Bananas amarillas por fuera y verdes por dentro

 

Especial para En Rojo

Salí antes de las ocho de la mañana al supermercado que llaman SuperMax, nombre rimbombante que es más ruido que avellanas frescas. Hoy me propongo hornear un pan de banano o de guineos maduros como decimos en Borikén, nombre originario de la isla de Puerto Rico. Los ingredientes son: tres guineos maduros, harina, huevos, aceite de oliva, almendras rebanadas, polvo de hornear y no sé qué más.

Me llevo una bolsa grande de tela del museo metropolitano de Nueva York, pequeña por fuera pero que se expande por dentro como un saco de ñames. Estoy prevenido con las bolsas porque siempre que paso por el estante de libros callejeros de la calle Loíza. Encuentro libros interesantes que la gente ya no quiere en su casa. Ya es mi costumbre llenar la bolsa de libros antes de llegar a SuperMax. Eso me pasa siempre. Es una librería libre al sol y al sereno. En ella he encontrado cuatro volúmenes de las Obras Completas de José Ortega y Gasset, La Ideología Alemana de Carlos Marx y Federico Engels, El país de cuatro pisos de José Luis González y El mercado de culpas de mi amigo Héctor Meléndez.

Esta callejería de libros me ha dado un buen arsenal de novelas de autores puertorriqueños como Enrique Laguerre, Manuel Alonso, Manuel Zeno Gandía, René Marqués, Rosarito Ferré, Marta Aponte, entre muchos otros. En la librería libre siempre hay oportunidad de encontrar el buen teatro de Luis Rafael Sánchez, Manuel Méndez Ballester y Francisco Arriví. La poesía por lo general es callejera y libre. He echado en mis bolsillos poemarios de Luis Palés Matos, José de Diego, José Luis Vega, Julia de Burgos. Ellos son algunos tesoros que he expropiado de la librería huérfana de la calle Loíza.

En Libros Libres es sorprendente la cantidad de textos en inglés que superan por mucho la colección gratuita de libros en español. Para un extranjero turista, la primera impresión, al pasar por este promontorio, es que en Puerto Rico no se lee en español. Yo he visto a turistas tirando los libros en español con desdén como si fueran los libros nativos estorbos para la colección extranera de libros en inglés. En una ocasión vi a uno de ellos tirar El Gíbaro de Manuel Alonso, igual como se tira al zafacón el papel higiénico. Le expresé mi disgusto porque me sentí ofendido. Tenemos que defender a nuestros autores a toda costa.

Yo también hago mi parte aumentando la colección de lecturas en esta biblioteca calleja donde abundan libros babilónicos de autoayuda. Y para ser recíproco, me he desprendido de muchos libros que en alguna ocasión me arrancaron el alma. Pienso que lo que me pertenece a mí es la lectura de ellos, no los libros en sí, que van y vienen.

La rutina que acostumbro hacer, desde mi regreso a la isla en noviembre del 2020, no la interrumpo por nada. Eso incluye ir de compras a SuperMax. Mi ruta está clara, hago dos paradas y camino como Dios manda con ropas de los trópicos, sombrero de panamá y zapatos de cuero inglés. Soy feliz figurando mi persona lo más elegante y caribeña posible. Me sorprende que los paisanos ya no visten con ropas ligeras tropicales. Los cuerpos en general ya no se visten con distinción. La ropa es más pesada, oscura, de invierno, de zapatillas y camisetas deportivas. Me impacta y es difícil de asimilar como los vestidos caribeños, frescos y elegantes, están en desuso en Puerto Rico.

La vestimenta urbana es casi idéntica a un tablero de ajedrez. En los estantes de ropa a la venta no hay piezas de algodón, lino, guayaberas ni sombreros de Panamá. No se ven zapatos de cuero. Aquí se ha declarado la muerte al estilo de vestir y calzar de nuestros abuelos y padres. Yo hago de museo con dos piernas cuando pienso en la Fina Estampa de mi padre como le cantó a su padre Chabuca Granda .

En cuanto a las buenas costumbres, no me olvido de darles los buenos días a los paseantes que me encuentro en mi salida ordinaria al supermercado. “Buenos días señora o señor”. Mi saludo es siempre diáfano e intenta regalar una sonrisa . armoniosa. Los vecinos del barrio Machuchal de Santurce son recíprocos con mis saludos de buenos días o buenas tardes. Pero los turistas y los trabajadores gringos de la Florida, o los trabajadores de LUMA, (Es la sigla de una compañía americana que administra el servicio eléctrico en la isla) ni se enteran cuando les doy unos buenos días en español. Les digo a veces, “Good Morning” pero de ningún modo me responden. No sé, a lo mejor carecen de afectos.

Hay un pordiosero que se la pasa pidiendo pesetas en el semáforo de la Calle Loíza y la Avenida de Diego. Se ve muy mal de salud. Tiene unos treinta años más o menos. Se planta en el cruce a probar la fortuna para comprar un café con pan o una coca cola. No lleva zapatos y camina muy pastoso como si hoy fuera su último día en este mundo cruel pero aún, debo decir, tiene voluntad para extender sus manos que desafían la compasión de los transeúntes. Diariamente, la palma de su mano está abierta a cualquier depósito. El mendigo super urbano es un gestor de limosnas que se planta en un espacio de cruce de calles rodeado de grafitis, se la juega contemplando murales gigantes sin sentidos. El gestor menesteroso es un protagonista consciente que se instala en la encrucijada discapacitado, equipado con celulares y potes para recolectar limosnas. Fuera más dignos que vendieran agua o bombones como hacen los pobres de la tierra. Pero, en Puerto Rico no es así, los gestores públicos de la calle son más orgullosos y detestan insertarse en la economía subterránea. De manera que son un lumpen proletariado desplazado por la cadena de producción como dirían los marxistas clásicos. Sin embargo, los gestores limosneros boricuas son muy agresivos y protestones si no le colaboras, es decir, que no están desprovistos de su conciencia de clase, que no lo han perdido todo, les queda remordimiento.

Es posible que no se sientan marginados ellos mismos y exigen su espacio social y sus benefactores. Los pordioseros de la capital conocen esa concepción de Hobbes del ser humano basada en que “el hombre es lobo del hombre”. Mientras haya cooperación y empoderamiento, los gestores de las encrucijadas serán considerados unos altruistas por investigadores salubristas y las ONG aliadas a los neoliberales salvajes. Durante el reinado de Luis Bonaparte, los bonapartistas definieron de La Boheme a la masa de lumpen, “difusa y errante”.

He tenido unos leves encuentros con el limosnero apostado en la calle Loíza. Lleva el pelo largo y su barba rubia la tiene descuidada. No sé su nombre, no tiene buen aspecto pero conserva unos rasgos físicos que me inducen a pensar que fue una persona atlética, elegante y empoderada como se dice hoy. En mis caminatas acostumbro a desearle buenos días y si tengo un peso en el bolsillo se lo doy sin miramientos. La gente y los conductores le sacan el cuerpo al desdichado boricua que ciertamente da pena. Un pensamiento de compasión surge de inmediato solo con mirar el rostro de este señor anónimo que no se esconde para pedir ni de actuar de pícaro. Pienso que fue una persona grande y feliz antes de estar desposeído de bienes. Lo he observado bien. Creo que tuvo algo importante en su vida que amó pero que ahora no tiene significado alguno para él. Pero mientras tenga vida será una persona digna. Le pasé por el lado y estaba sentado en la acera con sus pies en la calle esperando que lo atropelle un no sé qué, sin sentido. El destino le da igual bueno o malo. Con temor a equivocarme, deduzco que ya no le quedan palabras que expresen acercamientos culturales con indiscretos como yo. Solo sabe decir repetidamente “dame algo para un café” y punto.

Observo que la luz del día lo inquieta, lo ciega, lo pone de mal humor. No ve ni distingue a la gente solo se retuerce para pedir de un lado al otro de la calle. Ya no tiene ningún aplomo y hasta para extender la mano se desgarra de dolor. Ya no tiene canciones, ya no respira el aire de la belleza y la poesía. Ya ni el miedo le estremece. No sabe de la pandemia, ni lleva mascarilla y nadie se atreverá a reprenderlo. Me pregunto quién necesita a un vagabundo para convertirlo en ciudadano sano de puertas abiertas donde quiera que vaya. Se sienta en la acera a esperar una limosna sin gritos, sin prisas, sin lamentos; el tiempo no existe en sus ojos.

En estas sus circunstancias diarias, encontré al limosnero cuando salí del supermercado. Cuando me alejé unos pasos de él recordé que aunque no tenía dinero, sí que le podía ofrecerle un guineo maduro que llevaba en la bolsa para hacer el pan de guineo. Lo siguiente que hice fue acercarme a él y le dije, “Señor quieres un guineo maduro”. Él extendió su mano piadosa y de inmediato separé un guineo de los otros dos y se lo puse en sus manos vacías. No intercambiamos una sola palabra. Todo fue muy mecánico, no hubo gestos entre él y yo. Él no se levantó, yo no me detuve. Esa ofrenda de la banana fue un acto muy seco, su rostro estaba pálido, su mente estaba ausente y me quedé en el acecho esperando por un humilde agradecimiento. Pensé, en un acto reflejo, que era un extranjero mercenario perdido en la selva tropical como aquel personaje estrafalario y cínico del cuento Mr. Taylor del guatemalteco Augusto Monterroso.

Hablando de cínicos, este hombre de la calle vive sin pudor, sin importarle el qué dirán. Le importa un comino lo que yo piense de él. Vive en contra de la cultura de consumo y de paso me sitúa como un burgués ordinario. Lo único evidente es que somos dos extraños, tal cual. Pensará para sí mismo que yo no aporto nada a su vida, sigue tu camino. Visto así, se convierte en un cínico de la calle que ha perdido toda vergüenza como los cínicos antiguos en virtud del cual unían su filosofía cínica a la vida de los perros. Los filósofos de la calle viven una auténtica autarquía, no dependen de nadie para masturbarse o hacer sus necesidades en las avenidas de la ciudad. Este señor no puede vivir de la mentira sino que vive atacando, refunfuñando y limosneando a su modo. Es diferente porque no duda de su conducta muy suya mientras que no desea rehabilitar nada, no alude a referentes, ni a valores patrióticos, ni mucho menos intenta hacer público teorías de luchas de clase y racistas. Es decir, que le vale un huevo nuestra crisis impúdica y corrupta. Sin embargo, pienso que su perfil urbano tiene méritos ocultos. Su testimonio es un muro de Berlín. Además, imagino este tipo de mercenario titulado como Tercio de Flandes. Su vena de pendenciero urbano es de ruptura diaria contra la cultura corporativa. Además, a su manera, pública su repudio a la inmoralidad de nuestra clase política estafadora.

Hay nuevos Diógenes en Santurce, en el barrio Machuchal y más allá de la ciudad amurallada que nos machacan la servidumbre al mundo neoliberal. El cínico de la calle Loíza no tiene atajos ni tiene agendas que represente su verdad ni reclama la salud que debe echar de menos. Sin duda alguna, lleva el entusiasmo de vivir sin la actitud de prolongarla como un canino sato abandonado en la ciudad capital. Su aullido de perro sarnoso, entiendo yo, es una denuncia a mi estilo de vida, mi cultura de poder y de placeres modernos. Me desprendí de un guineo burgués pero el cínico de la calle Loíza, probablemente, se ha desprendido de sus sueños, de su riqueza, de sus placeres y de su autoridad.

Como Mr. Taylor, este desarraigado puertorriqueño lleva una vida de perros. El desdeñoso de mi barrio me sirve para reflexionar por dónde anida la isla indagando la libertad, mejorando la salud mental y física, practicando la misericordia, la empatía o validando la razón. Cuando le entregué la fruta sentí que su vida hervía, sus ojos me dieron un sin sentido de rabia y de vaga esperanza. Al parecer, el desgaste humano es tal que hasta la generosidad se convierte en un cáliz maldito que lo aparta de cualquier mirada que tenga brillo, diálogo y patria. Me aparté de él. Seguí mi camino de regreso a mi casa pensando que aún se movía, que tenía boca para comer y pensé que en él se conservaba algo vivo que yo no sabía apreciar.

Y de repente como si pasaran miles años, escuché una voz desgarradora y amenazante que salía del vagabundo que me gritaba: “Hijo de la gran puta el guineo está verde”. “Hijo de la gran puta el guineo está verde”. Miré hacia atrás de soslayo cuando justo ahí, le vi arrojar el guineo contra la carretera. Aprendí hace muchos años que el hambre vence al hambre pero debo reconocer que este dicho no se aplicaba a este “puntual performance urbano». Parece que comer una fruta amarilla no es tan fácil. Yo les juro a ustedes que daba por maduro el guineo amarillo que acababa de comprar como la materia prima del pan de guineo. Bueno pues, le regalé uno al pordiosero con la buena intención de mi parte. Debe ser que, no todas las frutas amarillas están listas para ser consumidas. Asumimos hace mucho tiempo en la isla que lo amarillo es fruta apetecible y que es un color afortunado. Nada más equivocado. No todo lo que brilla es oro. Es una falacia de mercado que influyen en nosotros al consumo sin pudor alguno. El mercado nos hace creer que los frutos amarillos estan ablandados, que son fáciles degustaciones.

Desde hace siglos, sabemos que el color amarillo era una representación de enfermedades, el paludismo y las epidemias. Era el color de las brujas y de alquimistas. Había leyendas oscuras de lobos feroces con una fila de colmillos en cuyo un hocico colérico despedían abundantes espumas amarillas en el suelo. Además, contamos con historias de demonios medievales con ojos amarillos para morirse de miedo. En nuestra isla lo amarillo es chinita. Le decimos a la naranja chinas. Aquí también, el pelo amarillo en la mujer es la perdición del negro según el refranero puertorriqueño. Recuerdo de niño que en mi barriada, en las madrugadas de chubascos repentinos, aparecían unas tortas amarillas gigantescas que se adosaban como hongos a las rocas que nadie osaba tocar porque la leyenda decía que se había cagado una bruja. Es decir, que hasta la mierda desconocida se aparecia de color amarilla. también, sabemos que el amarillo es un color narcisista, aparte de representar la amistad y la belleza. Helena de Troya fue una bermeja portentosa que causó la guerra más brutal de la antigüedad descrita en La Iliada de Homero. A finales del siglo XIX, la prensa amarilla americana azotó los caballos de la Guerra Hispanoamericana en 1898 con serias implicaciones que nos llegan a nuestro país hasta hoy día.

Es decir, la simbología del color amarillo antagoniza con la belleza y con la historia de sangre de la humanidad. El final trágico de Marilyn Monroe fue elevado a un hermoso canto poético del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. De modo que, es ficticio que la materia amarilla sea equivalente a maduro, que además sea equiparable al sentimiento de fraternidad, belleza y profanación. Lo amarillo ha sido enquistado a muchos temas del imaginario cotidiano. Las bananas que se importan en Puerto Rico son una falacia, son un fracaso y nos dividen. En fin, que yo las daba por maduras y hechas ya para que el pordiosero se la comiera a gusto en el badén de la acera. Estoy convencido que las falacias nos hacen vulnerables en el mercado de la oferta y demanda.

Las frutas que compré en el supermercado, las traen de países muy distantes de Puerto Rico. Estas frutas demoran meses almacenadas en las embarcaciones. De los cargueros pasan al puerto donde las cáscaras se tornan amarillas por el descongelamiento pero la pulpa permanece dura. Las bananas amarillentas son trasladadas a frigoríficos para evitar que oscurezca la cáscara. Finalmente, en los estantes de los supermercados vuelve a descongelarse quedando las bananas amarillas por fuera y verdes por dentro.

De verdad que es repugnante comerse un fruto verde vendido como maduro. Y así, sin más, son comprados por los consumidores ingenuos. Las empresas de alimentos de importación nos engañan. Nos timan con los bonitos colores amarillos y rojos de las frutas que nos vienen añejas de California, Latinoamérica y de Asia. Si expandimos esta representación, podemos decir que los puertorriqueños no están hechos, que no están maduros, sus vidas corren a medio camino, a medio hacer. Es decir, que se desconoce a qué sabe nuestra vida completa cuando nos llegan los alimentos medio hechos porque se consumen en un punto de deshielo. Nuestra vida se malogra en confianza ciega a los frutos importados con implicaciones en nuestra salud. En nuestro trópico los frutos sembrados se tiran, se ignoran. No tenemos el coraje de recogerlos y de probarlos con provecho para nuestro bienestar.

Yo quedé muy mal con cínico de la calle. Mi acto de generosidad no tuvo frutos, rebotó en mi conciencia. Él rechazo que me hizo fue justificable por muchas razones. Ya ustedes se podrán imaginar, no hay más que agregar. Lo verde y amargo no sabe bien aunque se tenga una mordida de hambre trasnochada. El indigente se sintió estafado por mí. Y de ahí fue que salió ese grito espectral: “Hijo de puta el guineo está verde”. Le salió del alma sin pelos en la lengua, me desgañitaba una blasfemia vengativa de hipócritas dádivas que ocurren en la calle. Entonces, no me quedaba otra que apresurar el paso, doblé por la calle lateral que hace esquina con el restaurante Bebo, siempre a tope de clientes que entran hambrientos y salen como barriles de tocino. Seguí alejándome hasta el punto de lograr esquivarme de los berrinches profanos del cínico más irreverente de la calle Loíza. Me interné en la calle San Jorge. Pasando por la iglesia me persigno y le ruego misericordia al patrón del barrio. A la postre, me sentí más aliviado cuando desaparecieron las furias maléficas que me condenaron a los infiernos.

 

Sábado, 4 de septiembre del 2021

 

 

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