Será otra cosa: Sobre el miedo ancestral al mar

Elementos dispares, chocando en el camino,

dejan un extraño,

nuevo regalo a tus pies. Di gracias.

Sommer Browning

Hacía un día lindo en la playa. Estaba sentada en el Balneario de Carolina tomando notas para futuras referencias. La pasada referencia es evidente. No estoy perdida en una playa que es un museo, como el narrador de Pietri. O eso pienso. La playa es un museo, como lo es una plaza, un centro comercial o cualquier lugar donde se reúna gente y haya alguien que, como yo, intente leer las maneras de habitar. “Leer las maneras de habitar” es otra forma, tal vez más contemporánea, de aludir a una vieja práctica de observación. Como decir: hacer etnografía. Eso implica que las notas en mi libretita estarán cargadas de todas mis opiniones anticipadas y apuntarán más a las formas en que mis prejuicios y yo vivimos un día extremadamente caluroso en un balneario del país. Tener conciencia de ello no garantiza el valor de los enunciados de esta columna. Es un viejo problema ético de la escritura, como de cualquier actividad intelectual centrada en la descripción de los otros. Puede pensarse que es un problema irresoluto. A mí me gusta humanizar la figura de la observadora. Hacerla evidente con todas sus contradicciones. Aquí soy/estoy interpretando lo que veo, llegando a conclusiones a partir de cualquier detalle que creo extraer de esa “realidad” a 95°F. El chiste es que no estoy perdida, como el narrador del cuento al que aludí, sino que parezco rarísima para la gente que, a mi alrededor, me observa tomar notas para futuras referencias. Incluso para mi hija. Ella se burla de mí como protesta. Puede hacerlo. Los otros me miran marcando mi estar fuera de lugar. Hago una composición del espacio. Mi mirada coloca a los bañistas en un mapa humano.

Quisiera ser la máquina copiadora-poeta de Sommer Browning, en la traducción de Guillermo Rebollo Gil, y deslizarme “con la misma facilidad en cada línea, hechizando lo cotidiano para hacerlo épico”. Hacer épico lo habitual es una gran empresa, sobre todo desde la vieja pose de antropóloga. Porque la narradora se fue de paseo, o porque es en las columnas, que no exigen un cuento y lo permiten todo, o casi todo, donde estas líneas caben sin miedo a ser. Después de todo podría escribir casi de cualquier cosa, incluso de un cantante popular como Chucho Avellanet, por ejemplo.

Es una suerte que aún tengamos playas públicas. Pasar un día frente al mar es una de las pocas diversiones gratuitas que ofrece el país. Claro, olvido los seis dólares del estacionamiento y el costo de los refrigerios. De todos los habitantes de la arena, confieso que me simpatizan las grandes familias con sus campamentos: carpas, mesas, bbq, neveritas, hamacas, ollas, calderos, sillas y radios. Me enternece la ardua preparación de esas familias que parece, para algunos, inadecuada para la playa. Me canso de tan solo pensar en el tiempo que han consumido en organizarse. Para mí, mientras más liviana se va a la playa, mejor. Y delibero si no es una apreciación de clase aquella conclusión sobre el ancestral miedo al mar que implica tanta parafernalia para un pasadía en la playa. Mi hija lo confirma:

–Si aquí la única inadecuada eres tú, incapaz de estar en la playa sin sombrilla.

No sé si les dije que hasta pagué por la instalación de una sombrilla de playa. Era la única manera de garantizar estar más de una hora bajo ese cíclope de fuego. Gracias a ella pudimos leer el reloj de sol de los cuerpos sobre la arena por mucho tiempo.

Mis padres eran de Comerío, un insignificante pueblo para muchos. Incluso, hay quien me ha preguntado si es un barrio de Bayamón. Para mi padre, el mar era peligroso. Había que tenerle respeto. Por su desconfianza, pocas veces nos llevaba a la playa. Prefería los ríos y los charcos. Así que ir a la playa con mis padres era un acontecimiento. Habrá siempre una hermana que me contradiga, que jure que soy una exagerada. La suerte es que ella no escribe. Como vivíamos en Bayamón, íbamos al Balneario Punta Salinas de Toa Baja. Éramos una de esas familias que hoy contemplo. Un cargamento infinito. Una preparación de días. Un llegar al límite de todas las paciencias. Y luego, la felicidad absoluta del mar, del agua sobre la piel, del castillo de arena.

Mientras apunto la evocación infantil en mi libretita, se aproxima una mujer religiosa. Se desviste cerca de nosotras. Lleva ahora un traje de baño negro de una pieza, como el mío. Nos pide que le cuidemos su ropa y se sumerge al mar. Sé que es religiosa porque la vimos antes con el grupo de la iglesia protestante. Al salir del agua, media hora después, nos explica, mientras se va vistiendo: “si me tengo que bañar en estos pantalones, no me baño”. La complicidad alegra. La connivencia ante el pequeño desafío a los hermanos de la iglesia y su prohibición del goce del cuerpo, nos hace feliz. Triunfantes, observamos la belleza de su cuerpo en libertad, de su sonrisa.

A nuestro lado, hay dos hermanas que traen a su hermanito a la playa. Le llevan por lo menos diez años. Juegan con él. Lo cuidan. Anda con ellas una chica que estudia para un examen final. Lo sé porque le pregunto. Es finales de julio; debe ser de la UPR.

Mientras intento escuchar la conversación de las hermanas, siento un golpe en las piernas. Me acaban de tirar una bola de arena mojada. Demás está decir que fue sin querer. Unos chamacos jugando, lanzaron el proyectil que cayó justo en mis muslos. Respondo con la mirada paralizadora, afina mi hija. Se excusan. Me alegra la disculpa. Me asegura un futuro en el que quiero vivir. Apunto esa conclusión feliz en mi libreta. Por una fracción de minuto, me satisface el porvenir. Esa reflexión, que hago ahora, es inoportuna en una etnografía.

Justo en ese momento, una mujer encinta acapara nuestra mirada. Anda con su compañero. Su cuerpo gravita con la felicidad de dos cuerpos unidos. Su bikini revela una barrigota inmensa. La diosa de la fertilidad monopoliza nuestro ángulo de visión. Ella se siente hermosa; lo explica el diminuto bikini que lleva. Otra pequeñez para la alegría, apunto. Otra razón para el porvenir, escribo. Ese cuerpo nos asegura la continuidad de la especie, concluyo. ¿Será ella la protagonista del poema épico?, me pregunto. Mis anotaciones se alejan años luz de las conclusiones sociológicas.

El sol, la arena, el campamento familiar, la ropa de la religiosa desvestida, las hermanas que llevan de paseo a su hermanito, la joven que estudia para el final, los adolescentes que me tiraron la arena, la mujer encinta y la alegría que me producen todos estos gestos corroboran la belleza de lo minúsculo, y me hacen guardar la pluma, cerrar la libreta, levantarme de la sillita, quitarme la bata y zambullirme en el agua. Y habré de concluir que los apuntes para futuras referencias también se fueron desbocados hacia donde con seguridad sabría que llegarían, al gran salado, tibio, profundo y ancestral mar.

¿Les dije que la libretita era impermeable?

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