Piedras. Pagué los cinco dólares que costaba la entrada, sin muchas expectativas. Mi mayor motivación era cerrar el fin de semana y pasar un buen rato entre amigos. Lo que se presentara en tarima sería intrascendente para mí o, al menos, eso creía. Para mi sorpresa, fue una noche divertida, de entremeses teatrales variados y salpicados con crítica social y, por qué no, de una irreverencia inusual que no estaba acostumbrada a ver en un escenario.

Los actores eran jóvenes, de mi edad o menores. Era evidente que le habían dedicado tiempo a componer música para cada paso de comedia, que se preocupaban por desarrollar una propuesta con un orden coherente (inicio, desarrollo y cierre) y que buscaban que los libretos desarrollaran y solucionaran conflictos reales. En fin, se notaba seriedad en el trabajo, a pesar del humor y la improvisación inevitable.

Su segmento más retador era, quizá, la improvisación de una historia, a partir de la entrevista a una pareja del público. Sin tener experiencia en actuación, sé que improvisar es un ejercicio común en clases teatrales, pero no por ello debe subestimarse. Improvisar con sentido requiere agilidad mental, para enfrentarse a momentos inesperados; intuición para saber qué hará el compañero; talento, para hacer reír, pero, especialmente, debe desarrollarse complicidad entre los actores, para llevar a cabo un trabajo en equipo impecable, a partir de unas indicaciones clave.

Desde que vi aquella primera puesta en escena, me convertí en fanática del colectivo que se hacía llamar Teatro Breve. Pagar cinco dólares por el buen rato se convirtió en una inversión que deseé repetir cada noche de domingo. El atractivo mayor de la propuesta fue optar por un espectáculo sencillo, sin pretensiones. Su éxito se basaba en la autenticidad de sus miembros, en esa cotidianidad y cercanía con el público desde su primera puesta en escena.

Ese primer año, Teatro Breve creció, a mi juicio, aceleradamente. Lo que en un principio era un público de unas veinte personas, llegaron a ser cincuenta, sesenta, cien… Un día, los bomberos no les permitieron dejar pasar a nadie más. Por respeto al público, la producción consideró poner un televisor afuera y proyectar el espectáculo para todo el que se quisiera quedar.

Así Río Piedras se convertía en el lugar escogido para disfrutar un domingo por la noche. Era el sitio donde coincidía gente de todas las clases sociales. En Taller Cé me encontré con profesores de Periodismo, con familia y hasta con unos cuantos actores, deportistas y otros tantos famosos.

Al pasar el tiempo, el boleto tuvo que ajustarse. La entrada de cinco dólares aumentó a siete; luego, a diez. A pesar del cambio en tarifa, seguía siendo una inversión justa de felicidad. Las horas que pasabas riendo valía cada centavo que dejaras allí, en la comedia, en la deliciosa y bien descrita comida del chef Kaltrish, en las Medallas frías o en las papitas saladas de bolsa.

Teatro Breve pasó de ser un grupo de amigos que trabajaban para pagar sus cuentas a convertirse en una empresa registrada, con camisetas, vasos, sello, nuevos integrantes y una producción de altura. Pronto, necesitaron comprar otro acondicionador de aire y remodelar un poco el espacio, porque el local no daba para más. Taller Cé se les quedó pequeño, por lo que comenzaron a presentarse los jueves en Punto Fijo, en Bellas Artes. El público siguió apoyándolos desde Santurce, a pesar de que los más nostálgicos, como yo, pensamos que algo se perdió cuando salieron de aquel rincón en Río Piedras, pero mucho también se ganó.

Crecieron en confianza, en talento, en ambición… Llegaron proyectos y formatos nuevos, desarrollaron especiales, llegaron auspiciadores, se mudaron, administraron un bar, ¡compraron su propio teatro!, y nació Noche de Jevas, mi propuesta preferida, por el ingenio de todas sus integrantes y, además, por lo necesario que son los espacios en los que la mujer domine todos los ángulos.

Hoy, todos sus integrantes continúan desarrollándose en otras facetas —en drama, en series… y hasta en Hollywood—. Demuestran todos los días que —al lado y con Teatro Breve— pueden seguir desarrollándose como actores y profesionales de las artes. Juntos, llegaron al Choliseo, crearon Radio y Canal Breve, produjeron su propio programa de televisión y, finalmente, en 2022, se estrenaron en la pantalla grande: el cine.

Su llegada a este, el llamado séptimo arte, me llevó inevitablemente al pasado. Me recordó la frase aquella de Víctor Hugo en la que el poeta y dramaturgo aseguraba que la mayoría de las personas no carecían de fuerza, sino de constancia. Teatro Breve es muestra inequívoca de que el talento sin disciplina o sin perseverancia sirve de poco.

Luego de varias semanas en cartelera, anhelaba sacar el tiempo para ver esta nueva propuesta cinematográfica. Distinto de aquella primera vez en Río Piedras, hoy mis expectativas sí son altas.

En días pasados, por fin tuve un rato libre. Verifiqué la cartelera y me dirigí al cine. Pedí un boleto al empleado y esperé a que me cobrara el precio de un boleto regular. Con simpatía, me aclaró: “Son cinco dólares, joven. Hoy es Día de Damas”. Y así, como aquella noche de domingo en 2006, sonreí y saqué un billete de mi cartera para pagar. Cinco dólares sí pueden comprar felicidad. Lo siento por el refrán.

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