CLARIDAD
Los estudiantes universitarios estadounidenses, enfrentando la policía y arriesgando sus estudios, y sin amilanarse ante la acusación chantajista de “antisemitismo”, están impactando la política de su país mientras dramatizan los crímenes de Israel contra el pueblo palestino. Cuando empezaron los campamentos en los campus, el sello de antisemita ante toda protesta ya sonaba cacofónico, pero todavía lograba intimidar a mucha gente. Después de la rebelión estudiantil, que nunca se dejó acorralar ante el eslogan, el chantaje perdió toda efectividad.
Tan pronto se montó el campamento de protesta en la Universidad de Columbia, en el corazón de la ciudad de Nueva York, el propio presidente Joe Biden levantó de inmediato la bandera del antisemitismo. El término que se incluyó en la declaración que su portavoz de prensa difundió fue todavía más tendencioso: “antisemitic smear”. Desde Israel el primer ministro Benjamín Netanyahu lanzaba similares acusaciones y la estrategia oficialista fracasó.
Ambos esperaban que la imputación resonara en las protestas y, al menos, redujera el apoyo a los estudiantes que iniciaron el campamento. Sin el apoyo de la masa estudiantil y del entorno comunitario neoyorquino la protesta se hubiese reducido al activismo de unos pocos, fácilmente controlable por las autoridades universitarias, sin que el aparato represivo del estado o de la ciudad tuviera que intervenir. Pero ante la firmeza estudiantil la protesta creció.
Después de lo que el pueblo judío sufrió en Europa en las primeras cuatro décadas del siglo XX, particularmente entre 1933 y 1945, la acusación de “antisemitismo” adquirió un enorme poder. Fue precisamente el odio racial y étnico lo que alimentó el nazismo y las poblaciones judías de todo el viejo continente cargaron con las peores consecuencias. El Holocausto fue tan real y brutal que, a pesar de que han trascurrido más de ocho décadas de aquella terrible experiencia, todavía se perciben sus efectos en las ciudades que más los sufrieron. Recientemente, visitando Berlín, vi y sentí por distintas partes de la ciudad onerosos recuerdos de aquel periodo.
Sin embargo, a partir de 1948 ha sido otro pueblo, el que había vivido durante milenios en Palestina, el que ha estado sufriendo un nuevo holocausto, producto también del afán de conquista, la limpieza étnica y el odio racial. Todo comenzó cuando en ese año los nuevos dueños del mundo tras la Segunda Gran Guerra, particularmente Estados Unidos y Gran Bretaña, decidieron crear el estado de Israel en la tierra de los palestinos. Resumir lo que ha pasado desde entonces no es el propósito de este artículo. Basta decir que, desde su forzada creación en 1948, Israel ha ido expandiéndose hacia lo que quedaba de Palestina, arrinconando y diezmando a su pueblo.
Pero si lo sucedido a los palestinos desde 1948 ha sido terrible, lo que ha estado ocurriendo desde el pasado mes de octubre ha llegado a niveles que superan lo imaginable. Ese mes se produjo un ataque del grupo islamista Hamás contra algunas comunidades de Israel. A partir de ese instante el gobierno israelí se creyó autorizado, no ha perseguir y atacar a Hamás, sino a arrasar toda la franja de Gaza, demoliendo estructuras e infraestructura y matando a su gente. Desde octubre el mundo observa impávido la destrucción de ciudades y el asesinato de sus habitantes por parte del ejército de Israel, armado y financiado por Estados Unidos y la Unión Europea.
A pesar de la evidente barbarie, trasmitida en directo en muchas ocasiones, ni Estados Unidos ni la UE han realizado un esfuerzo mínimo por contener al carnicero Netanyahu. Con ese apoyo incondicional de sus potencias amigas, la protesta de muchos gobiernos y de los movimientos que llenan las calles de muchos países, particularmente de Europa, no han hecho mella en la campaña genocida de Israel. En Estados Unidos se veían algunas protestas en la calle, pero toda la estructura de poder permanecía unida en apoyo acrítico a Netanyahu. Cuando aparecía alguna voz disonante la acusación de “antisemitismo” la silenciaba.
La rebelión estudiantil en apoyo a Palestina, como ocurrió en el pasado siglo durante la guerra contra Vietnam, está cambiando el panorama. Que el movimiento naciera en Columbia tiene mucha importancia porque se trata de una universidad emblemática, de la elite, parte de la llamada “Ivy League¨, vinculada a los grandes grupos empresariales donde los inversionistas judíos dominan. Esa condición hizo la protesta más llamativa. Desde allí la mecha se ha extendido por otras universidades del mismo grupo, como Yale y Harvard, y por todo el país.
Una vez el grito de antisemitismo dejó de tener efecto y la rebelión se extendió, el problema político para Biden y todo el entramado Demócrata se tornó evidente, por tratarse de un año electoral y por su debilidad ante el candidato Republicano Donald Trump. Sólo si logran una movilización masiva del voto juvenil y de los sectores progresistas tienen alguna posibilidad de victoria. Si la indignación ante el genocidio que se comete en Gaza con la colaboración entusiasta de Biden, margina a esos sectores, sus probabilidades de reelección desaparecen.
Las últimas noticias indican que Israel por primera vez está considerando aceptar un alto al fuego, pero mientras escribo no hay ninguna confirmación de ese hecho y con el carnicero Netanyahu al mando resulta difícil esperar buenas noticias. No hay duda, sin embargo, de que la jefatura estadounidense está vacilando gracias a la solidaridad hermosa de los estudiantes que, sin dejarse chantajear siguen luchando.