La rueda del hámster

Cuando miramos a un hámster haciendo mover la rueda que le colocan en la jaula, más que divertido, resulta angustioso. El pequeño animal invierte su energía tratando de avanzar, pero siempre se queda en el mismo lugar. Tras el largo esfuerzo termina exhausto, sin ningún resultado.

La imagen del pequeño roedor dentro de una jaula que, aunque se esfuerza, siempre se queda en el mismo lugar, se parece mucho a la realidad de nuestro País. Y me refiero al Puerto Rico de siempre, antes y después de la tragedia del huracán María. No cabe duda de que se ha tratado de avanzar, pero apenas logramos mover la rueda.

Esto lo escribo a principios de febrero del año 2018 y para esta misma fecha hace dos años estaba vivo el debate en torno a las “soluciones” que el Congreso de Estados Unidos le daría a “la crisis” de Puerto Rico. El gobernador colonial de entonces, Alejandro García Padilla, había reconocido al fin lo que tantos venían diciendo desde hacía tiempo: que la deuda pública era impagable. En medio de escarceo de los acreedores –mayormente de los “fondos buitres”– varios comités del Congreso consideraban posibles acciones. Dado que la ley federal sobre quiebras “ocupa el campo” en Puerto Rico, impidiendo que nuestro país pueda aprobar su propia legislación, la acción del cuerpo legislativo estadounidense era indispensable.

Luego de que el Tribunal Supremo (también de Estados Unidos, claro está) invalidara la ley puertorriqueña de quiebras, y que tanto en ese como en otro caso (Sánchez Valle) concluyera que Puerto Rico seguía sujeto “a los poderes plenarios del Congreso” estadounidense, todas las miradas quedaron puestas en ese organismo. Tras un largo debate en el que los financieros de Wall Street invirtieron muchos millones en cabildeo, el resultado fue una ley a la que, con enorme cinismo, le asignaron un acrónimo castellano muy vistoso: PROMESA.

Entre otras cosas, la ley creó un mecanismo de reestructuración de la deuda parecido a una quiebra controlado por el Tribunal Federal e impuso una Junta, nombrada por el Congreso y por el Presidente (de Estados Unidos, claro está), a cargo de disponer el curso de acción y controlar las finanzas públicas. Aun cuando se trataba de un territorio colonial quebrado, endeudado, y el poder decisional radicaba en ellos, la nueva legislación no asignó un solo centavo. Más bien lo contrario, la ley dispuso que todos los gastos de la Junta y de los procesos judiciales a desarrollarse serían pagados por los puertorriqueños.

Ya han pasado casi dos años, veinte meses, desde la aprobación de la ley y sería bueno preguntarnos cuál ha sido el resultado de PROMESA y de la Junta creada. La posible reestructuración de la deuda pública es un asunto sometido, como ordena la ley, ante el Tribunal Federal, atendido por una juez de Nueva York nombrada desde Washington. Allí hay cientos de abogados litigando, casi todos de NY y de Boston, pagados en su mayoría con dinero del menguado tesoro puertorriqueño. Las controversias se multiplican, los sesudos escritos se presentan uno detrás del otro y, tras diez largos meses, no se ha producido una sola decisión importante relacionada con nuestra pesada deuda.

Todo indica que el litigio se extenderá por varios años y, mientras tanto, el fardo de la deuda pública seguirá en las espaldas de los puertorriqueños, profundizando su impacto negativo sobre una economía que continúa en picada. Todos los economistas afirman que la reestructuración de la deuda condiciona el crecimiento económico, pero el proceso está estancado y, sobre todo, al margen de lo que puedan hacer los puertorriqueños.

Paralelo al proceso judicial están las acciones de la Junta de Control Fiscal (JCF) creada por la ley PROMESA. Para muchos, empezando por los honorables congresistas que la impusieron, la Junta era la “solución”. El organismo, visualizaban, controlaría con mano dura las acciones del gobierno boricua, imponiendo una muy necesaria disciplina fiscal. Tanto vendieron la importancia de la Junta controladora que hasta columnistas otrora muy críticos del control foráneo de nuestra vida pública – como la escritora Mayra Montero – se convirtieron en los más activos defensores de la urgencia de ese “control”. La cosa está tan grave, decían, que no existe alternativa alguna a un organismo tipo JCF.

¿Y qué ha pasado con la Junta? A estas alturas, la reorganización del gobierno central puertorriqueño es un chiste. Con la aprobación de la JCF a través del llamado Plan Fiscal, se apostó a la “consolidación” de agencias y ésta tan sólo ha producido un engendro llamado Departamento de Seguridad que aumentó la burocracia pagando sueldos de primer mundo, con resultados negativos. Junto al departamento que provoca inseguridad, el resto de la estructura luce deteriorada con la incompetencia como norma. En cuanto a las finanzas, lo único que sobresale es el costo exorbitante de ese mamut llamado Junta que a sus dos principales oficiales les paga un millón de dólares anuales sólo en salarios. Ante ese cuadro, la propia prensa oficial empieza a publicar artículos que reconocen el fracaso de la JCF.

En costosos asesores y pomposas reuniones, celebradas en NY y en San Juan, la Junta se ha gastado más de $50 millones que salieron de los impuestos que pagamos los puertorriqueños, mientras nada cambia.

Empecé este artículo con la imagen del hámster que, a pesar de gastar sus energías en la rueda, se queda en el mismo lugar. Además de la rueda, hay otro elemento importante de esa imagen: la jaula. Esa es la que realmente impide que el hámster pueda caminar en otra dirección. Es la jaula lo que tiene que romper.

Artículo anteriorOrganizaciones comunitarias: la base de la pirámide
Artículo siguienteEl Festival de Elliott