El amor que se atreve a decir su nombre…

Armindo Nuñez Miranda escribe con la urgencia y el aplomo que da la madurez.  “Las Voces del Asedio” parece ser su primer libro, pero no es en forma alguna un libro primerizo. Los poemas, veintidós en total, se instalan con febril comodidad en la conciencia del lector, creándose un espacio a fuerza de ser contundentes y certeros. A veces son huraños y caprichosos, pero nunca pasiva o fácilmente correctos. El poeta ha eliminado las comas, y el lector escribe las pausas. En una segunda lectura, una vez este minúsculo escollo gramatical es superado,  la selección del ritmo por la disposición de las pausas le ofrece al proceso de la lectura una peculiar intimidad.

Y la intimidad es el rumbo de este libro. Sin embargo, no se trata de la intimidad por vía del sentimentalismo, ni de la emotividad expresiva del desnudamiento interior. Todo lo contrario; el libro abunda en exteriores: los parques nocturnos y prohibidos de la ciudad, la calle Loíza con sus mendigos o sus borrachos, Nueva York, San Francisco. El poeta es el transeúnte de la ciudad, sobre todo la ciudad nocturna, que se convierte en aliada de sus secretos, y los que se aventuran a compartir su odisea uterina se arriesgan a ser sus cómplices: “también tú/respirando la noche/lamiendo las esquinas del viento/caminante en deseo/observando cada bulto/que se mueve cuerpo/cada luz/que parece sonrisa/cada guiño/que atenta perfil/solapado entre las sombras”. Ese “también tú” tiene la carga del desengaño del que encuentra al otro, que pensó distinto y quizás ajeno a las peripecias del deseo, también víctima, también presa de la ciudad nocturna.

El linaje de esta poesía es de fácil identificación, porque se trata de una poesía moderna en un sentido ejemplar. Armindo Núñez es hijo del flaneur baudeleriano, compañero de juergas de Verlaine, hermano de Walt Whitman, de Lorca y heredero del Neruda que se cansa de ser hombre. El poeta de la ciudad es aquí también el poeta de las pasiones prohibidas, el de las miradas furtivas por encima del hombro, el poeta del deseo homosexual.

Otro poeta que aborda el tema es Manuel Ramos Otero en su estupendo Libro de la muerte, pero el tono es muy distinto. Para Manuel Ramos Otero el deseo homosexual está emparentado con las experiencias exóticas de la otredad, y su apología tiene mucho de bandera, de atentado, de provocación. Su homosexual tiene, como en el poema “Pueblo” de Palés, algo de canalla desatado en la ciudad para violar las conciencias hipócritamente castas del pueblo que dormita en la nada. Armindo Núñez penetra un espacio más íntimo de esta experiencia y también más desmitificado y desilusionado. En el fondo, su amor se atreve a decir su nombre para conjurar un deseo que no tiene otro nombre que deseo, con una dinámica idéntica en todas sus posibles manifestaciones u orientaciones. En este sentido, el libro aspira a conjurar desde su especificidad, la dialéctica elemental del yo y del tú, con sus juegos de ilusión y despecho, con su ritual de asedios y entregas.

La vastedad del espacio urbano que invoca el libro no importa por su expansión o por su apertura, sino por su infinita oferta de satisfacciones posibles. La ciudad es el laberinto del deseo, el vientre que le sirve al poeta de refugio y de cárcel. La ciudad es el espejo de su predio más íntimo, el de sus pasiones inconfesadas. Toda ella está eróticamente cargada, pero de un erotismo fugaz y transitorio, que tiene más de invitación a la soledad que de invitación a la solidaridad. Uno de los poemas más sobrecogedores del libro, Desde Saint Vincent Hospital dice así: “Me gusta Nueva York en sus viernes nocturnos/porque la gente despide un olor/quizás la palabra sea dolor/a viejas nostalgias enfermas/casi inefables/casi equilibrio de imágenes/que se multiplican espejo tras espejo/que se repiten idénticas/en multitud de soledades”.

El lector se siente invitado veladamente desde el principio a este espacio, a veces por un “tú” que parece invocarlo, un tú urgentemente interpelado que a veces se increpa, o a veces se desea y siempre se necesita. Pero el tú, claro, no es tan difuso para que se confunda con el lector abstracto. Es mortalmente concreto, ese tú: “Tus palabras ahítas/mutilantes tiernas/tímidas heridas/porque puede más el rencor/en su ejercicio de muralla/que los puentes extendidos por la gracia”. Ese tú “en su ejercicio de muralla” que le devuelve al poeta su malherida soledad, es, naturalmente, el objeto del deseo, y el lector, del otro lado de la orilla, no se siente aludido por él, sino por el yo que lo invoca. Los poemas nos invitan a compartir la malherida soledad del que desea, para que de alguna forma la observemos o la compartamos y veamos en la fugacidad del placer furtivo una “arrugada deshecha/terca imagen del amor/y sus fantasmas/apenas mirada”.

Bestia coleóptera”, le llama el poeta a esta criatura del deseo, y la ciudad nocturna es el espacio donde su voz silenciada por la sociedad represora amenaza con hacerse audible: “Tu voz/maltrecha y lastimada/desatada en la mudez/aislada en epíteto/precedida epítome/tu voz/tensa violada/en el rincón simulado/del que calla/marica/bestia coleóptera”. Son muchas las voces del asedio: las voces de la mayoría rectora asedian la voz débil del coleóptero y lo silencian, violando su derecho a la voz y arrinconándolo en su propio silencio. Pero también hay otras: la de los objetos del deseo, que se hacen sordas e inaccesibles hasta el cansancio: “Ahora delicado cuerpo/que me llenas de amor/dócil afable/perversamente abrazas mi cansancio”. Y finalmente, la voz del poeta también quiere ser voz del asedio: ser incómoda para los que amenazan con silenciarla y seductora para los que lo tientan con desearla. Pero el poeta está al tanto de sus coartadas, viene de vuelta de sus ilusiones, y sabe “rescate puro del amor” que el libro se propone como máxima búsqueda desde el primer poema está condenado al fracaso, y el libro todo está transido por el peso de la desilusión, y al tanto de que no es sino un “elaborado cuento/del sueño y sus miserias”.

Armindo Núñez no busca en las palabras un mundo sustituto que le permita escapar del que describe en sus poemas. Las palabras le sirven para agudizar el ojo que observa, y la mirada descarnada termina siempre venciendo al gesto idealizador. Las palabras no son platónicas, sino “bestias negras” lanzadas al vacío del otro, en espera de la interlocución alentadora o salvadora. La intimidad no funciona aquí como una fuerza aislante, sino como el espacio húmedo de una voz que llama. “Las bestias negras” quizás el más elocuente de todos los poemas, describe este riesgo del siguiente modo: “Heme aquí completo/a pesar de las piezas torcidas/mis palabras bestias/fugadas furtivas furiosas/gratuitas esforzadas/buscándose equivalentes objetivas/con disposición autoritarias/¿quién las anuncia/y quién las aguarda?”.

Artículo anteriorPresentan el libro Surviving a lo Bori de Rafael Pabón en el Tito Matos Fest.
Artículo siguienteEntre el calor y la incertidumbre