Mirada al País: Regulados y Reguladores

 

 

Especial para CLARIDAD

La ya famosa boda de Fahad Ghaffar – inversionista cobijado por los privilegios de la notoria ley 22, ahora subsumida en la ley 60 de 2019 –, en la que se da el “productivo” encuentro entre la entonces gobernadora Wanda Vázquez  y el banquero venezolano Julio Herrera Velutini, ha provocado que muchos recuerden la no menos famosa boda con que comienza la conocida película “The Godfather”. Se entiende. En ambas coinciden personajes de poder – políticos, funcionarios de alto nivel, jueces, consultores, hombres de empresa,  etc. – y ambas lucen como plazas propicias para darle rienda suelta al “inocente” juego de intercambio de influencias que permita la identificación de “intereses comunes”. Sin embargo, a mí me hizo recordar a Adam Smith, filósofo y economista del siglo 18 reconocido como el padre fundador de la teoría económica capitalista.

Dice Adam Smith en su influyente obra La Riqueza de las Naciones: “Rara vez suelen juntarse las gentes ocupadas en el mismo oficio, aunque sólo sea para distraerse o divertirse, sin que la conversación gire en torno a alguna conspiración contra el público…” ¿Cuál es el denominador común de tal oficio? Lo resume una vieja frase: dinero para acceder al poder, poder para amasar más dinero.

Smith no se engaña. Reconoce lo que luego destacaría Marx: el carácter de clase del Estado. Dice en la obra ya citada: “El gobierno civil, en cuanto instituido para asegurar la propiedad, se estableció realmente para defender al rico del pobre, o a quienes tienen alguna propiedad contra los que no tienen ninguna”. Pero esta afirmación no lo transformó en precursor del Estado Benefactor ni, mucho menos, del socialismo. Su confianza en las bondades del motivo del lucro como fuerza motriz de la actividad humana y del mercado competitivo como institución articuladora era, como para los neoliberales de hoy día, incuestionable. Se asume con la convicción de un artículo de fe.

Tal confianza tiene, entre otras, dos debilidades fundamentales, ambas validadas por la historia. La primera es que no se hace cargo de los tenebrosos extremos en conducta desviada y en costos sociales que encierra el incontrolado afán de lucro; la segunda consiste en la presunción de  ubicuidad del proceso de competencia mercantil.  Resulta interesante que en la reseña que el ensayista y novelista antiutópico George Orwell hiciera en 1944 sobre el libro Camino a la Servidumbre de Friedrich Hayek – probablemente el economista más prominente del campo neoliberal – destacara críticamente al cuadro color de rosa de la competencia que se presenta en el mismo. Se trata, ni más ni menos, de una utopía. Señala Orwell: “…el problema de las competencias es que alguien las gana”.

Los mercados no funcionan bien en un vacío institucional. Las externalidades, como la contaminación ambiental, la formación de oligopolios y monopolios, las diferencias en poder de los participantes – empresarios, trabajadores, consumidores – y un sinfín de “actividades sospechosas” han hecho necesaria la regulación: reglamentación y supervisión de las actividades del sector privado por parte del gobierno. Y, claro está, generalmente el regulado intenta tragarse al regulador. Apela a distintos mecanismos. Puede cabildear por leyes y reglamentos laxos, que no se distinguen de las políticas de desregulación inspiradas por la doctrina neoliberal; o puede, ya de forma más directa y burda, recurrir al engaño con información falsa o intentar que el regulador se haga de la vista larga mediante un generoso soborno.

Valga retornar a la boda. Tal parece que la opción más burda, el soborno, era la que estaba en agenda en el “romántico” acontecimiento. El alegado intercambio no puede ser más sencillo: el banquero le solicita a la gobernadora que despida al Comisionado de Instituciones Financieras, que ha estado investigando sus “actividades sospechosas”, para luego nombrar al puesto a alguien más tolerante con las mismas, preferiblemente proveniente de su mismo establo empresarial. A cambio, se  compromete con una “desinteresada” aportación a su campaña. Aparentemente, según el pliego acusatorio, así se resume la transacción. Tratándose del mundo financiero habría que sospechar que, por un lado, hay lavado de dinero (“actividades sospechosas”) y, por el otro, se pide que se actúe al estilo de Poncio Pilato, lavándose las manos, eludiendo toda responsabilidad ministerial.

El problema matriz de Puerto Rico es su creciente desmadre institucional. Se advierte en prácticamente todo. Basta ver las actuaciones de la distribuidora de energía eléctrica, Luma, y la de sus supuestos reguladores. Por otro lado, el buen uso y la conservación de los recursos naturales no lucen como prioridad del Departamento de Recursos Naturales, ni de la casi inexistente Junta de Planificación ni de la Oficina de Gerencia de Permisos. Parecen mandar los depredadores. Tampoco hay coherencia con relación a los llamados incentivos en el campo de la manufactura y del turismo. ¿Dónde está su fiscalización efectiva? Si la mirada se desplaza a las áreas de la salud y de la educación – formalmente catalogadas de prioritarias – se hace evidente que las llamadas irregularidades las tienen sofocadas. En todos los campos parece oscilarse en un péndulo perverso en el que en un extremo domina la ineptitud y en el otro priman las “actividades sospechosas”. Evidentemente, desde hace bastante rato los regulados se han estado tragando a los reguladores. No cabe duda que ya es imperativo cambiar los bueyes a cargo del arado…

 

 

 

 

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