No es fácil matar una nacionalidad

 

CLARIDAD

Bilbao, la hermosa ciudad vasca, está rodeada de colinas. En la cima de una de estas hay un pequeño parque al que se accede con rapidez gracias a un funicular. Entre los turistas que nos extasiábamos disfrutando la vista, que incluía a corta distancia el icónico edificio del Museo Guggenheim, muchos niños y niñas disfrutaban de un pasadía escolar. Era el momento de la merienda, la que disfrutaban sentados en pequeños círculos en amena charla, supervisados a distancia por dos maestras. Algo llamó particularmente nuestra atención: los niños y niñas, de entre cinco y seis años, hablaban entre ellos en euskera, el ancestral idioma del pueblo vasco.

Los abuelos de aquella tropa infantil crecieron durante la larga dictadura de Francisco Franco que hizo todo lo posible por borrar a la fuerza la nacionalidad vasca, entre otras cosas, prohibiendo la enseñanza del euskera y reprimiendo su uso. Sus padres, aunque tal vez nacieron luego de la muerte del dictador, difícilmente tendrán algo más que un conocimiento rudimentario, aprendido en el entorno familiar. Sin embargo, la generación que crece en el nuevo siglo rescata el idioma, demostrando la fuerza de una nacionalidad que ha sido capaz de superar el peor de los asedios. Porque el fascismo franquista fue un régimen totalitario, avasallador, que pretendió españolizar al trágala toda la península, borrando las nacionalidades bajo el lema “España, una”. En los niños del parque de Bilbao encontré un testimonio muy vivo de su fracaso.

Matar una nacionalidad no es tarea fácil, y en España, vascos y catalanes son los mejores ejemplos de esa capacidad de resistencia. Hace siglos que están allí, encuadrados dentro del estado español, enfrentando periódicos esfuerzos dirigidos a “españolizarlos” a la buena o a las malas. El más reciente, y uno de los más violentos, fue el del franquismo, que por más de cuarenta años trató de imponer la homogeneidad a la fuerza. Cuando, tras la muerte del dictador el asedio aminoró, las nacionalidades estaban golpeadas, pero seguían vivas.  Desde 1978, cuando se aprobó la constitución que todavía rige, mantienen una relación con el gobierno central muy similar a la de los estados de Estados Unidos y, desde ese marco legal, aprovechan cada resquicio de poder para afianzar su particularidad.

Bilbao es la ciudad más grande del País Vasco y por todos lados allí se respira europeísmo y diversidad (junto a una riquísima oferta cultural), pero no hay más que acudir una noche a los pequeños bares del “casco viejo”, donde se reúne gente joven un poco alejados de los turistas, para ver la proclamación de los símbolos nacionales junto a murales que recuerdan a los luchadores independentistas todavía prisioneros en distintas cárceles de España. También allí se escucha el sonido del euskera.

Sin embargo, como sucede en todos los países, es en los pequeños poblados donde se siente con mayor calidez la nacionalidad vasca, aun en los de la costa del mar Cantábrico que, por su belleza escénica, atraen una permanente legión de turistas. En las callejuelas que dan al puerto en Bermeo, Lekeitio y Getaria –tres pueblos que hasta hace poco tiempo vivían exclusivamente de la pesca- además del sonido del euskera, una gran cantidad de balcones exhiben banderas reclamando, en su idioma, que los luchadores encarcelados de ETA “vuelvan a casa”.

Mención aparte merece un pueblo que desde hace casi un siglo es un símbolo mundial de la barbarie de la guerra: Guernica. Lo que allí sucedió es ampliamente conocido, tanto por la enorme brutalidad del hecho mismo, como por el lienzo homónimo que días después pintó Pablo Picasso, considerado por muchos como su obra maestra. El 26 de abril de 1937, un lunes que antes era y sigue siendo día de mercado, cuando el pueblo de aproximadamente 16 mil habitantes se llena con visitantes de la comarca, Guernica fue arrasada por la aviación nazi actuando al servicio de Franco.

Todavía es difícil encontrar una explicación para aquel acto que no sea la maldad y el deseo de ensayar armas y tácticas de bombardeo, luego utilizadas en guerra que poco tiempo después azoló a Europa. Guernica es una pequeña ciudad de la campiña vasca, muy vinculada a la actividad agrícola del área. El único posible “objetivo militar” era una fábrica de armamentos que estaba a las afueras del pueblo y que, durante el intenso bombardeo que duró cuatro horas, nunca fue atacada, quedando intacta. La saña se centró sobre la pequeña ciudad y sus habitantes, primero con bombas dirigidas a demoler estructuras y luego con incendiarias.

Además de ensayar tácticas militares con seres humanos, Franco y sus aliados nazis tal vez buscaban dar un escarmiento a los vascos porque la pequeña ciudad era y es símbolo de su cultura. A lo largo de siglos, bajo el famoso “Árbol de Guernica”, un roble que se levanta frente a la Casa de las Juntas, los gobernantes vascos juran el cargo, incluyendo el actual “lehendakari”. Ese simbolismo, ejemplo de una nacionalidad muy viva y diferenciada, quería ser borrado.

Como fue arrasada y reconstruida, en Guernica no hay “casco viejo”, pero aún contiene una población alegre, trabajadora, que por las noches llena sus calles y plazas en ambiente de fiesta. Una de las calles que vi repleta de gente del pueblo un sábado en la noche lleva por nombre Picasso, en agradecimiento al maestro cuya obra es un permanente recuerdo de la barbarie.

Guernica es alegre, pero no olvida. Por toda la ciudad están los recuerdos de aquel evento, incluyendo un pequeño monumento al periodista británico George Steer quien, con sus crónicas sobre lo ocurrido publicadas en el Times de Londres, ayudó a derrotar la campaña de mentiras de Franco y los nazis para tratar de ocultar lo ocurrido. Desde 1998 opera el Museo de la Paz, que recuerda la tragedia. Visitarlo es una experiencia sobrecogedora. Su piso es de cristal y debajo del vidrio están los escombros que dejó el bombardeo. Mientras se avanza por cada sala, leyendo y viendo lo ocurrido aquel lunes 26 de abril de 1937, literalmente se camina sobre la ciudad destruida.

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