La minoría gobierna y manda

Foto: Alina Luciano/CLARIDAD

CLARIDAD

La reciente decisión del Tribunal Supremo estadounidense, en la que seis personas con nombramientos vitalicios cercenan el derecho a la intimidad de las mujeres de Estados Unidos y sus colonias, obliga a una reflexión un poco más amplia, en particular, sobre el rezago democrático que se manifiesta en un país que todavía se hace llamar líder del “mundo libre”.

La democracia es por definición el gobierno de la mayoría, pero Estados Unidos es uno de los pocos lugares donde la minoría puede elegir al presidente. Además, aun en los periodos en que no domina la presidencia, esa minoría de ordinario impide o entorpece el gobierno de la mayoría, limitándole decisiones fundamentales. El diseño constitucional que se hizo hace más de 200 años, cuando el resto del mundo estaba controlado por monarquías absolutas, permanece inalterado, y es de ahí donde nacen los ejemplos más dramáticos de déficit democrático, como en las ocasiones en que un candidato a la presidencia es rechazado por la mayoría de los electores, pero de todos modos resulta electo burlando así el mandato popular.

Cuando ese diseño constitucional fue creado en 1787 contrastaba con el absolutismo monárquico que prevalecía en el resto del mundo, pero también fue influenciado por este. Es de allí de donde sale la figura de un presidente con enormes poderes que a veces nos recuerda a un monarca, como cuando de un plumazo veta una ley trabajosamente aprobada en el Congreso.

Sin embargo, donde más se evidencia el contenido antidemocrático de la constitución estadounidense es en la manera como se selecciona a ese presidente de enormes poderes. No es el voto popular el que lo elige, sino un grupo de compromisarios seleccionados en cada estado, que recuerda a los representantes de la nobleza de la Francia pre republicana o a los “electores” de los reinos germánicos que seleccionaban al emperador en la época del Sacro Imperio.

Esa forma de selección se colocó en la constitución estadounidense por varias razones. En primer lugar, porque en el siglo XVIII no había ninguna experiencia o tradición con el voto popular y, además, aquel grupo de terratenientes, burgueses y esclavistas que se reunieron en Filadelfia miraba con recelo la expresión ciudadana. En segundo lugar, por las maniobras de los estados pequeños, muchos de ellos esclavistas, que querían limitar el poder de los de gran población en aquel momento.

En lo poco que va del siglo XXI, más de doscientos años después de la convención de Filadelfia, ya Estados Unidos ha tenido dos presidentes que asumieron los enormes poderes del cargo a pesar de que fueron rechazados en las urnas. Aun cuando perdieron en el voto popular, resultaron seleccionados por los “electores” que representaban los estados.

En ambos casos, esa selección tuvo consecuencias muy importantes para todos los ciudadanos. El primero de ellos, George Bush, utilizó sus poderes para sumir a su país en varias guerras con un costo enrome en vidas y recursos, causándole de paso grandes daños a los países invadidos. El otro, Donald Trump, entre muchas otras cosas, aprovechó el cargo para asegurarse que el grupo más ultraderechista, junto a los fundamentalistas religiosos, controlaran una de las instituciones más poderosas, el Tribunal Supremo. Gracias también al diseño impuesto en la constitución de 1787, que dispone nombramientos vitalicios para los jueces, esa poderosa institución se renueva con enorme lentitud, casi de generación en generación, por lo que el control que impuso el presidente minoritario permanecerá por mucho tiempo.

En el caso de Trump, le fue posible controlar el Tribunal Supremo gracias a la intervención de otra institución, el Senado, que también es ejemplo del déficit democrático que surge de la constitución de 1787. Ese documento divide el poder legislativo en dos cuerpos, pero solo uno es de elección popular con representaciones proporcionales. En el otro, el Senado, los estados tienen la misma representación con independencia de su población. Allí los 700 mil habitantes de Alaska o los 500 mil de Wyoming tienen la misma representación que los 38 millones de California. Y ese Senado con representaciones tan desproporcionadas, que recuerda al que controlaban los patricios en Roma, tiene enormes poderes, muy superiores a los de la Cámara. Además de aprobar o rechazar cualquier ley, es único que ratifica los tratados internacionales y, más importante aún, confirma o rechaza los nombramientos del presidente.

El control casi omnímodo que el extremo conservadurismo tiene en muchos estados pequeños (Alabama, Idaho, Alaska, Wyoming, etc.) y en dos grandes (Texas y Florida) se traduce en un poder desproporcionado en el Senado, donde los electos permanecen seis años y no dos como en la Cámara. En la última década utilizaron ese control para asegurarse una mayoría en el Tribunal Supremo. Primero bloquearon los nombramientos de Barak Obama en su segundo cuatrienio, reservando plazas, y luego se unieron a Donald Trump para abarrotar el alto foro judicial con trogloditas jurídicos.

Thomas Jefferson, que no participó en la convención de Filadelfia porque estaba en Francia, decía que las constituciones debían durar solo una generación para que cada una tuviera la oportunidad de hacer la suya.  La de Estados Unidos está en su tercer siglo y nada indica que cambiará. Gracias a ella, un nuevo grupo de puritanos airados llegó al poder y desde allí estarán imponiendo su voluntad por mucho tiempo.

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