Muere Riggs*

En Rojo

 

  1. El hombre espera en la esquina de Allen y Callejón del Gámbaro. Es casi mediodía del domingo. No hace demasiado calor. Febrero no es tan cruel como dicen de abril. El hombre tiene un cigarrillo entre los labios y una .38 en el bolsillo de su chaqueta. El cigarrillo debería ser un Chesterfield, suave, y así y todo satisface. Proporciona lo que se busca en un cigarrillo. El cigarrillo y la .38 le llegaron a las manos gracias a Carmen Pacheco. Ella debe estar allí en La Matita, donde los choferes de carro público esperan a los pasajeros.

El hombre, Hiram Rosado, espera al Coronel. Debe estar saliendo de la iglesia donde espera que le perdonen los pecados vestido de uniforme blanco. Debería pasar por esa esquina en un Packard 120, como el que se anunciaba en la primera plana de El Mundo en esa mañana del 23 de febrero de 1936. Hiram se arrepiente de no haber desayunado mejor. Tiene hambre y piensa en los especiales de El Nilo. El hambre no es cosa rara en esos años, en esa isla. Y allí en El Nilo hay fricasé de pavo, cabrito estofado, jueyes al carapacho, paella valenciana, croquetas de perdiz, and chop suey by Chinese Cook. Hiram sonríe pensando en Coronel sin carapacho estofado con calibre .38.

El hambre y el hombre miran al final de la calle. No acaba de aparecer el Packard. ¿Qué pensaría para matar el tiempo? Quizás en su amigo Juan González, a quien el hambre le llevo a apropiarse de aves de corral que no le pertenecían. Dos gallinas y un gallo de un tal Mario, de Santurce- valoradas en 4 dólares-, y un gallo a un tal Nicolás -peso y medio-. Por las dos gallinas y por el gallo le echaron tres años. Dos por el de Nicolás.

Hiram suelta el humo del cigarrillo. No aparece el Coronel, carajo. No creo que estuviera Hiram pensando en que ese día a las 3 de la tarde jugaban Almendares contra los Brooklyn Eagles.

  1. A Joe Malinsky la camisa azul le queda muy suelta. Es peso gallo. Ese día tendría un ojo morado por su reciente pelea contra Germán Nacovich. A Nacovich lo noqueó en el séptimo asalto no sin antes recibir tres o cuatro zurdas a la cara. Joe Malinsky no es su verdadero nombre. Pero ese nombre mete miedo. Su gancho de derecha no tanto. Lo de él es la velocidad de piernas y manos.

Esa pelea con el dominicano, Nacovich, fue apenas tres semanas después de aquella con Millito Morris en Aguadilla. Esa ni siquiera aparecerá en los récords del boxeador que habría salido de su habitación en ánimo de tomar la lancha hasta Cataño para ir a almorzar en la casa de su fraternal, Erasmo. Se habían conocido en el ring. En el Victory Garden de la Parada 15, poco antes de que aquello se quemara. Por poco pierde la casa el fiscal Massari, que vivía un poco más abajo y que siempre estuvo cerca del fuego. Por eso es que para aquellas fechas -recuerden, febrero del ’36- se boxeaba en El Escambrón, que es más abierto y sopla una brisa marina entre round y round.

Malinsky, como casi toda la población de la isla, tiene hambre. Pensó en olvidar la idea de llegar a la casa donde vive Erasmo y conseguir un poco de pan, queso y un huevito. Quedarse en su cuarto oyendo las carreras o el juego en El Escambrón. Pero tomar la lancha tampoco es mala idea.

Por la San Francisco caminaría silbando para bajar la cuesta de la Gámbaro. En la esquina con la Allen estaba un hombre con la mano derecha en el bolsillo del pantalón, cubriéndose con el gabán. Malinsky, malicioso, decidió cruzar a la otra acera, por si acaso. Saludó al hombre levantando la barbilla. Hiram devolvió el saludo de la misma forma.

  1. El Coronel Riggs estaría tranquilo, orondo, satisfecho entre cirios y ave marías . Blanco como la cuaresma en el alma de los creyentes. Algo de lavanda y cítrico en su perfume. Algo de arma oxidada en el deshielo de un invierno en la vieja Rusia. Todavía oloroso a romo, recién llegado de Dominicana hace menos de 24 horas.  Si viéramos su rostro pensaríamos que está seguro de que el mundo le pertenece. Al menos le pertenece una fortuna, una mansión y la Policía Insular. ¿Cómo no estar confiado? Si movió los hilos para eliminar a un bandido como Sandino, si estuvo en el consulado de Petrogrado cuidándole las espaldas a Kerensky, si estuvo en Klagenfurt negociando la paz de los sepulcros, si le enviaba notas a Trotsky y ayudo a Sidney Reilly a traer curare desde Brazil -haciendo pasar las botellas como miel- para untar las balas con las que la pobre Fanya Kaplan hirió tres veces a Lenin, ¿cómo no va a rodar en la isla montado su Packard como pascuas florecidas? Olvidadizo que sería este Elisha Francis Riggs.

Blanco de la cabeza al ruedo del pantalón, todavía el incienso y las velas en los pelos de la nariz, se acercó el auto al Callejón del Gámbaro. Su chofer ese día se llamaba Angel. ¿Era acaso una señal que no quiso leer? ¿Estaría pensando en el rumor de las olas y el almuerzo en El Escambrón Beach Club? ¿Dejó de pensar cuando escuchó el primer petardo? Cuando sonó el segundo Angel frenó de golpe. Vió al hombre que apuntaba el ama. El revólver masca la bala como un viejito desdentado muerde una almojábana. Angel acelera un metro. Vuelve a detenerse. Hiram rompe carrera. El chofer arranca tratando de seguirlo. El Coronel Riggs está mudo. Ileso.

  1. Apenas unos minutos antes, Enrique Ramírez Brau, periodista, historiador, poeta modernista, amigo de Riggs, atravesaba la calle frente a la iglesia con una gallina en el sobaco. Habría saludado a distancia al Coronel. Riggs lo invitó a almorzar en el Beach Club. Ramirez Brau tendría que haber levantado sobre su cabeza la gallina en señal de que llevaba el almuerzo fresco. Pocos minutos después, mientras desplumaban la gallina, Ramírez Brau escuchó la sirena del Packard del Coronel y salió a buscar la noticia.
  2. El auto del coronel Elisha Francis Riggs se anunciaba entonces como la máquina que más admiración causaba donde quiera que aparecía. El gusto más exigente quedaba satisfecho con la tradicional belleza de las líneas en un diseño que era moderno pero no extremista. Espacioso. Cómodo. A todo lujo. Motor ocho en línea que desarrollaba 120 caballos de fuerza. Me han dicho que los traía Panzardi, aquel italiano que era mecánico de bicicletas antes de la invasión americana y luego era importador de autos y piloto de carreras.                                                                                                             Cuando Hiram Rosado vio acercarse aquel maquinón sintió algo cercano a la felicidad y a la tristeza. Llegó a escuchar la voz de una mujer en un cuarto en el segundo piso de la Allen que casi gritaba que estaban dando China Seas en el Liberty de la Parada 15 con Jean Harlow y Clark Gable y que en la parada 22 estaban dando Loca por los uniformes con Patricia Ellis y César Romero, el nieto de José Martí. Alguien respondía “Deja ver”. Se acercaba el Packard.  Yo no sé si todavía en aquellos días de febrero  estaba Roberta Jonay en el Escambrón Beach Club. Sí, Roberta, “Hollywood’s premier character dancer introducing the NUDE MODERNISTIC DANCE. Tenía catorce años y se aplicaba ravissant -una pasta azul marino- a sus pestañas, tomando sus ojos una sombra que dulcificaba la mirada como si cortinas de terciopelo se abrieran para dejar ver el mejor brillo de las pupilas. Catorce años. Yo  no sé si estaba tocando allí la Orquesta de Rafael Muñoz. Lo que sí sé es que en la esquina contraria a la que ocupaba Hiram Rosado estaban Juan Pedrosa y José Coll Vidal hablando de caballos. Abisinia era el nombre que le habían puesto a una yegua que tenía galopes largos. El jueves anterior un ejemplar de Pedrosa, Demur, había traqueado muy bien en la pista del Hipódromo Quintana cubriendo mil metros en un tiempo formidable. Hasta comentaron que habían visto por allí a Joe Malinsky hacía un ratito. Entonces sonaron los tiros. Pedrosa y Coll Vidal vieron al hombre que apuntaba al auto del Coronel. Pusieron pies en polvorosa.
  3. Angel Álvarez, ese era su apellido, persiguió como pudo a Hiram Rosado. Lo de él eran las motocicletas. Ese día estaba sustituyendo a Manolín Martínez, el chofer habitual de Riggs. Manolín ese día estaba practicando con la banda de la Guardia Nacional. Era el batutero. Al menos eso creía todo el mundo. Alguien alegó que estaba en el parque viendo a los de Cincinnati. Pero Angel, haciendo honor a su nombre de guardián, sacó su revólver tan pronto como pudo distinguir al hombre de chaqueta oscura. Este huyó por la Gámbaro saliendo por la calle Tetuán. El chofer le gritó a un guardia que estaba frente al Teatro Municipal que persiguiera al tirador y volvió al auto tomando ruta al Recinto Sur. Aceleró con todos los 120 caballos de fuerza del Packard y logró ver al pistolero que salía por la esquina de la Tanca y detuvo un carro público color vino. Angel apretó el freno del Packard. Salió pistola en mano y detuvo el carro público. Según el chofer, el Coronel Riggs permanecía en el auto sin decir palabra. Procedió a arrestar al pistolero y a ocuparle el arma. Juraría que el arrestado le sonrió. Entonces escuchó un disparo. Al mirar hacia atrás vio con sorpresa que otro hombre, impecablemente vestido, descargaba su arma contra el Coronel.
  4. Elias Beauchamp, 24 años, vestía un traje de hilo blanco, camisa blanca y corbata gris. Usaba zapatos negros. Los ojos negros iluminados como una capilla ardiente. Se acercó al Packard que ocupaba el Coronel. “Yo lo vi todo, Coronel” dijo y lo dejaron pasar a invitación del propio Riggs. El Coronel se puso cómodo para llevar al testigo al cuartel. Sin embargo, una vez en el estribo del auto, Elías sacó su arma -probablemente una .38 Colt Special-. Una bala atravesó la mano derecha del Jefe de la Policía Insular. Una leyenda cuenta que también atravesó su misal. Esa misma bala penetró en la región frontal derecha de la cabeza del militar de carrera. La otra -se hallaron dos en el cuerpo- entró por el lado derecho del pecho sobre la tetilla. Beauchamp huyó y entró a un almacén donde fue arrestado. Pidió tranquilidad. Que él no disparaba a puertorriqueños. Que mató al Coronel por sirvengüenza, por la Masacre de Río Piedras, por asesino. Un joven fotógrafo, Carlos Torres Morales, entró a empujones a la escena y Elías saludó militarmente. Los rostros de sorpresa de los policías quedaron allí grabados. Aguilita, como le decían al fotógrafo de El Imparcial, jamás supo que había tomado la foto que resumía aquellos años en la historia de la isla. Tomó otras, de otras masacres, como le gustaban a Ayuso, director del periódico.
  5. ¿Riggs habrá pensado en Alwina antes de morir? Lo dudo, no tuvo tiempo. Ella, hermosa, joven esposa, musa de Llorens Torres, llegaría en par de días. Un miércoles cenizo. Un año después una apendicitis acabaría también con su vida. No. El Coronel no pudo pensar en nada. Riggs la tenía jurada desde unos años antes. En un mitin en Guánica en el 1934, en el fragor de una huelga general de trabajadores de la caña, Pedro Albizu Campos arengaba a los obreros. La policía los rodeó. Se dice que el propio Elisha Francis Riggs estaba allí. Albizu, micrófono en mano, dijo “si un trabajador derrama hoy su sangre, el Gobernador Winship derramará sangre. Si un obrero muere, muere Riggs”. El Coronel quizás no lo tomó demasiado en serio. Un militar de carrera como él, cerebro de una red de espionaje y sabotaje en la vieja Rusia. ¿Qué habría de temer en una isla perdida del Mar Caribe? Meses después, creyéndose impune, fue responsable de la muerte de cuatro nacionalistas en Río Piedras. Esa fue su sentencia de muerte. «Murió por confiado», repetía Angel.

Aquel día, 23 de febrero de 1936, el militar a cargo de la 65 de infantería, habiendo visto el cadáver del Coronel en una camilla del edificio de Medicina Tropical, ordenó la muerte de Hiram Rosado y Elías Beauchamp. «Are they still alive? preguntó cuando recibió la llamada del cuartel. Se cumplió la orden allí mismo en la calle San Francisco. A Elías Beauchamp le borraron el rostro a balazos. Hiram se desangraba con balazos en el pecho y la entrepierna.

Enrique Ramírez Brau, sin probar la gallina que llevaba en el sobaco, agradecido de no haberse montado en el Packard con su amigo, estaba allí cuando fueron asesinados los dos pistoleros. Lo habría visto todo. La verdad es que Ramírez Brau fue el único periodista que tuvo acceso al cuartel mientras los arrestados estaban vivos. La verdad es que él estuvo siempre en donde había que estar. ¿Viejo sabueso? Sí, y también hermano de un futuro Jefe de la Policía. Aquel 23 de febrero de 1936 el tercero en mando de la benemérita llevaba los mismos apellidos: Ramírez Brau. También estaba en todos lados el joven Aguilita, pero dos años después, tratando de cobrar una deuda que su jefe se negaba a pagar la policía encontró su cadáver en la oficina de administración de El Imparcial, recostado en el suelo contra la pared. La mano derecha sostenía un cigarrillo todavía encendido. La izquierda sobre el muslo, como descansando. Un balazo en la cabeza lo dejó allí. Pero esa es otra historia. Aquel día, en Medicina Tropical lloraba Manolín Martinez. Los policías que había ido a buscar al parque del Escambrón -había doble juego- estaban listos para cazar nacionalistas. Aquello apenas comenzaba. El periódico del día después repetía la frase. Muere Riggs.

*Fragmento de la novela Muere Riggs (Secta de los perros, San Juan. 2021).

 

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