Obsesión con pijamas

Por Alana V. Álvarez Valle

Especial para CLARIDAD

Desde hace tiempo me pregunto ¿cuál es la obsesión que tienen en los Estados Unidos con vestir en pijamas?

Se ven en todas partes; en hombres, mujeres, jóvenes, mayores, todos y todas con pijama. Así van al supermercado, a la farmacia, a la gasolinera, a la Universidad, ¡al aeropuerto! Y no es solo en pijamas, de pantalón y camisa, también calzan pantuflas de felpa suave para completar su ajuar.

Parece una epidemia que se riega y es altamente contagiosa.

Es tanta la obsesión que un legislador en Memphis, Tennesee propuso un código de vestimenta para cuando los padres y las madres van a la escuela de sus hijos, sea para llevarlos o recogerlos, o para algún otro asunto.

El representante estatal Antonio Parkinson explicó a la prensa que después de hablar con líderes escolares, educadores y otros constituyentes, había escuchado suficientes “historias de horror” acerca de la forma en que los adultos visten y se comportan cuando visitan las escuelas públicas de Tennessee. Por eso entiende que ya es hora de darles sus propias reglas de vestimenta a padres y madres. Una de las peores delincuentas, en esa ciudad, fue una madre que visitó la escuela elemental de su hijo en lencería, que aparentemente era translúcida.

El día que esperaba afuera del preescolar de mi chico a que sonara la campana de entrar al salón, me quedé sorprendida de que la mamá de un compañerito llevaba unos pantaloncitos tan cortos, que como diría mi abuela, se le veían las ‘cachas de las nalgas’. Eran unos ‘hot pants’ negros de lo más ‘putis’. Entonces la susodicha me dice de lo más casual: “Literalmente me acabo de tirar de la cama”. “Te lo creo”, dije bajito.

Ya es casi un comportamiento normalizado. En las escuelas hay día de pijama y los niños y niñas lucen su ropa de dormir de sus personajes preferidos de lo más emocionados. Mi chiquito lloró cuando no pudo ir al pasado “Pijama Day” por estar enfermo, ya que no pudo mostrarle su pijama del Hombre Araña a sus amiguitos.

No sé desde cuando son así, pero al parecer es desde hace mucho. Cuando mi santa madre estudiaba su bachillerato en Terre Haute, Indiana, allá para la década de los 60, las estudiantas tenían la costumbre de usar pijama debajo de su toga y birrete para ir a la misa de domingo. Ella, que venía de un Puerto Rico en que se usaba medias de nylon y tacones para ir a la universidad y al trabajo asalariado, quedó bastante sorprendida –y hasta un poco horrorizada– de dicha costumbreå.

Porque en invierno es peor. Todos y todas piensan que es aceptable usar pijamas cuando hace frío, porque como por encima va el abrigo, pues no importa. ¡‘Jelou’! Como si no se viera parte del pantalón de franela de Hello Kitty debajo del abrigo y encima de las pantuflas.

Y muchas veces es cómico, como cuando una amiga de mi prima hermana la invitó a una cena de amistades. “Puedes venir en pijama. Yo estaré en pijama también”, dijo la gringa de lo más casual. A lo que la boricua respondió, “Amiga yo soy puertorriqueña. La única ocasión en que uso pijama es cuando me voy a acostar a dormir”. ¡Plop! Cuando me lo contó reímos a carcajadas de que piensen que usar pijamas para una cena es algo aceptable.

“Lost in translation” o “Perdido en la traducción”

Es de muchos conocido que los habitantes de los Estados Unidos son –en su mayoría– muy casuales en el vestir. Usan ‘leggins’ y sudaderas a diario. No obstante, ya con lo de los pijamas se pasaron.

En definitiva es algo cultural, porque confieso que a veces no puedo entender el pensamiento de salir a la calle así. En especial porque en Europa y Latinoamérica este comportamiento no es común, como lo es en EE.UU.

Quedé con una amiga estadounidense en ir a tomarnos unos tragos y picar algo de comer. Nada elegante, algo casual. Llegué a recogerla y me increpó un poco molesta “no me dijiste que te ibas a vestir de forma elegante”. “No estoy elegante. A qué te refieres”, le pregunté sorprendida. Llevaba unos mahones, unas sandalias ‘flat’ y una camisa casual. “Si estuviera elegante llevaría tacones puestos”, añadí. “¿Cómo? ¡Pero si estás maquillada y todo!”. “¡Por supuesto! Nunca salgo de mi casa, y menos a janguiar, sin maquillarme”. Mi amiga no entendía. Y yo tampoco.

Porque esa es otra, son casuales en el vestir y en el arreglo personal.

Quedé patidifusa el día de la graduación de PreKinder de mi nene cuando vi las familias en pantalones cortos, camisetas, chanclas mete dedos y demás. Nosotros no estábamos bótate, pero sí teníamos camisas de vestir, vestido, tacones, bemba colorá y toda la producción de costumbre. Entonces salió la principal de la escuelita a darnos la bienvenida. Ms Amber llevaba puesto un vestido muy casual y, como decía mi abuelo QEPD, tenía la cara lavada. Los dos niños boricuas del salón, uno llevaba guayabera de hilo y pantalones de vestir (el mío) y el otro lucía un traje nuevo de chaqueta, pantalón y corbata.

Ah, claro, los que somos diferentes somos nosotros.

Porque eso de la ‘cara lavada’ no era aceptable en mi casa. En innumerables ocasiones escuché a mi abuelo decir: “Nena, por lo menos pásate una mota por esa cara y ¡péinate!”. Y ya estaba cansada de escuchar a mi abuelita decir que siempre hay llevar ropa interior limpia –que incluía medias sin hoyitos– por si tienes un accidente. O lo de ir al médico muy bien vestido, porque nunca sabes… Eso de salir a la calle con ropa que parece que estabas limpiando la casa era inaceptable e inaudito. Como lo es ahora para mí salir sin corrector, polvo y labial.

Por eso ahora en vez de tratar de entender, acepto que ni mi familia ni yo somos así. Que somos boricuas de pura cepa. Que prefiero estar emperifollá, pecar de estar más elegante de la cuenta, y de que me tilden de “antes muerta que sencilla”.

Y por supuesto, tenemos clarísimo que nunca iremos a ningún sitio en pijama… excepto el crío al ‘Pijama Day’ de su escuela, por supuesto.

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