Cuando lo colocó, justo a la altura de los ojos, la mujer pudo apreciar en detalle la diminuta silueta de aquella criatura que parecía danzar solo para ella. Quiso sentir que había entre las dos alguna conexión, pero inmediatamente descartó la idea. Qué tontería, las cosas que se me ocurren, y siguió con lo suyo.
Desde allí arriba el pez no veía mucho y se aburría. Un pez aburrido puede confundir. A veces la perplejidad se toma por vanidad, sabiduría, desconcierto. Esto pasa mayormente con los cangrejos, las tortugas y los tinglares, pero ninguna de estas criaturas comparte su universo de forma tan íntima como este pez. En aquel cuarto no se daban grandes acontecimientos, como podía suceder en mar abierto, ni sufría grandes transformaciones, como ocurre con las costas. Sólo la luz se afanaba en un espectáculo mañanero a través de las cortinas y jugaba con los reflejos del agua por la tarde, cuando los rayos del sol calentaban un poco la reducida pecera que ocupaba el solitario pez encima del mueble.
La mujer se acostumbró muy pronto al pez, como quien se acostumbra a un cuadro o al paisaje cambiante a través de una ventana. De vez en cuando el movimiento de la criatura, como un celaje azul, le recordaba que era diferente al cuadro y al paisaje. Entonces se acercaba al pez y lo alimentaba.
Desde allí, el pez mataba el tiempo pensando en lo que veía. Su reducida pecera no tenía adornos, aparte de un castillo sin puertas ni ventanas, como una piedra cuadrada que hubieran lanzado al fondo sobre los guijarros azules, de manera que no le quedaba más remedio que mirar hacia fuera. El pez rodeaba los límites de la fortificación y se asomaba por la curvatura del cristal que le hacía ver más cercanos los objetos: todo era verde, azul y amarillo. Su único espectáculo era el monótono y predecible ir y venir de las enormes criaturas que ocupaban el cuarto.
Poco a poco el pez aprendió a reconocer las siluetas de los individuos que se presentían en la oscuridad. Cuando la luz le permitía distinguir las figuras, vigilaba a aquellos seres que se desplazaban por el cuarto, en un espacio aparentemente más suave y cristalino que el agua y que les permitía movimientos a un ritmo incomprensible para el ocupante de la pecera.
Algunas veces entró otro animal a la habitación. Era un cuadrúpedo amarillo de ojos endiabladamente feroces y largos bigotes picudos. Parecía fascinado por aquel receptáculo y el pez llegó a pensar que el pobre padecía de una sed perpetua, pues solía beber del agua de la superficie mientras él mantenía discreta distancia en el fondo, muy cerca del castillo. En una de esas ocasiones, el pequeño monstruo fue sorprendido por la mujer, que lo sacó del cuarto como si el animal la hubiera ofendido con su presencia. El asunto llegó a intrigarle. Algo había en él, siniestro y maligno, que hacía a las criaturas mayores reaccionar violentamente.
El pez se propuso combatir su aburrimiento y comenzó a llevar cuenta de las rutinas de los otros y a imaginar lo que pasaba más allá de las puertas y ventanas del cuarto. No tenía muchas pistas para hacerlo, pero desde el minúsculo abismo de su pecera, junto al falso castillo, hacía lo que podía. Pronto conoció sus costumbres, que se limitaban a las primeras y finales horas del día. Nadie sabe cómo es eso de vivir en una pecera, pero en este caso el pez fue muy cuidadoso en no exagerar sus ideas y se atuvo a lo que podía constatar en el tránsito cierto de aquellas criaturas lastimosas, tan ignorantes del ritmo de las mareas y corrientes submarinas. El pez imaginaba el pasado de la pareja desde su perspectiva de pez o jugaba a que era él quien determinaba los desplazamientos de los personajes: era él quien los levantaba con la luz por la mañana, quien los hacía retirarse después de cambiarse de piel, quien los hacía moverse en la penumbra y quien los dejaba inmóviles hasta el otro día.
Así las cosas, una mañana, el pez imaginó que ya era una criatura feliz, que había conseguido entender el adentro y el afuera de su pecera, y se quedó muy quieto en el fondo. Tan quieto estaba que dejó pasar las horas de la noche y la mañana, dejó pasar el momento de alimentarse, dejó de seguir a la pareja por el cuarto y tan quieto se quedó que al otro día la mujer pensó que todo había terminado para el pez.
La mujer lo miró desde arriba, muy triste y compungida –el pez sólo había durado año y medio y habría que explicarle al niño qué había pasado–, y decidió deshacerse de él y limpiar la pecera. Algo llorosa, la mujer fue sacando las piedritas azules del fondo, sacó el castillo y el liviano cuerpo del pececito, y, acaso por tener empañados los ojos, no alcanzó a notar cierto movimiento en las aletas cuando lo echó, en actitud melancólica, por el inodoro. Esa noche la mujer se dormiría pensando en aquel pobre ser que nunca escuchó música, ni conoció el mar, ni se enteró de que había otras criaturas marinas.
El pez, que había permanecido quieto y catatónico, los ojos puestos en la mirada compasiva de la mujer, concentrado él en aquel instante de exultada emoción, no opuso resistencia. Otro pez hubiera sacudido su cuerpo, buscando desesperado el regreso a la pecera, pero no así el pez de esta historia. Adiós, mundo maravilloso, se habrá dicho el pez mientras la fuerza del agua lo revolvía en la taza. Con el último aliento que le quedaba, alcanzó a ver la silueta de aquella otra criatura triste, y, mientras se sumía en la oscuridad de los desagües, se conmovió pensando en una vida dispersa y vulnerable, sin la tibia protección de una pecera. Cuánta hermosura y fragilidad en el desasosiego, pensó el pez, embelesado, y después: nada.