De la lectura

Y al igual que en un sueño no es posible

darle alcance a aquel que va huyendo:

justamente ni huir el uno puede

ni el otro, tampoco, darle alcance,

así ni con sus pies le alcanzó Aquiles

ni tampoco logró Héctor zafarse.

(La Ilíada: XXII, 199-202)

Hace unas cuantas semanas, como tantas otras veces, conversaba con mis estudiantes en Río Piedras sobre la célebre frase de Italo Calvino según la cual “clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. La transparencia de la frase es engañosa: ¿cuál es el acepción de ese “tener”? ¿Denota una posesión, lo que supondría que clásico es el libro que no revela del todo lo que contiene o guarda como cosa cumplida? ¿O ese “tiene” remite más bien a la forma de un deber, lo que equivaldría a afirmar que clásico es el libro que nunca cumple cabalmente con su cometido? La distinción no es ociosa: ella apunta a nociones antagónicas de lo literario, de la educación y de la cultura. Afirmar que un libro encierra un sentido único y discernible equivale a proclamar la autoridad de quien asegura comprenderlo; decir que un libro jamás otorga la totalidad de sus dones es salvar siquiera la posibilidad de que éste le depare a cada cual su dosis de sorpresa. Esta posibilidad remite al ámbito de la libertad, con la carga de inciertos deberes que ella implica; aquélla, al orden del dogma, para el cual la letra transparenta un carácter apodíctico que sólo unos pocos iniciados logran percibir.

Quien se gloría de comprender la clave que supuestamente encierra determinado libro no vindica sino su orgulloso privilegio de casta. Otra es la actitud de quien se acerca a un libro con la intención de procurar que la riqueza insospechada del mismo permee su docta ignorancia. Docta ignorancia porque jamás nos acercamos a un libro con las manos vacías. Para leer es preciso haber leído, aunque se trate del encuentro con nuestro primer libro. La lectura comienza en el momento que intuimos el contraste entre vocales y consonantes, que comenzamos a transitar por las rutas y los atrechos de ese laberinto en constante fase de expansión y remodelación que es una lengua. Nacemos a la lectura (y a la escritura) cuando la tiranía de una ley cuya existencia precede a la nuestra nos dicta que tal enigma se llama mamá, y tal otro papá. Quien dice mamá por vez primera identifica la piedra filosofal de un orden conjetural al que sólo se accede poco a poco, como un cuerpo que se adentra en la espesura del mar, sintiendo la fuerza sin par de su atracción, resistencia y rechazo. Si la lengua fuera un ámbito regido por leyes unívocas, cualquiera de sus eslabones debería llevarnos, por la ley rigurosa de su inmanencia, a la totalidad de la cadena significativa, como sucedía con aquellos lenguajes utópicos que Borges evocara en su magnífico ensayo “El idioma analítico de John Wilkins.” Sin embargo, quien dice mamá primero ha dicho ma y seguramente dirá mami, anunciando tan sólo un par de posibles desvíos en una ruta cambiante.

“Como un camino en otoño: no bien se lo ha limpiado, se vuelve a cubrir de hojas secas”: así reza uno de los aforismos con el que Kafka acuñara una imagen eficaz de nuestra forma de estar en el lenguaje. Todo lenguaje es más o menos arbitrario, por lo que rebasa a cada paso las leyes de causalidad con que procuramos defendernos de la abundancia desbordante de lo real. El lenguaje es hipótesis, esto es, respuesta provisional a una interrogación que nunca se cancela del todo. Conocer un lenguaje no implica poseerlo, como el limpio vidrio de un vaso contiene la inmóvil frescura del agua, sino adivinar en sus giros sorpresivos la riqueza sin igual de lo inacabado, que constantemente procura una renovación de nuestra pobre percepción de lo que nos rodea. Quien llama pan al pan y vino al vino olvida que ese pan y ese vino son sólo momentos transitorios de una ecuación cuya clausura nos elude o rechaza. Quien afirma que goza del privilegio de poseer la clave recóndita de un libro proclama con ello la enormidad de su renuncia, del rechazo autocomplaciente de todo aquello que dicho libro ha reservado para otros.

Entre las palabras y renglones de un libro se abre paso un llamado indescifrable al que sin embargo podemos, y debemos, responder. El mito del artista que pacientemente elabora una obra secreta encuentra su envés en la figura del solitario personaje que, arrancado por un rato a los vaivenes y acarreos cotidianos, se sumerge en las aguas maternales de la lectura. Porque qué es leer sino saberse, por un periodo breve o alargado, rodeado de uno mismo, circunstancia que la lectura apasionada se encarga de transformar en encuentro multitudinario. “Pues yo he sido ya” –como dijera antaño Empédocles de Agrigento– “muchacho y muchacha, y un arbusto y un pájaro y un pez escamoso en el mar.” Leer es someterse voluntaria y gozosamente a los avatares de la matamorfosis incesante: al leer, yo es otro.

La mitología griega soñó los personajes de Tántalo, Sísifo y Midas, empeñados en la agónica tarea de atrapar un objeto que siempre se les hurtaba. Hambriento y sediento, Tántalo se hallaba en medio de un estanque cuyas aguas desaparecían cada vez que éste se disponía a beberlas. Sobre el desdichado personaje en el estanque había unos arbustos frutales cuyas ramas apartaba el viento cada vez que aquél intentaba gozar del sabor de sus frutos. Sísifo corrió análoga suerte: había sido condenado a hacer rodar hasta la cima de una colina una enorme roca que siempre bajaba rodando tan pronto como alcanzaba la cumbre. A Midas, por su parte, se le había otorgado el estorboso don de que todo lo que tocara se transformara en oro. Su riqueza fue también su desgracia, viéndose privado de llevar a la boca nada que no tuviera la contundencia áurea del metal. Tántalo, Sísifo y Midas son emblemas del lector excesivamente confiado en su capacidad o ambición de deducir el sentido exacto de lo que lee; Tántalo, Sísifo y Midas son emblemas –al mismo tiempo– del lector que incesantemente constata su incapacidad para deducir, de forma unívoca y definitiva, el sentido exacto de lo que lee. En el hiato entre esas dos afirmaciones, que aparentan ser mutuamente excluyentes, se explaya la labor inacabable del lector, que al fin y al cabo es un releer, una segunda mirada, una insistencia tenaz o obsecada que sin embargo no garantiza que se llegará, de una vez y por todas, a la meta.

En un libro ciertamente inagotable, Jorge Luis Borges señalaba que eso que llamamos literatura se renueva constantemente porque ni siquiera un solo libro permanece idéntico a sí mismo más allá del momento y del lugar en los que se lo lee. El libro, un libro cualquiera, no es una realidad abstracta ni aislada, desconectada de lo que lo rodea, sino fundamentalmente un comercio con el lector y su contexto. Para Borges, “el libro es una relación, es un eje de innumerables relaciones.” Cada libro es, nos guste o no, lo sepamos o no, el encuentro entre una serie de signos espaciados sobre una superficie y una manera singular, particular, de leer. Dicha experiencia es dialogable, compartible, conversable, pero no unívoca o definitiva. Nunca leemos el mismo libro.

El objeto de la lectura debería ser librar el acto de leer de la tiranía del objeto.

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