Salto de una lectura a otra, ansiosa, indecisa, incrédula. No me concentro. Voy de lo denso a lo ligero buscando engancharme. La verdad es que necesito algo fuerte, que esté a la altura de lo que siento. Busco una voz que le hable a mis entrañas, que me llegue al tuétano, que cante conmigo la rabia.
Tomo un libro, tomo otro. Trago hondo. Con una lagrimita disimulada, una sola, como la que supuestamente echó Nerón por la muerte de su amigo Petronio, me susurro el párrafo de un cuento que no me dice nada. Después, el de una crónica, la historia de una mujer que mató a sus hijos; una terrible y pobre Medea de Uruguay que les lleva flores a la tumba. Me detengo y pienso en la venganza. Dicen que es un plato que se sirve frío. Cavilo. Si doy con algo que me ayude a pasar la noche, sé que llego a mañana, y después de mañana habrá pasado un día. Entonces, ya quizá… Pero no, me retracto, no es eso lo que busco. Esa no soy yo. Dejo de frotarme las manos y, avergonzada, escondo el colmillo que comenzaba a asomárseme por la comisura. Continúo. Respiro: exhalo tres, cuatro versos, una estrofa de ese famoso poema que empieza diciendo «Me gustas cuando callas». Pero me entra risa y no puedo seguir. Me río de mí, de las trampas que me juega el azar, que de los trescientos poemas que tiene la antología de la que leo, me lleva a este poema de Neruda. Mas, del desconcierto, paso a la comprensión. Con el poema se me aclara algo. Es eso, me digo, lo que me tiene así; eso que nos ha pasado tantas veces, eso de sentirse amordazada, reprimida, silenciada; eso de que sea el otro el que cuente la historia, eso de que calladita se vea una más bonita y se le quiera más. Acaso no lo dice clarito también aquella canción que José José hizo famosa, «La almohada»: // Tú duermes conmigo toditas las noches. / Te quedas callada sin ningún reproche. / Por eso te quiero, por eso te adoro //. Y también un poema de José Gautier Benítez: // Tú fuiste un bello poema / mientras guardaste silencio… //. Así perdura en nuestro imaginario cultural el arquetipo de la mujer como un ser callado, afable, que a todo asiente sin cuestionar. Es esa nuestra virtud, y nuestro valor está condicionado a ello. Serás buena mientras te hagas la muerta, porque ¿qué somos sin la palabra, sin el derecho a la palabra?
Nos han querido pasar nuestro condicionamiento, el del silenciamiento y la sumisión, como virtudes intrínsecas de nuestro género. Pobrecitas de nosotras. Eso que no se dice se acumula, se enquista y se transforma en ira, en rabia que supura el jugo putrefacto que unas veces nos marchita, otras nos inflama, hace estallar y mata. Nos mata.
Se sabe que la cultura patriarcal no tolera a las incendiarias, que las reprende, las humilla, las chantajea para apaciguarlas y someterlas, para hacerlas callar. Por eso, desde niñas, las más desobedientes o atrevidas supongo, hemos tenido que aprender a ser cada día más astutas, a emprender sigilosas nuestras pequeñas grandes batallas para exigir y reclamar respeto, justicia, igualdad, derechos. También, lo cierto es que si bien muchas veces hemos tenido que hacer silencios peligrosos, incómodos y dolorosos; silencios impuestos bajo amenaza de muerte, o de los que se guardan por pudor porque nos enseñaron que «los trapos sucios se lavan en casa», igualmente hemos aprendido del silencio elocuente, del que dice más que mil palabras, y del que usamos estratégicamente. Esos nos ayudan también a sobrevivir. Sin embargo, no sabría yo cuál de todos es más difícil de sostener. La verdad es que, para estar a la altura de ciertos conflictos, a veces lo justo es callar, entrenarse en el arte del silencio sin padecerlo demasiado, ser discretas y saber esperar el momento justo para meter el caballo dentro de Troya. Pero eso de la discreción no olvidemos que es una moneda de dos caras, que entra en las reglas básicas que la cultura patriarcal nos ha impuesto a las mujeres junto a la de ser siempre complaciente, sonreír y estar alegre, porque la amargura y el carácter son cosas de hombres, así es como se dan a respetar, imponiendo el tono y los límites, dictando las pautas que nosotras hemos de acatar. Es desde ahí, desde el poder y el derecho del macho a ser y a hacer lo que le da la gana, que opinan de nosotras y nos recomiendan para enfrentar lo injusto, abusivo, indigno y violento, que vayamos a terapia, que hagamos meditación, Yoga, o que trotemos. Esto si contamos con la suerte de que el que opine sea de los señores más modernitos, de lo contrario, nos mandará a buscar de Dios. Abrir la boca para objetar, para reprocharles, exigirles o responderles no es una opción. ¿No fue por eso por lo que en el 2019 Jensen Medina mató a Arellys Mercado?: «por guapetona», decían los comentarios de un sector del pueblo lector en el periódico, «por picúa», «por creerse macho».
Porque el mal carácter existe y hace daño, le he pedido a las once mil vírgenes que me suavicen. En Yoga me he aprendido las posturas de la Cobra, la del gato, la de la montaña, para que se me alinee el ser, la ira no me ciegue y el silencio estratégico por el que he optado tantas veces, no me envenene. He llevado un diario y he ido a terapia. Pero no podemos confundir la gimnasia con la magnesia. No he conseguido hacerme indiferente al chantaje del patriarcado, al te quiero si te callas. Es necesario hablar para exigir, reclamar y denunciar, para defender nuestra autonomía, para que no invaliden nuestras emociones y sentimientos, para que existamos más allá de lo que nos está permitido como mujeres.
No hay nada como el poder liberador de las palabras, paradójicamente, tampoco algo tan comprometedor. Yo sé del peso que tiene la cultura sobre nosotras, sé lo difícil que puede ser desobedecer, sé que no todas estamos dispuestas a pagar el alto precio… Pero ¡qué caro nos sale, de todas formas, hacer buche!