Será Otra Cosa: Homenaje a un funambulista

 

Especial para En Rojo

Dos cuerpos en un pasillo se reconocen. No. Dos cuerpos en un pasillo parecen no querer reconocerse. Seré justa, al menos uno de los cuerpos sí quiere reconocer al otro. Ha pasado tiempo desde el último encuentro. Y silencio. Mucho. Tanto. Excesivo. Digamos que un mar de silencio.

El encuentro es sorpresivo. Uno de los cuerpos dirá que fue un sobresalto. El otro, más bien pura consternación. Yo, que los miro desde lejos, pienso en la palabra desconcierto. Lo sé por el movimiento del cuerpo asustado que con la mayor de las frías violencias se separa con rapidez.

Se piensa, equivocadamente, que la violencia es sólo el golpe, la bofetada, el palabrón. No.  La frialdad de un cuerpo que se retira, de un pie delicado que da un paso hacia atrás evitando el abrazo es también una agresión.  ¿Qué decir de la boca que no quiere hablar? Muy poco. Se tiene el derecho al silencio, por supuesto. Y a salir con paso de gacela de cualquier cueva, encrucijada, laberinto. Desanudarse, romper, callar deben ser derechos contemplados en cualquier constitución.

El cuerpo consternado se muestra boquiabierto, pasmado, desencajado, herido. Se piensa un animalillo indefenso. Se aleja de la escena sin entender. Creía haberlo conocido, se dice. Era uno de mis personajes favoritos, continúa. Juraba entender sus tramas, sus acciones, sus intenciones, sus movimientos. Le escribía posibles parlamentos. El cuerpo consternado se permite la rabia que sana la tristeza. Instalarse en la melancolía implica debilidad, bien lo sabe. Pero uno también tiene un corazoncito, insiste.

El encuentro es una linda lección. Casi una moraleja. Justo en el momento que se cree conocer a un personaje, desaparece, dejando una estela de preguntas. El silencio ilumina, da la medida de lo poco que se conoce a alguien.

Ante el suceso, sólo se tienen dos opciones. La primera es mezquina: exigir. Supone la lógica de la deuda: tildar de malagradecido al cuerpo que ha desafiado toda comprensión. Implica también olvidar la alegría pasada: las risas, la conversa, lo compartido, el júbilo de sentirse acompañado.

La segunda opción es difícil. Mucho. Un malabarismo. Como un funambulista, el cuerpo consternado se propone aceptar el punto final. Se pone su atuendo ajustado con el cuidado de no pisar una tira de tela que lo haga caer. Vestido con leotardo, comienza a trepar la escalera de soga. De verlo subir, siento vértigo. Y aún no atraviesa el cable. Aunque estoy sentada en las gradas, siento primero el frío en la nuca, luego, las mariposas que vuelan del estómago al pecho, finalmente, las ganas de caer. Hay gente que no entiende el vértigo. Suponen que es falta de voluntad. La lógica no entra en la ecuación del cuerpo que sufre la constante pulsión del abismo. Me tapo los ojos con la mano, pero por la fisura que me permito entre dedo y dedo lo veo subir. Qué valiente, me digo. Qué arrojado. Qué temerario. Cuando llega al descanso de la escalera, saluda a su público. La gracia de su reverencia conmueve. Los silbidos de la masa espectadora no se hacen esperar. Lo veo caminar por el delgado y tensado cable con dignidad.  Sujeta una vara fina. Tira un pie que coloca en el cable. Tira el otro pie y su cuerpo se inclina hacia la derecha. Se escucha un fuerte uuuyyyyy que emana del público. Pienso que se caerá, pero no. Retoma el balance que le otorga la generosidad del pasado compartido y continúa.

 

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