La juventud a la calle

El 21 de octubre de 1967 una multitud de más de cien mil personas, formada en su inmensa por jóvenes estudiantes universitarios, se concentraron frente al monumento a Lincoln en Washington para protestar contra la guerra que entonces desangraba tanto al pueblo indochino como a la juventud estadounidense. Dos años antes, el presidente Lindon B. Johnson había dado un paso significativo en el escalonamiento y la brutalidad de aquella guerra ordenando el bombardeo indiscriminado de Vietnam del Norte y el incremento de tropas de combate en el Sur.

Las cifras negativas se acumulaban para aquel año 1967 a pesar de que las tropas estadounidenses en territorio vietnamita ya llegaban al medio millón, junto a una participación significativa de la Marina y la Fuerza Aérea. El costo de aquella movilización rondaba en los $25 mil millones anuales, cifra enorme en estos momentos y mucho más significativa entonces. La masificación el esfuerzo bélico, sin embargo, no se traducía en éxitos militares, más bien lo contrario. Para 1967 los muertos estadounidenses ya sumaban 15,058, junto a 109,527 heridos, a los que se sumaban otros decenas de miles que regresaban de Indochina con severos trastornos mentales. Por otro lado, el pueblo vietnamita, aun sufriendo pérdidas mayores, no daba visos de amilanarse. Al año siguiente, 1968, respondería con la famosa Ofensiva Tet que echó por tierra la posibilidad de una guerra corta, prometida por Johnson.

La oposición a aquella guerra, que alcanzó enorme masividad en las movilizaciones que impactaron a Estados Unidos entre 1967 y 1970, comenzó en los campus universitarios impulsada por una organización progresista, la Students for a Democratic Society (SDS). Recurriendo a simples medios de divulgación –boletines escritos, actos al aire libre y “teach-in” (charlas informales organizadas por millares en cada campus)– SDS fue impactando a estudiantes y jóvenes trabajadores, logrando una movilización sin precedentes en el país norteño.

Aquellos jóvenes se movilizaban contra el terror desencadenado por los adultos mayores que, apoyados en la lógica torcida de la Guerra Fría, los mandaban a matar y a morir a miles de millas de distancia. La máquina bélica la ponían en función los viejos que controlaban el país desde Washington, pero los que mataban y morían no eran aquellos honorables señores. Eran los jóvenes los que tenían que abandonar sus estudios o su trabajo, cumpliendo con el servicio militar obligatorio decretado por los mayores, para irse a matar o a morir a la lejana Indochina.

El desenlace que tuvo aquel oprobioso conflicto en 1975 fue, sobre todo, producto del heroico esfuerzo del pueblo vietnamita, pero en aquel final también jugó un papel importante la movilización de la juventud estadounidense. Aquella experiencia sirvió, además, para transformar al país en muchos aspectos, haciéndolo más humano e impactando otras luchas como la que también hervía para los mismos años en pro de los derechos civiles de la población negra. Después de la década del ’60, Estados Unidos fue otro país.

La experiencia de la década del ’60 y de las luchas contra la guerra de Vietnam y por los derechos civiles de la población negra, pareció volver a las pantallas de televisión –esta vez a colores, en lugar de blanco y negro– el pasado sábado 24 de marzo de 2018. Ese día, cientos de miles de jóvenes, buena parte de ellos todavía adolescentes, se lanzaron a la calle en numerosas ciudades a exigir que se le pusiera coto al mercado de armas que alimenta la violencia indiscriminada.

Otra vez se trata de una política que perjudican severamente a la juventud y que le es impuesta por los adultos mayores que controlan el gobierno y la economía. Desde hace poco más de una década, cuando el poderoso lobby de los fabricantes de armas se impuso finalmente en el Tribunal Supremo logrando una interpretación constitucional a su medida, toda la legislación que limitaba la tenencia y portación de armas desapareció de los códigos estatales y federales de Estados Unidos. Esa ausencia de regulación creó precisamente lo que querían los fabricantes: un mercado descontrolado que multiplicaba sus ventas y alimentaba una cultura armamentista que antes vivía marginada.

Mientras los fabricantes incrementan sus ganancias y utilizan parte de esa enorme fortuna financiando las campañas de los políticos que les favorecen, en el país se multiplican escenas con características casi idénticas. Una persona enajenada, aprovechando la facilidad que promueven fabricantes y comerciantes, se hace de un pequeño arsenal que luego desata contra grupos desprevenidos, casi siempre jóvenes. La escena se repite mes tras mes en algún lugar de Estados Unidos.

Nadie puede esperar que los políticos de ahora, particularmente los que financian sus campañas con el dinero de los fabricantes, actúen para cambiar el actual estado de desreglamentación absoluta con respecto a la venta de armas que existe en Estados Unidos. Tanto el Ejecutivo, como el Congreso, como el Tribunal Supremo están dominados por la mentalidad retrógrada que favorece el actual estado de cosas. Para que la realidad cambie hay que cambiar primero a los políticos que la hacen posible. Eso es lo que ya saben los jóvenes que se movilizaron el pasado 24 de marzo.

En la década del ’60 la juventud impuso desde la calle cambios importantes en la política estadounidense a fuerza de marchas y desafíos. A juzgar por las movilizaciones del pasado 24 de marzo, la de ahora se dispone a transitar por el mismo camino.

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