Por Mari Mari Narváez/Especial para En Rojo
I. Yo nunca olvidé los helicópteros de Vieques. A veces, cuando pasábamos muchos días en los campamentos esperando los arrestos, me cansaba de tanto bullicio y me iba a una playa un poco apartada para bañarme y estar un rato sola. En varias ocasiones, el helicóptero de la Marina que rondaba por allí se me acercó demasiado mientras me bañaba. Podía ver incluso las armas que exhibían los militares, casi colgando de aquel aparato. Los veía muy con el rabo del ojo tras las gafas de sol pues, en realidad, la manera de lidiar con aquel hostigamiento, era haciéndome la que los ignoraba por completo. Seguía con mi baño y mirando al horizonte, como si mi ensimismamiento fuera más grande, como si no sintiera las hélices del helicóptero sobre mi cabeza ni me perturbara que se acercaran tanto. Nunca en estos 20 años olvidé aquella sensación de invasión, el temor que ese mismo día aprendí a disimular.
II. Isleña y costeña al fin, una sabe lo que es correr y correr hasta llegar al final de esta tierra. Siempre alcanzas un punto en que no queda más remedio que detenerse en una orilla de mar, mirar a lo lejos, respirar. Para nosotras, esa es la sensación de estar en una frontera. A veces he extrañado poder llegar desde aquí a otro lugar, contar con una frontera terrestre. Poder irme de paseo por la mitología del viaje transnacional, costa a costa, que atraviesa lugares parecidos y, a la vez, muy apartados. En una isla no es así.
La playa nunca ha sido un solo lugar. Ni siquiera un solo elemento, un único imaginario. Tengo miles de playas inscritas en el arquetipo de mi evocación. Está la playa plena, absoluta de mi niñez, cuando pasaba el día completo realenga (sin mi madre ni otra figura de autoridad) jugando con los niños que aparecieran. Salía temprano y regresaba poco antes de que se pusiera el sol, muchas veces sin haber comido siquiera, a veces insolada pero feliz, lleno el espíritu, no solo de jugar y nadar y buscar peces y olas sino también de imaginarme los cuentos más truculentos posibles en el escenario marítimo, que era de mis pasatiempos favoritos. A cada objeto perdido en la playa podía hacerle una historia y a veces esa historia cobraba cierta realidad. Por ejemplo, un día vi muy a lo lejos un bebé recién nacido y solo, siendo arrastrado por las olas en la orilla. Corrí a salvarlo. Estaba bastante lejos, así que debí correr muy rápido para intentar salvar a aquel bebé. Cuando llegué donde él, muy fatigada y temerosa, el bebito resultó ser un coco seco y yo tuve por primera vez esa decepción tan contradictoria de cuando algo malo que esperabas no llega a ocurrir.
En las noches todo se volvía muy distinto. El mar frente a esta casa de playa hacía un ruido salvaje, monstruoso, que el silencio y el vacío de la soledad nocturna magnificaba brutalmente. A veces, si estábamos solas mami y yo, las noches eran un tanto tenebrosas. Recuerdo una vez que ella llamó a la Policía porque había un tipo rondando la casa. El vecindario era muy solitario y oscuro, pero yo lo que recuerdo es que mami era tan fuerte y poderosa que, a pesar de lo espeluznante de aquellas noches en medio de un pueblo fantasma y frente a un mar salvaje del que parecían salir todo tipo de fábulas y revelaciones, yo no sentía miedo. Pero sí me impresionaba lo radicalmente distinto que podía sentirse estar cerca del mar según la hora del día.
Ya en la juventud, los días sagrados eran los de playa. Íbamos en grupos, todos los fines de semana, de día y de noche. En esta época el mar también era una frontera entre la juventud y la adultez experimental, entre la ingenuidad y la temeridad, entre la degustación del mundo y sus riesgos. Podría escribir decenas de cuentos sobre los cientos, miles de imaginarios de playas que digo llevar por dentro, pero eso será después. Por ahora, lo importante es establecer que la playa es a muchas de nosotras las isleñas como el agua a la vida.
III.No estoy segura si fue de mis profesores de la UPR, María del Carmen Baerga y Juan Giusti, tal vez fue de mi amiga Jennifer Wolf, de quienes aprendí que el mar es una categoría de análisis. De Fernand Braudel para acá y a partir de su fijación con el Mediterráneo, se han sugerido los mares y los océanos como categorías de análisis histórico superiores a aquellos anclados en las estructuras de naciones-estado. Según quienes proponen esta mirada, «ese acercamiento disuelve distinciones artificiales, a veces incluso absurdas, entre regiones supuestamente coherentes y ostensibles, llamando la atención sobre ciertas interacciones sistemáticas, sostenidas a largo plazo, que se llevan a cabo a través de diversos cuerpos de agua», dice Jerry Bentley en su artículo Sea and Ocean Basins as Frameworks of Historical Analysis. Él ofrece el ejemplo de la esclavitud, que se construyó sobre el escenario (esa especie de denominador común) del Océano Atlántico, protagonizado por tres continentes muy disímiles que crearon un triángulo de actividad, tráfico, relaciones y explotación, sobre el Atlántico (Europa, África, el Caribe).
Ahí entendí que había mucho más en esa búsqueda reiterativa en la orilla del mar; algo que me hace sentir por quienes transitan entre esos cuerpos de agua que desde acá vislumbramos. Que ahí, en última instancia, está impresa la radiografía de la actividad humana entre nuestras islas.
IV. Este verano pandémico, el acto sencillo de ir a la playa se ha convertido en un ejercicio de extraordinaria resistencia. Aquel tiempo del helicóptero, de improvisar valentía para darme un baño de mar, ha regresado. Esta vez el aparato hace acto de presencia constantemente. Es una vigilancia manifiesta, tóxica, intimidante, que necesita dejarse sentir. Los primeros meses de la cuarentena era realmente absurdo, pues las playas estaban completamente vacías. Y si acaso se hubiese colado alguien, esa persona hubiese estado en absoluto distanciamiento físico. El vuelo constante del helicóptero entonces parecía un ejercicio completamente fútil, de exhibicionismo y control, incluso más bien psicológico. Si algo había por esos días era un gran silencio, hasta que este aparato comenzaba su excursión diaria.
Ir a la playa se ha vuelto una paradoja. Crees que puedes hacer algo para relajarte de toda esta ansiedad por la pandemia. Ir a la playa es seguro. Sería muy pero que muy raro contagiarte allí de Coronavirus, así que te dispones a hacer algo por ti, por tu salud mental y física, por tu vida familiar. Preparas todo. Eso nada más hoy día es un esfuerzo épico para mucha gente. Llegas a la playa y al ratito llega también el helicóptero. Es una sensación extraña. No quieres darle importancia, no quieres mirarlo siquiera porque sabes que eso es lo que busca allá en el aire, atención, intimidación, autoridad. Pero aún sin mirarlo, lo sientes. Imposible no hacerlo. Se interpone y te provoca inseguridad. ¿Cuánto va a bajar? ¿Está tomando fotos? ¿Qué busca? Y aquí solamente estoy hablando de algo que hasta cierto punto es lejano: un helicóptero molesta, intimida, a veces baja demasiado y es peor aún. Pero permanece en el aire. Así que todavía no estoy entrando en los casos que hemos documentado en la organización que dirijo, de personas solas arrestadas, entiéndase privadas de su libertad y expuestas al contagio del virus por una Policía que es uno de los mayores focos de contagio en el País. Arrestadas por pasear perros en la playa, por caminar, por estar en pleno distanciamiento observando el horizonte. Tampoco estoy hablando de personas que han sido arrestadas en su hogar incluso o en sus carros por llevar comida a familiares enfermos (¿puede haber más distanciamiento físico que estar en tu casa o en tu carro?)
Nuestro gobierno ha encontrado en la pandemia el subterfugio perfecto para poner su autoritarismo en un tratamiento de esteroides. Hace ya casi medio año que no sabemos lo que es disfrutar de un día de playa sin ser vigilados y en muchos casos acechados por la Policía. Esto a pesar de que, en esta pandemia, lo más recomendado es utilizar los espacios naturales al aire libre. Mucha gente piensa que estas medidas son justificadas por el terrible riesgo de contagios que enfrentamos en estos días. No coincido con ellos pero esa parte de la discusión se puede incluso estipular porque da igual si están o no justificadas. El efecto será el mismo: pérdida de derechos y un enorme retroceso en la cultura democrática del País, que nunca ha sido muy robusta, lo que solo me sugiere que será aún más difícil reponernos. Los gobiernos siempre han sabido utilizar el miedo para eliminar o violentar derechos y arreciar su poder y autoritarismo. En cuestión de meses, se ha criminalizado el acto sencillo y ordinario de acudir a una playa y ya nos hemos acostumbrado a que ejecutar esa inocente actividad puede tener la consecuencia de ser intervenido por el Estado. Así fueran claros, concisos, legales y ejecutables los decretos de la Gobernadora (que no lo son), de todos modos nuestra policía es incapaz de actuar bajo márgenes constitucionales. No lo digo yo. Es un hecho extensamente documentado tanto por el Departamento de Justicia federal como por nuestra sociedad.
Nuestro gobierno ha descansado excesivamente en medidas policiacas para atacar un problema que es de salud pública, y nada tiene que ver con crimen y castigo. Quiere insistir en que el problema somos nosotros, que somos indisciplinados, cuando aquí la gran mayoría de las personas, aún sin poder, hizo y todavía hace un sacrificio increíble para quedarse en sus casas. Desplazan la culpa hacia nosotros porque sus medidas han sido mediocres, corruptas, insuficientes e inadecuadas. Ninguna pandemia puede controlarse con policías, sin pruebas, rastreo, campañas de promoción de salud, estudios de prevalencia y el aislamiento efectivo de los casos positivos, que es en lo que debían haberse concentrado desde el primer día.
«Institucionalizar la mentira es la demostración más absoluta del poder», dice Diego Olavarría, en su artículo Fascismo en tres partes,publicado recientemente en la revista de la Universidad de México.
Siempre he sabido que agua y libertad están imbricadas. Me pregunto cuánto de eso tan grande e intangible que es la libertad puede sobrevivir la represión. Cuál es el límite, la frontera de la voluntad de libertad, esa orilla donde no importa cuántos policías lleguen, solo encontrarán su propia futilidad, la infecundidad de aquello que se busca y no se alcanza.
Pero también me pregunto: Cuando la pandemia sea ya solo un recuerdo traumático de nuestro pasado: ¿Cuánto habremos retrocedido en la búsqueda del país realmente democrático que queremos ser?