Gracias UPR Recuerdos de un viaje a Ghana

Visitar cualquier país del continente africano pudiera no ser tan atractivo para muchas personas. Menos cuando la imagen de África que ha imperado a nivel mundial es que es toda selva y animales salvajes, toda barbarie y enfermedad. ¡Qué carga histórica sostiene este continente, asociado con pobreza, falta de civilización, tinieblas, rayos y centellas!

“Si ves un león en el camino, me llamas en video call”, recuerdo que me dijo un familiar muy querido el día antes de que partiera hacia Accra, Ghana con un grupo de estudiantes graduados(as) y profesores del recinto riopedrense de la Universidad de Puerto Rico. Aunque me resultó gracioso el comentario, evidenció el sinnúmero de estereotipos que damos por ciertos sin más.

Hace tres años exactamente –6 al 25 de junio de 2014– viví junto a ese grupo una de las experiencias más provechosas que puede tener cualquier estudiante universitaria: viajar a otro país para intercambiar conocimientos en un encuentro académico y, de paso, agregarle instancias al bagaje que la va formando como individuo.

Fernando, Lara, Jonatan, Alexandre, Jessica, Steven, Isabel, Xavier, Javier, Lucas, mi tocaya Gabriela y yo partimos llenos y llenas de entusiasmo, pues participaríamos del Seminar Series on the Languages, Literatures, and Cultures of Africa and the Diaspora en la Universidad de Ghana en Legón. Nos acompañaron los profesores César Solá, Nicholas Faraclas, Dannabang kuwabong (nacido en Ghana) y la profesora Rosa Guzzardo, todos activos en diferentes departamentos de la Facultad de Humanidades de la IUPI.

Este viaje estudiantil –coordinado por Faraclas y Kuwabong– se realiza cada dos años, forma parte de un curso graduado del Departamento de Inglés de Humanidades y permite que estudiantes de diferentes disciplinas exploren (para luego presentar allá) temas concernientes a la relación innegable que existe entre África y Puerto Rico: religión, música, fenómenos lingüísticos, esclavitud, entre otros.

A tres años del viaje, ¿qué es lo que más recuerdo de esos días? De inicio, me impresionaron los colores y patrones de las telas con que los ghaneses confeccionan camisas, trajes, pantalones, turbantes, saquitos para cargar bebés. También, me impresionaron los cuerpos negros que portaban las telas. En la mayoría de los casos, eran cuerpos ejercitados, de hombres y mujeres que necesitan mantenerse activos para ganarse la vida. En ese sentido, fue la norma durante la estadía toparme con mujeres que cargaban en la cabeza canastas con agua o frutas a la vez que llevaban un bebé amarrado a la espalda y un(a) niño(a) de la mano, que bien podía estar cargando más paquetes.

Recuerdo el aire denso, la falta de alcantarillados y desagües en las carreteras sin pavimentar, la niña que me pidió que le regalara un bolígrafo, la cerveza Star, lo bien que los africanos bailaban salsa, lo picante del arroz jollof (popular en todo el oeste de África), el Kelewele o plátanos maduros fritos, el fufu y la manera de comerlo, las pocas raciones de pollo que servían, las muchas de pescado o camarones, la vacuna contra la fiebre amarilla que tuvimos que ponernos previo al viaje, las veces que aclaramos que no éramos de Costa Rica, sino de Puerto Rico…

También, la excursión de horas en transporte público junto a los africanos hacia Kumasi, Tamale y Wa, tres ciudades cada una más al norte de Accra, la capital de Ghana, primera nación del África subsahariana en conseguir su independencia. Fue muy interesante visitar la represa hidroeléctrica de Akosombo, cuya producción permite satisfacer la demanda energética local, además de exportar electricidad a los países contiguos, Togo y Benín.

Por otro lado, me estremeció sobremanera la visita al Elmina Castle, ubicado en la comunidad pesquera de Cape Cost. Este castillo data del siglo XV y fue utilizado por los colonos europeos para encerrar y torturar a más de 30 mil esclavos africanos por año, esos que serían enviados al “Nuevo Mundo”.

Y de la Universidad de Ghana, ¿qué guardo en mis memorias? Ante todo, la grandeza del campus. Es una universidad tan grande que dentro de su perímetro hay una estación de bomberos, otra de policías, un correo, varios edificios altos que sirven de residencias para estudiantes, colmados y mercados, iglesias católicas y protestantes –existe el sincretismo religioso– museos, restaurantes. No exagero cuando cuento que vimos taxis transitando el campus de lado a lado.

Recuerdo con una sonrisa en los labios el día en que caminando por el recinto con dos de los compañeros, al escucharnos hablar español, un estudiante africano del Departamento de Lenguas de la Universidad se acercó para preguntarnos de dónde éramos. Al identificarnos como puertorriqueños, se alegró, pues había aprendido español en un intercambio estudiantil que hizo a Cuba. Demás está escribir que nos llevó al Departamento y nos presentó a algunos de los estudiantes que habían aprendido español en la isla vecina para sumarlo al inglés y a las lenguas africanas que conocen.

Precisamente, por oportunidades y experiencias de vida como esta que tuvimos –y que han tenido los y las que han representado la UPR en el extranjero– es que nuestra universidad debe continuar siendo accesible y pública. De este viaje, conservo fotos, que siempre son como el rostro de las memorias. Además, varias pulseras con cuentas pintadas a mano. Hace tres años, me pongo a diario aunque sea una de ellas. Son mi conexión con esa inolvidable vivencia.

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