Especial para En Rojo
Quiero agradecer al Lcdo. Hiram Sánchez por haberme invitado a conversar sobre este libro, Antonia, tu nombre es una historia, que pienso tan apremiante para la historia contemporánea de nuestro país.
No han importado los años que llevo escuchando esa canción radiográfica nuestra compuesta por Antonio Cabán Vale ‘El Topo’, Antonia, porque el título de este libro me ha resultado tan expresivo y estremecedor como si nunca antes lo hubiese escuchado. Todos estos días me he preguntado por qué, si estoy escuchando la canción desde que nací. Y creo que se debe a la significancia que asume ahora esa oración que en realidad es un verso. Antonia, tu nombre es una historia ya no es solo una promesa, no es la línea poética de aquella pieza que siempre habíamos cantado y escuchado con un pedazo contundente pero pequeñísimo, insuficiente, de historia. Ahora esa línea “Antonia, tu nombre es una historia”, se ha consumado. La historia de Antonia, aquella mártir de quien solo sabíamos que era estudiante de Educación y las circunstancias repulsivas, espeluznantes, en las que había sido asesinada por el Estado, por fin está escrita, investigada, documentada. Eso es una victoria, una evolución muy grande para la memoria de nuestro país aunque la mayoría de nuestros compatriotas no se entere aún.
Nos agreden y lanzan gases lacrimógenos sin discriminar entre nuestros niños, abuelas, mujeres embarazadas; arrestan a nuestros estudiantes masiva y aleatoriamente, para luego tener que aceptar que no saben siquiera por qué los arrestaban. Nos fabrican casos, nos encarcelan, nos amenazan e intimidan a ver si así evitan que salgamos a denunciar o a procurar la transformación del País. Eso es lo que nos hacen a quienes protestamos. A las personas vulnerables que no tienen cómo vindicar sus derechos, a esos el Estado simplemente los asesina o los hiere de gravedad, del mismo modo que asesinó a Antonia.
Antonia, tu nombre es una historia es un libro de género fronterizo. Se podría decir que es una historia verídica, una investigación, una biografía novelada, una memoria, una novela, y todas serían correctas.
Y aunque está claro que es la historia de Antonia Martínez Lagares, uno de nuestros varios asesinatos políticos sin esclarecer, también podría decirse que este es un libro de historia sobre la oposición al servicio militar obligatorio y la presencia del ROTC en la Universidad de Puerto Rico; sobre el activismo universitario de la nueva lucha por la independencia de Puerto Rico; sobre la excepcional e histórica impunidad del brazo de fuerza del Estado, la Policía de Puerto Rico. Todo esto sería correcto.
Una de las cosas que más llama la atención sobre esta investigación es su nivel de dificultad, solo sobrepasado por lo que sospecho fue una férrea voluntad de su autor, sumado a su vasto conocimiento jurídico, especialmente en los procedimientos criminales, lo que tuvo que facilitarle buen tramo de lo que a todas luces fue un campo de investigación minado. No es que sorprenda pero indigna sobremanera algo que el autor revela temprano en la lectura: y es que no existe expediente alguno sobre el asesinato de Antonia. Así como lo oyen. A mí no me puede sorprender porque ya conozco esta vieja tradición que se extiende desde la Policía hasta el Departamento de Justicia y las estructuras federales de ley y orden y deliberación de la justicia. No es nuevo que el expediente de un asesinato político desaparezca, así como han desaparecido en distintas instancias los expedientes de Carlos Muñiz Varela y Santiago Mari Pesquera, también asesinados políticos. Ya entrados incluso los años 2000, una fiscal asignada al caso ha tenido que hacer labor cuasi arqueológica para encontrar el expediente de Mari Pesquera, que luego halló enterrado literalmente bajo polvo y basura, en los sótanos del Departamento de Justicia. Así mismo nunca aparecieron las carpetas de Muñiz Varela y de mi hermano, Santiago Mari Pesquera. ¿O es casualidad que el hijo asesinado es el único de los hijos de Juan Mari Brás cuya carpeta nunca apareció?
La ausencia del expediente de Antonia es otro signo de una mentira mucho mayor, del gran fracaso democrático de nuestro país, de la caída de una cínica puesta en escena que prevaleció hasta hace muy poco, engañando a generaciones no solo de puertorriqueños y puertorriqueñas sino de caribeños y latinoamericanos, que creyeron la mentira perversa de que los democráticos, civilizados y bendecidos éramos nosotros y los demás eran los que tenían represión, dictaduras y un desprecio absoluto por las libertades y la vida democrática.
Pues resulta que todos esos países que vivieron bajo dictaduras (reales o ficticias) hoy día no solo tienen sistemas mucho más democráticos que el nuestro (lo cual no es mucho decir) sino que tienen una memoria colectiva viva, latente. República Dominicana, Cuba, Argentina, Uruguay, Chile, Paraguay, todos los días de sus vidas recuerdan y repasan las calamidades, las desapariciones, las ejecuciones, la represión, todo lo acontecido allí. Si bien en el Cono Sur, por ejemplo, hay instituciones que impulsan políticas del olvido y la reconciliación, muchas otras promueven una ética cotidiana de la memoria, y esta ha quedado expuesta, y los jóvenes y cualquiera que visite el país, en unos más que en otros, saben lo que aconteció allí. Y no son democracias perfectas porque el capitalismo salvaje no permite la vida democrática pero la gente sabe y ese saber se transmite a las nuevas generaciones, que todavía están buscándose en algunos casos con sus familiares biológicos. Aquí, lo he vivido, usted entra a una clase de historia a nivel graduado en la Universidad de Puerto Rico y la mayoría de los jóvenes no sabe quién fue Antonia Martínez Lagares ni Carlos Muñiz Varela ni Santiago Mari Pesquera ni Luis Ángel Charbonier ni Ángel Rodríguez Cristóbal ni Orlando Canales. Los que más conocen, tal vez hayan escuchado algo de Carlos Soto Arriví, de Arnaldo Darío Rosado y de Filiberto Ojeda Ríos, todos asesinados políticos nuestros, pero solo porque una pequeña resistencia política y cultural se empeña en nombrarlos y recordarlos.
Estos países con historias abiertamente fascistas, gobiernos militares impuestos por dictaduras, tenían en común estar conscientes de lo que esos gobiernos tenían la potestad de hacer. El hermetismo, la imposibilidad democrática en aquellos contextos sugería la violencia extrema de todo cuanto podía ocurrir y en efecto ocurría, bajo el desamparo político casi absoluto.
¿Pero qué hacemos los que vivimos esto, a nuestra escala, en un país de libertades individuales? Nosotros éramos los que, según la leyenda, respetábamos la democracia. Y aquí estamos hoy. Si el asesinato de Antonia hubiese sido un caso aislado, de un policía violento, una “manzana podrida” como gustan llamarles sus propios jefes para lavarse las manos y eludir responsabilidades, en primer lugar no se hubiese encubierto al verdadero culpable y acusado a un chivo expiatorio que todos sabían saldría exculpado por razones obvias: porque era inocente y tendría evidencia para probarlo. Y aquí tengo que hacer la salvedad de que el Comité Por la Verdad y la Justicia, creado para finales de los noventa, principios de los años 2000, ya entonces denunciaba el caso de Antonia como un encubrimiento y al acusado como el chivo expiatorio que fue, por eso figuraba entre los casos de asesinatos no esclarecidos que ese grupo ciudadano promovía aunque con muy poca información, en efecto.
Si el asesinato de Antonia hubiese sido un caso aislado tampoco se habría desaparecido ese expediente de forma tan poco misteriosa. Ni hubiesen desaparecido estos otros tantos expedientes, ni existiría esta lista de 9 asesinados políticos solo en los últimos 50 años y cuyos casos todavía no han visto el día de su justicia, incluyendo a Filiberto Ojeda Ríos. Sabemos que todo esto ocurre porque la represión ha sido sistémica y en muchos casos ha tenido el control y liderato del poder imperial y la condescendencia y servicio del colonial.
Por todo esto, para mí, lo más emotivo y trascendental de este libro es el trabajo de rescatar la memoria aniquilada, literalmente desaparecida, echada al zafacón, al olvido, por la oficialidad. Desde ese vacío que significa la muerte, reconstruir nuestra memoria como un proyecto político por la vida, por la justicia, por la libertad me parece un acto de amor profundo y también de gran sedición.
Sorprende la voz cándida que ni la abogacía ni los años ni el trabajo con el gobierno ni la carrera como juez parecen haber podido suprimir. Si bien la investigación está sustentada en un sólido entendimiento de los pormenores legales que forman una buena parte de la investigación, por largos pasajes, da la sensación de que es el joven Hiram Sánchez, aquel espigado estudiante amigo de Toñita Martínez Lagares, pupilo en la calle Borinqueña de Santa Rita, quien escribe. Hiram Sánchez demuestra en este libro que los abogados pueden escribir sin clichés, sin enredos, tecnicismos ni rimbombancia. Aunque obviamente existen grandes escritores y escritoras abogadas en nuestra historia, son más los casos en que el talento literario no sobrevive la educación y posterior profesión legal. Pienso que la escritura de Sánchez sobrevivió al abogado, al asesor de gobierno y al juez. Esa virtud no se encuentra exclusivamente en su estilo literario natural y sin pretensiones. Hay dos elementos aún más valiosos, me parece, y estos son el ritmo y la ternura apacible, libre de cursilería, de cualquier adorno excesivo incluso, con que ha podido contar esta historia. Como historia trágica, su nivel dramático es elevado y complejo. Pero nunca se acerca al melodrama, algo muy difícil en el desarrollo de una historia como esta. Tiene incluso momentos ligeros, c0n comentarios cómicos, paradójicos y curiosos. Sin pretender hacer un ‘spoiler’, no puedo pasar inadvertidas las referencias a personajes muy disímiles que figuran en esta historia: desde los discursos patrióticos legendarios del líder fupista Florencio Merced Rosa, hasta el gran Noel Colón Martínez, quien durante años, con gran sentido jurídico e histórico, guardó el producto de su propia investigación del caso de Antonia de la época y que ahora fue trascendental para que este libro pudiera escribirse. Pero esas menciones jamás serán bizarras, como pueden resultar las del Amolao de Cataño y -mejor todavía- los fundadores del Conjunto Quisqueya, quienes me pregunto si a raíz de este suceso se habrán hecho independentistas…. Necesito saber para incluirlos de inmediato en la lista de artistas consecuentes de la tarima del Festival de Claridad.
Todo esto se cuenta en un tono dulce y sencillo, distendido en la recreación del momento histórico, riguroso en la investigación y la búsqueda de la verdad. Pero es una escritura completamente dispuesta al servicio de la historia de Antonia y su escenario político, algo realmente poco común en el género testimonial y en la memoria, en los que el sentido o la presencia del yo puede muy fácilmente cooptar la narración. De hecho, tan al servicio de la historia está, que una se queda con las ganas de saber cómo fue exactamente que el joven Hiram pasó de ser un muchacho estadista de Yauco, a uno independentista que militaba contra el ROTC y la guerra de Vietnam.
Todo el que me ha hablado de este libro me ha dicho que lo leyó de un tirón, que lloró profusamente y que al final se quedó con las ganas de más. Todas son señales asociadas a los buenos libros. Sí, es una historia cosida con una sensibilidad literaria que raya en la mesura emotiva pero que, creo, resulta en un ejercicio de desprendimiento muy efectivo porque da la sensación de que la emoción emana de la historia misma, de la vida joven e intensa de Antonia, de sus amores y sus opresiones: la mudanza temprana en su vida a Estados Unidos buscando sus padres una mejor vida; la niña vulnerable a la agresión sexual, el regreso a la patria como protección, la separación de su madre y luego de su hermana y confidente, la disciplina académica, la llegada a un hospedaje de San Juan y a la vorágine universitaria con el sueño de ser maestra de español, la ilusión de un amor a distancia, la belleza y complicidad de ella y su hermana creciendo junto a nuevas amistades entre escenarios de represión, de luchas, victorias y frustraciones colectivas y ese desenlace monstruoso que todavía hoy nos explota en la cara.
Lo más espeluznante para mí siempre es cómo, después de la calamidad, después del desastre, del caos, de la muerte, todo continúa como si nada hubiese pasado. El inevitable regreso a una supuesta normalidad siempre ha sido motivo de pavor, de angustia y reflexión para mí. Un día ocurre algo casi apocalíptico, algo que, al menos para ti, cambia la composición del mundo, y al otro día te levantas al mismo sonido de fondo de todas las mañanas, te vas a hacer café y a leer las noticias. El asesinato de Antonia tuvo unas repercusiones extremas en el movimiento independentista de entonces. Eso es posterior al asesinato, por lo que no se aborda en el libro, tampoco era su intención. Pero el país, 49 años después, no parece recordar –que no es otra cosa que volver a pasar por el corazón– esta desgracia.
Por eso quiero detenerme nuevamente en la memoria, que en última instancia es la mayor aportación de esta investigación.
El rescate de esta memoria es oportuno porque la represión, el abuso de fuerza y de poder del Estado, su sentido de impunidad, no son características exclusivas del Puerto Rico álgido de los años setenta. Si la historia fuera progresiva, las calamidades quedarían siempre en el pasado y entonces no habría tanta necesidad de rescatar la memoria. Pero el Puerto Rico de hoy es distinto pero no tanto del País donde un representante del Estado asesinó a Antonia. Hoy no nos matan literalmente en medio de una protesta pero nuestro último asesinado político fue muy reciente: Filiberto Ojeda Ríos, 2005, asesinado por el gobierno de Estados Unidos.
Aquí, hoy, en la colonia, hombres sin identificar arrestan a nuestros jóvenes por ejercicios de expresión. Los meten en un vehículo no identificado como si los secuestraran. Nos agreden y lanzan gases lacrimógenos sin discriminar entre nuestros niños, abuelas, mujeres embarazadas; arrestan a nuestros estudiantes masiva y aleatoriamente, para luego tener que aceptar que no saben siquiera por qué los arrestaban. Nos fabrican casos, nos encarcelan, nos amenazan e intimidan a ver si así evitan que salgamos a denunciar o a procurar la transformación del País. Eso es lo que nos hacen a quienes protestamos. A las personas vulnerables que no tienen cómo vindicar sus derechos, a esos el Estado simplemente los asesina o los hiere de gravedad, del mismo modo que asesinó a Antonia. Así, sin contemplaciones, un tiro y se resuelve el malestar que pueda provocar un paciente de salud mental, un joven agobiado por una enfermedad crónica, una persona sin hogar que lucha por un espacio en la calle, un joven negro y pobre a quien el País ha ignorado y privado de oportunidades durante toda su vida. Y eso también es represión. Los números están ahí, luchamos para obtenerlos, los analizamos, llevamos nosotros también nuestra propia y tortuosa contabilidad, recogemos el testimonio de las víctimas y sus seres cercanos. El Estado ya no nos mata en las protestas porque están frente a miles de cámaras. Pero nos sigue matando allí donde nadie los graba, y nos mata por anormales, por diferentes, por pobres, por desafiantes, por molestosos, por enfermos.
Dice Braunstein en su libro Memoria y espantoque “la memoria es previa. Es fundadora del ser”. Y también dice que “la vida es una novela, la nuestra, la suya, la que contamos y que cuentan los pacientes, sesión tras sesión, en su psicoanálisis, la que se escribe en diarios, agendas y autobiografías. En el texto de esa novela hay siempre algún mito fundador, una pre- historia ancestral, un relato del génesis que el sujeto no puede recordar porque le viene de los labios de otros. Sobre el mito originario y sobre las huellas de experiencias innominadas se levanta la choza o el palacio de la memoria en el que alternan oscuras cavernas y salones a media luz. Debe haber, además, un acontecimiento primero, basal, que sirva de ancla para comenzar el relato de las peripecias de una existencia y de un exilio vitalicio, un exilio en el país de la memoria”.
Este libro es también a su manera un homenaje a esos “mitos fundadores”, a esas voces ancestrales que en su momento nos anticiparon la historia de Antonia relatándonos todo lo que aconteció antes, como preámbulo del 4 de marzo de 1970. También a esas voces que el día siguiente, 5 de marzo de 1970, despertaron a tomar café pero nunca olvidaron, ni cedieron, ni se desentendieron. Ni psicológica ni discursivamente; y continuaron denunciándolo, volviendo a pasar por el corazón, buscando respuestas a lo largo de sus vidas.
Por eso quiero terminar con unas palabras que pronunció mi padre, Juan Mari Brás, en el momento en que enterró a su hijo Chagui, porque sé que fueron inspiradas por todos los mártires de esta patria que ya entonces habían caído, y muy especialmente por Antonia: “Y nuestro único compromiso es transformar el martirologio en heroísmo. No es la venganza lo que puede animar los corazones de seres tan hondamente heridos, que no podrían satisfacerse con un sentimiento banal, pequeño y mezquino como ese. Solo cuando transformemos ese martirio en heroísmo, el pueblo entero, el pueblo amado de Puerto Rico por el que cayó Chagui, por el que han caído todos en esta jornada más que centenaria, levantará a los cielos el monumento de una Patria nueva, de una Patria hermosa, de una Patria donde no puedan darse jamás crímenes como éste”.
Este texto sirvió como presentación del libro Antonia, tu nombre es una historia, de Hiram Sánchez, el 16 de marzo de 2019 en la Librería Norberto González en Plaza Las Américas.