Estación a la deriva (VIII)

AHORA QUE SE ABREN LAS FRONTERAS y los ríos se desbordan por el mundo; ahora que los muros se rompen desde adentro y un temblor estremece los pilares de la tierra; ahora que todo está tan cerca y tan lejos como para no tocarlo; ahora que todo es una máscara sin rostro y que nada es de nadie, y que las palabras se pierden sin sonidos y las voces se disipan sin sus ecos; ahora que todo es del otro y de los otros; ahora que no hay sujetos discernibles sino sólo predicados revoloteando en el vacío, ¿qué resta? Pues los nombres, no más: las palabras. Pero acaso la pregunta sea otra: ¿hubo alguna vez algo más que las palabras? Decir que no implica un sí indudable, inescapable.

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LAS LLAMAS NO LO SABEN: son el fuego, / el fuego que arde y quema y no fatiga / su rostro indefinido. Nos intriga / por su calor antiguo. Yo me entrego / a su simplicidad con gesto ciego / pero algo se desborda: es la enemiga / corriente de agua. A golpes la fustiga / y se le va la vida en ese juego. / El fuego no se deja, el fuego sabe / que es nuevo y es eterno. Cuando acabe / se acabará la sal que llena al mundo / y en cada soledad, envuelta en hielo, / se perderá otro infierno y otro cielo / y otro sueño, acaso el más profundo.

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ESCRIBIR UN SONETO SOBRE EL FUEGO en Estocolmo es muy difícil. Hay un viento frío, terrible, que nos cala en los huesos y en el centro mismo de la soledad. La sangre añora el calor. La carne se muere de tristeza en ausencia de las llamas. La llama de cada día –la poesía– se siente perdida en este lado del mundo, y hasta el agua tiembla de miedo y de frío. El agua que nos recobra y nos devuelve teme hacerse hielo y no encontrar las rutas del regreso. No lanzo mensajes en botellas porque el agua endurecida rompe el vidrio, y los versos no me salen. No encuentro las palabras, el tono, la forma. Estoy perdido en algún lugar de este cuaderno, sobrevivo en él y nado entre sus páginas.

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QUE NO PASE UN DÍA sin que hayamos conocido tu misterio. Que cada instante te diga desde siempre. Que no pequemos sin ti ni exista contrición sin ti. Que blasfememos en tu nombre y en cada maldición te sintamos. Que no haya prisa en nuestros miembros cuando osen tocarte. Que no se acaben las preguntas que en la noche guardamos para ti. Que fatiguemos los caminos en tu busca y que cada sendero sea un encuentro y un extravío. Que seamos sin ti sólo para ti, y que en cada momento arda tu ausencia, y que así te añoremos desde el fondo mismo de tu inmenso vacío. Que nos pierdan los locos en la calle cada vez que preguntemos por tu morada. Que se borren los mapas y los nombres de los pueblos. Que cada señal sea lo inverso o lo otro y que nos lleve a ningún lado. Que te pierdas, al fin, que no aparezcas, para que cuando sintamos estar solos estemos verdaderamente solos, y lo sepamos y lo aceptemos sin reproches. Que la historia se borre. Que no hayas existido, y tu nombre sea nunca jamás. Que cada marca que pudiste dejar se borre, y sólo quede un sueño, una vaga imagen del alba que con la luz se esfume, y al final podamos despertar. Así sea.

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LOS DÍAS VAN MURIENDO de lado o bocarriba. El frío se los traga, la luz a medianoche de Estocolmo los esconde, y las calles, que falsamente los prometen, los ocultan. No hay nada que hacer. Si es cierto que a cada día corresponde su propio afán, pues nunca acabo. Si la noche no existe, sólo creeré por fe que hoy no es ayer, y que mañana nunca llegará porque sólo estaré en otro día extraño y semejante al de hoy. ¿Pero acaso lo sé? ¿Quién soy yo para saber qué día es éste? ¿Quién soy yo para morirme sin saber? Los días van muriendo arrodillados, de pie, haciendo sombra al filo de la luz, y las sombras se desbordan, y la luz nunca acaba, porque acaso los días así lo quieren y en el fondo se resisten a morir. No sé. ¿Quién soy yo para saber o no saber?

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UNA CASA DE CATORCE TABLAS donde quepan tantas preguntas que reviente. Un “ubi sunt” perpetuo que nos lleve a desechar toda respuesta. Un soneto, al fin, que nos ocupe por siempre, y que su forma proteica sea nuestra forma, para que en cada verso nos perdamos, para que en cada pausa preguntemos sin voz y sin aire, y así morirnos, sin haber encontrado dónde: ¿En dónde arde mi voz desecha? ¿En dónde / arden mis manos sus dedos roídos? / ¿En dónde arden los cuerpos, derretidos, / y en dónde la mirada que se esconde? / ¿En dónde el vago gesto de la tarde / y el eco ya sin voz que me perdiera / al borde de otro mar, otra ribera? / ¿En dónde la guitarra suena y arde? / ¿En dónde te he perdido? ¿En dónde muero? / ¿En dónde corro? ¿En dónde está el acero / que acechara mi carne? ¿En dónde el río? / ¿En dónde el viento? ¿En dónde la ventana / en que asomé mi rostro una mañana? / ¿En dónde aquel sendero que extravío?

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EL MÁS PRECIADO DE LOS ELEMENTOS, el fuego, no cabe en un soneto. Sobre todo cuando hace frío, cuando todo esconde el rostro proteico de las llamas, y entonces algo falta o algo sobra. Las líneas se resisten. Los puntos y las comas no están a sus anchas, no llegan a la naturalidad de la prosa. Los acentos extravían posiciones. El ritmo es sordo. Las voces se confunden en un torbellino. Proliferan los puntos de vista. Convergen perspectivas. No se alcanza el soneto. No se colma la horma cambiante. Como un incendio, parece devorarse, parece levantarse sólo para caer, para que el golpe sea más fuerte, y al final sólo queda la vaga sensación de haberlo visto todo en otra parte.

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LA HISTORIA DE NUESTRA VIDA podría ser la historia de un poema, su secreta cronología. De cada una de esas palabras una y otra vez repetidas podríamos levantar un inventario donde quepan las mañanas, las tardes y las noches. En la sintaxis podríamos encontrar las claves, las causas y los efectos. En la conjugación podríamos encontrar las preeminencias, los grados de heroísmo, las señas de egoísmo. En los tiempos de cada verbo podríamos construir leyes de proyección. En el ritmo, de haberlo, podríamos hallar las evidencias del hastío, del alboroto o de la serenidad. En la colocación de los signos y en la corrección podríamos adivinar secretas intenciones. La secuencia de nuestra vida fácilmente podría ser contada desde esas minucias, desde esos detalles. Si el poema es bueno, nada sobrará. Y si en la cronología cada fecha es una parte insustituible, pues entonces, bien hecho. A escribir y a vivir.

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SE ACABA ESTOCOLMO ENTRE LAS MANOS. Se acaba el silencio y la luz de medianoche, la luz pálida y tenue que me acompañó el otro día por las calles desiertas a las dos de la mañana. Se muere esta calma y esta ausencia tranquila, que va cediendo su lugar a otra ausencia. Una caja de mapas me despierta en la mañana, una caja repleta de rutas y papeles sin dueño, y se acaban las piernas y se esfuma el dinero. Entonces el círculo se va cerrando, los números se vuelven periódicos, y todo es un latido idéntico, sin nombre, sin rostro ni cuerpo, sin señas más allá de la sangre que fluye y fluye sin reposo. El ciclo es ya casi completo. Sólo nos quedan en las manos las marcas del retorno, que es un vértigo y una huida. Sólo nos quedan canciones tristes de un uruguayo –Alfredo Zitarrosa–, y el duro rasgar de su guitarra. Nos vamos escapando de este frío Estocolmo y nos llevamos un frío aún más intenso en el alma, y una ganas terribles de un pronto regreso. ¿Pero qué nos sucede, que lloramos? ¿Qué nos pasa, si apenas hemos llegado, por las aguas de este archipiélago hermoso? Este frío nos llegó a besar los huesos, y ahora, prestos al calor de otras latitudes, sollozamos como niños, y nos hacemos un paquetito de guardadas tristezas, y al fin, sabiéndolo o sin saberlo, nos vamos tan desnudos como nos fuimos de Londres y París, con un pedazo de tierra en las manos, y el corazón repleto, ya casi reventando, por lo que dejamos, por lo que habremos de seguir dejando. Estocolmo se derrama lentamente, paso a paso, y en la boca queda su hueco, y la voz ya no quiere decir lo que ella dice.

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EL TREN ACABA DE SALIR DE ESTOCOLMO rumbo a Copenhague. Otra despedida en la estación. Se va uno acercando a las cosas para luego acumular distancias. Ya no hace frío. Las fronteras de sal vuelven a abrirse. Las murallas se quiebran y la voz se duplica. Estoy aquí o allá. Me desplazo del borde hasta la orilla, recorriendo cada parte de nada. Este tren no lo sabe. Este tren se resiste a saberlo, a decirlo, a gritarlo. Corre y corre. Me ignora. Cree avanzar por los rieles hacia una estación futura. No sé, no quiero saber a dónde voy. Ámsterdam, San Juan, Princeton, New York, Chicago o Boston son sólo nombres. Los senderos se derraman como el agua o la arena. Me voy a todas partes. (1995)

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