Será Otra Cosa-En dónde vive el peligro

Especial para En Rojo

“Fatal Shooting in Toronto’s Greektown on Saturday”

“Es una ciudad muy segura, la gente ni le pone pestillo a la puerta del frente.

Siempre me pregunté de donde me viene la facilidad del enojo. La sangre que hierve, la gana de dar palos, todo esto en conflicto con mi yo pacifista que se avergüenza de tales instintos. No tengo recelos ni resentimientos en la conciencia, pero el cuerpo piensa sus propias cosas.  Por años practiqué artes marciales para sacarme el deseo de violencia de los huesos.  Volvía a casa de una práctica fuerte, sudorosa, muerta de cansancio, pero con las manos abiertas y el corazón alegre. Un día en un taller de un arte llamado Bai Ji Chuan, al que se describe como el Taichi para guardaespaldas, el maestro nos enseñó a caminar hacia un puñetazo, desviando el golpe con un movimiento suelto del brazo, casi como un gesto de baile moderno.  Me llenó de felicidad descubrir que se puede caminar hacia el peligro de un puño amenazador y estar protegido.  De repente me asaltaron las dudas, ¿Por qué tengo miedo de un puñetazo, si a mí nadie nunca me ha dado uno? Nunca me peleé con nadie, a menos que cuentes dos empujones que nos dimos la vecinita del frente y yo a los nueve años, y un par de zarpazos que intercambié con mi hermana menor, fuera de la mirada vigilante de Mamá, que en mi casa no se permitían peleas.

Es como decía Ortega y Gasset: es que yo soy yo, y mi circunstancia. Creciendo cuándo y dónde me crié, la circunstancia era la cercanía al peligro.

Cuando tenía dos años, me tropecé gateando con la cocinera que hervía paños en una lata en la cocina de campo de mi abuela. El agua me cayó hirviendo, y me cuentan que fueron quemaduras de tercer grado. No recuerdo el dolor, solo que Mami y Mamacele casi lloraban.

Cuando tenía tres años, Papá nos montó a todos en su Hillman verde botella y nos llevó a ver los tanques de los Americanos en el Parque Independencia, para que fuéramos testigos de la invasión del sesenta y cinco. Ese fue mi primer recuerdo visual de Santo Domingo. Años más tarde, Juanita, la cocinara de casa me contaría que en los barrios de intramuros las muchachas se escondían para que no las violaran los soldados.  En la revista Reader’s Digest, que yo leía ávidamente en el ático de la casa del abuelo, en una de las historias de propaganda de guerra el narrador decía que los soldados americanos eran honorables y que nunca cometían actos de violación. Cuando se lo conté a Juanita, me miró con pena y me dijo, eso dirán, pues aquí sí que lo hicieron.

Cuando tenía cinco años, Bandido, nuestro perro guardián empujó la puerta con el hocico y salió ladrando a la marquesina. Yo salí a pararlo para que no mordiera a la persona que venía.  Cuando lo agarré, vi que el extraño era un muchacho joven que nos apuntaba a mí y al perro con un revólver. Era la primera vez que veía un arma de cerca.  El muchacho se dio cuenta de que era una niña, murmuró algo, avergonzado, y se dio la vuelta corriendo.  Percibí que ese muchacho tenía miedo, pero no entendí por qué:  él tenía una pistola grande, como la del llanero solitario. Cuando se lo fui a contar a Mamá, para que me explicara, vi cómo se aterrorizaba, y descubrí yo el miedo.

Cuando tenía seis años, y empezaba a leer, leía en los periódicos de la tarde cómo el día anterior habían asesinado a ciertos individuos de izquierda, y que el presidente Balaguer declaraba que se trataba de actos violentos llevados a cabo por sectores ingobernables.

A los ocho años leí que habían matado a Amin Abel, miembro del Movimiento Popular Dominicano. Sabía que había sido ingeniero y antiguo estudiante de Papá en la universidad, y que lo andaban buscando «los sicarios del gobierno». Pero no sabía qué era un sicario.  Todavía no estoy completamente segura de qué significa esa palabra. Solo sabía que Papá lo admiraba y estaba apesadumbrado y que se preguntaba si hubiera podido hacer algo para ayudarlo a esconderse.

Cuando tenía diez años, me enteré de que Mami tenía su propia pistola escondida en su cuarto.  Y que además, la pistola tenía nombre: Juanita, porque era negra como la cocinera que me contaba cuentos. Mamá sabía tirar bien. Tenía buen ojo y mejor pulso, y nunca fallaba un tiro cuando los primos practicaban tiro en la playa.  Se reía del asombro de los muchachos (¿Cómo es posible que una mujer tenga tal puntería?) y les decía que eso provenía de sus antepasados piratas, los Leroux.  Sabía también que, si hacía falta, Mamá, una mujer bella, que siempre ha parecido algo salido de una película de Grace Kelly, sería perfectamente capaz de usar su arma. Fue solo años más tarde que aprendí cuán capaz podía ser.

A los trece, leí en primera plana que habían ejecutado a Caamaño, militar que pasó a guerrillero, y que lo atraparon en las azules y secas lomas de Azua. También asesinaron ese año a Orlando Martínez, el mejor periodista del país. Había dicho que el gobierno lo iba a mandar a matar por un artículo muy crítico que escribió, titulado “¿Por qué no, Dr. Balaguer?”. Y así fue. Lo esperaron a la salida de la universidad y lo acribillaron. El año anterior habían matado a Mamá Tingo, la líder campesina.

Ese año también entablé amistad con una muchacha chilena de mi edad que había llegado al país con sus padres, refugiados después del golpe de Allende. Me contó de las infamias del estadio y de la muerte de Víctor Jara.  Más adelante, mi amigo Charlie me pasaría solapadamente una copia del libro negro de Chile, donde comprobaría en testimonios fotográficos aquello que me contó esa niña.

A los catorce años descubrí que me había convertido en un pedazo de carne, y que muchos hombres—muchos, pero no todos—se habían convertido en perros merodeando por la carnicería.  Recordé agradecida las lecciones de Juanita, de cómo una muchacha necesita saber defenderse.

Por esos años, me enojé porque a mi hermano, a mi misma edad, lo dejaban salir de noche solo, y a mí no. Protesté que eso era discriminación.  Papá me contestó que mi hermano sabía defenderse bien y, si yo aprendía igual de bien, no habría que ponerme trabas. Yo había abandonado la clase de Karate mientras que mi hermano que había perseverado, acabando por buscarse el mejor maestro de Kung Fu de la ciudad.  Papá me insistió en que me cuidara, pero como quiera acordaron él y Mami darme llave de la casa.

En las décadas siguientes, solo viví peligro real cuatro veces. No es mucho. Una vez por cada once años, en promedio. En cada una de esas ocasiones logré poner distancia entre yo y la situación. Aprendí a defenderme, como Papá me había rogado, pero nunca tuve que poner en práctica lo aprendido.

Cuando cumplí sesenta y uno escuche una canción de Alexia Chellum y por fin entendí lo que me habían dicho ya muchas veces en el estudio del zen: que el antídoto para el miedo es respirar. Chellum es británica de raíces chipriotas y mauricianas. Sublime poeta de la música, canta versos que invocan fuerzas secretas que debilitan las aprensiones.“Abundance is everywhere”, susurra en voz baja, casi canción de cuna.  La canción habla de la abundancia que nos rodea. La abundancia que hay en el verde y en el azul, en las abejas, en la brisa, en el sudor que dejamos en la cama, en los amigos y en la risa. Y nos exhorta a inhalar y exhalar toda esa abundancia.

So look around and feel it everywhere
It’s with the people and the love you get to share
Breathe it in
Breathe it out
Breathe it in
Breathe it out

 

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