Palabras 3.0: Pssst

 

 

Estamos en enero y mi mente de verano ya parece algo lejano.

Como la siento tan distinta de la cosa que me provoca ser y hacer el resto del año, me sorprendió levantarme esta mañana con estos recuerdos de agosto. Durante ese mes, como ya les había contado en otra ocasión, los que me parecieron nuevos usos de nuestro lenguaje puertorriqueño acapararon mi interés y curiosidad. Hoy quisiera comentarles que esos usos no se limitan al idioma hablado, sino que se extienden a otras formas de comunicación en las que nunca había reparado en mis visitas anteriores. O por lo menos nunca había pensado que tuvieran demasiada importancia: características individuales que hasta ahora nunca achaqué a rasgos colectivos, gestos y miradas que poseen el volumen de gritos.

Otra vez, les agradecería que me dijeran si han notado usos y gestos similares, y que los compartieran conmigo, para por lo menos tenderme en pie hasta el próximo agosto y fingir que aún, o que ya, estoy de vacaciones.

Uno de los ejemplos más recientes del gesto que hoy me interesa lo oí en el cine de Plaza Las Américas, cuando asistía, con mi hijo de cuatro años, a la matiné de una de esas películas de animación computadorizada, de ésas en las que las superficies y las texturas–madera, tierra, pelo, saliva—parecen terriblemente reales.

Estábamos en la primera escena, en medio de un raro instante de silencio antes de zafarse varios gritos computadorizados al ritmo de una banda sonora computadorizada, cuando oí, sibilante y pujante, como tiijerazo viajando por papel de regalo, un largo y urgente

¡Psssssst!

Como no había casi nadie en la sala, ya se me habían acostumbrado los ojos a la oscuridad y ver la película ya daba indicios de ser un sacrificio de amor de madre, dirigí mi atención a la fuente del sonido y pude ver a otra madre sacrificada, jovencita ella y con tremenda bolsa de popcorn, parada al final de la primera fila y ladeando la cabeza vigorosamente, sus labios recogidos en ese mohín que sólo los puertorriqueños sabemos hacer cuando queremos señalar algo o dirigir a alguien en determinada dirección sin usar el dedo índice, para no ser maleducadamente obvios. Meneándose, pero sin mover los pies de su posición congelada al final de la primera fila (para no ser maleducada, para no bloquear la pantalla computarizada,) repetía pssstt cada dos o tres segundos, tras de lo cual la oí susurrar un nombre femenino, así, muy bajito, para no ser maleducada, pero todavía urgente, y por fin pude atisbar, al principio de la primera fila, tímida y a la vez desafiante, a una nena de unos cuatro años.

Me pareció curioso que, en vez de cruzar la poca distancia que la separaba de su hija y agarrarla para llevarla a sus asientos, decidiera quedarse plantada ahí, haciendo sus pssstt intermitentes, como si la nena, después de no hacerle caso al primero, le hiciera caso al tercero, o al quinto. Sería para no derramar el popcorn. Decidí ser generosa en mi juicio y me dio gracia que, por no molestar al resto del público de padres sacrificados, tuviera la consideración de no cruzar frente a nosotros, de no querer atraer atención. Aparentemente pensaba, inexplicablemente, que hacer pssstt una y otra vez sería menos irritante.

Por fin la nena decidió moverse, pero entonces se paró en medio de la fila, en la que sólo había una pobre persona, un viejito creo, sin niños, que sabrá dios por qué había decidido ver la película computadorizada. La nena empezó a dudar si pasarle por enfrente al pobre viejito, y su mamá se puso a hacer pssstt más angustiosamente, hasta que la nena se atrevió y corrió el resto de la distancia, chocando con la mamá en un encuentro triunfal a la Chariots of Fire que tumbó gran parte del popcorn por todo el piso.

Unos días después estuve en la Placita de Stella Maris con mis dos hijos, mirándolos zigzaguear en teresina por entre los caracoles de metal. Cerca de ellos corría un nene chiquitito, de unos dos años, que pronto empezó a seguir a mis hijos, atraído por las teresinas. A veces se acercaba demasiado y los míos tenían que virar de repente para evadirlo y no darle un golpe. Lancé un vistazo general a todo el parque, buscando con la mirada al padre o encargado de ese nene, y empezaba a preocuparme, pensando que se había alejado demasiado de los suyos y que pronto se daría cuenta de que estaba entre extraños, cuando escuché el ¡Psssssst! de nuevo, que esta vez venía de un sitio indeterminado. Me tardé unos momentos en localizarlo. Éste era un pssstt alegre, seguro de sí mismo, pero no por eso menos irritante. Otra vez pertenecía a una mujer, a la que ahora veía claramente, como si siempre hubiese estado allí. En realidad acababa de cruzar la Magdalena, tongoneándose felizmente para reunirse con su hijo y lanzando pssstts rítmicos, con la mirada pícara del que quiere sorprender a un viejo amigo.

¿Sería ésta la nueva manera en que las madres llamaban a sus hijos pequeños?, pensé.

¿O es que ahora, por lo del cine, me había dado por fijarme demasiado en todos los pssstts que me habían rodeado toda mi vida?

Tuvo que hacer pssstt varias veces para que el nene la oyera, a la vez que se le iba acercando más, pero él estaba demasiado interesado en perseguir las teresinas y no se dio cuenta de su mamá hasta el último pssstt, que vino acompañado de un “¡Bebo, aquí estoy!”, y enseguida pude ver otras figuras que se acercaban, como si hubiesen estado escondidas detrás de los bancos y los árboles todo este tiempo: la tía, la hermana mayor, una señora que parecía la abuela.

Vi al papá, mondao de la risa con la ocurrencia de su mujer. “Yo estaba por acá y Bebo se fue a ver a los nenes esos”, dijo, encantado de la vida.

Embuste, pensé. El hombre había estado recostado en un banco con su iPhone, lejos de todo, y el nene estaba sano y salvo por milagro, porque cualquiera pudo haberlo secuestrado fácilmente.

Soy una madre un poco nerviosa, lo confieso.

La familia entera se reunió, feliz, y siguieron su camino.

El pssstt que más me sorprendió de todos fue el último que escuché, esta vez en el aeropuerto de Isla Verde, en la fila de seguridad para tomar el vuelo de vuelta a Nueva York.

Una vez más, vino de una mujer, una de las agentes de la TSA que, para agilizar el movimiento de la fila serpentina de viajeros, se movía entre nosotros, llamándonos la atención con un pssstt inesperado y chocante, seguido (luego de surtir su efecto de llamar la atención) del mismo puchero que la madre del cine había utilizado.

Sin decir una palabra, la mujer había logrado comunicarnos muchísimas cosas:

“¿Adónde viaja?­­­

¿Cuántos son?

Venga conmigo, lo vamos a mover al principio de la fila.

No, usted no, usted se queda acá.

Sí, señor, vaya a la derecha.”

Con sólo pssstts y un jamaqueo de labios.

¡Tenían que verles las caras a los turistas, especialmente al grupo de muchachas japonesas que no llegaban a entender qué quería esta señora con sus ruidos y sus señas, pero que obedecieron tan pronto como vieron lo eficiente que era! Era tan absurdo que ni siquiera me pareció una falta de respeto al cliente, que es lo que era, porque la mujer, igual que las otras dos, veía esto como un método de comunicación perfectamente normal, eficiente y considerado. Para qué hablar si se puede hacer pssstt.

De camino al avión me puse a pensar en otro pssstt oído hace muchos años, en un contexto completamente diferente –el único contexto que creo justo y apropiado.

Tendría dieciséis años, y mis amigas y yo pasábamos un día de playa en Pine Grove, que nos parecía más tranquilo que Ocean Park porque tenía menos gente y porque nos daba excusa para que una de nosotras, que acababa de sacar su licencia, nos diera el paseo por Isla Verde mientras escuchábamos Freedom 90 a todo volumen y nos imaginábamos así, libres e independientes y listas para un día glorioso en la playa, con nuestros sarongs y nuestros bikinis y nuestros Walkmans (para escuchar más Freedom ’90). Sí, triste pero cierto.

De todos modos, ese día entendimos por qué Pine Grove no se llenaba de gente.

Serían como las tres y estábamos listas para irnos cuando oímos un pssstt tentativo, corto y débil al principio, pero más valiente y decidido a medida que se repetía, a intervalos de unos cinco segundos.

Venía de detrás de nosotras.

Nos volteamos para ver a un tipo con un trench coat color crema, medio calvo él, que con una sonrisa trágica nos mostraba la razón colgante de su tormento –razón que nos tomó un rato divisar, pues era, por cierto, chiquitita. Un flasher a la antigua, se lo juro, de esos que no pensaba que existieran ya.

No sabíamos si reírnos o no, pero la verdad es que me pareció un cuadro enternecedor –el pobre flasher, que se había tomado la molestia de conseguirse vestimenta a la Inspector Gadget, y que quién sabe cuánto tiempo llevaba allí, velándonos, por fin había cobrado valor y nos ofrecía su humilde espectáculo con el singular preámbulo de su pssstt.

El individuo se dio cuenta de que le teníamos pena y se fue, cabizbajo en ambos extremos, mientras a nosotras se nos quitaban las ganas de volver a Pine Grove. Claro que tuvimos suerte, en todo el sentido de la palabra, pero ahora lo que me importa es concluir que sólo a ellos, los flashers, les debe pertenecer el pssstt, que para ellos sí tiene una función justificada, en todo su secreteo vulgar, y que al resto de nosotros nos debe parecer lo que es, una señal de mala educación.

No sé qué me dirán ustedes, ni lo que piensen de gastar tantas palabras en algo que ni siquiera es una, pero les pido que compartan conmigo otros gestos y sonidos que se hayan regado por nuestro panorama lingüístico-cultural, para añadir a mi colección. Me dejan saber si han recogido algunos.

Y si no, pues entonces pssstt.

 

 

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