Un juego que conduce al ridículo

Los niños se entretienen con cualquier cosa. En mi época se jugaba a los vaqueros, uno hacía de bueno y el otro de malo, o a los policías. Pasábamos horas jugando a lo que uno no era. También recuerdo a mis hijas jugando a ser “doctoras”, una curaba a la otra con un estetoscopio inventado.

En eso pensaba hace unos días al leer las noticias del último viaje a Washington de la flamante “comisión de la igualdad” donde todos juntos, cogidos de la mano como cantando matarile lire lo, llegaron hasta el capitolio federal llamándose a sí mismos “senadores” y “representantes”. No eran niños y niñas sino personas viejas, incluyendo al ya carcamal Carlos Romero Barceló. Sin el menor asomo de pudor se autoproclamaron “congresistas”, los que nadie eligió, reclamando de paso un proceso de anexión política que nadie ha autorizado. Todo eso lo hacían con dinero público y a nombre de los puertorriqueños, mientras los que ellos alegan representar viven la más grande tragedia del nuevo siglo.

Si se entretuvieran en esos juegos en fiestas privadas –como las personas que organizan bailes de disfraces– no habría problemas, pero se trata de figuras públicas (o figuritas) que gastan dinero del pueblo en esas diversiones.

El liderato del Partido Nuevo Progresista (PNP) venía amenazando con esa pantomima desde hace algún tiempo. Lo llamaron “plan Tennessee”, pretendiendo emular lo que hicieron los habitantes de ese territorio estadounidense en 1796 cuando, tras haber peleado en la guerra de independencia, trataron de acelerar su incorporación a la Unión. Lo que sorprende es que hayan insistido en el sainete en estos momentos cuando tanto lo que ocurre en Puerto Rico como el ambiente reinante en Estados Unidos aconsejaban otra cosa.

Si el PNP y Ricardo Rosselló tenían algún capital político tras iniciar un nuevo gobierno en enero de 2017, lo perdieron desastrosamente luego del azote del huracán María en septiembre de ese año. Lo que ocurrió a partir de aquel fatídico mes dejó sin techo la muy cuidada imagen que los publicistas del gobierno habían logrado construir en los primeros meses del año. Lo que quedó a vista de todos es un líder débil y torpe, rodeado de gente que lo es aún más, a quienes la tarea de reconstrucción les resulta demasiado grande. La tarea es “extra large” y el gobierno es “small”. Con cada día que pasa el estado del país se complica, mientras el gobierno repite los mismos estribillos.

El día que los “comisionados de la igualdad” partieron hacia Washington a comenzar su juego a congresistas, la mitad de los puertorriqueños seguía sin energía eléctrica y la otra mitad lamentaba la salida del país de algún ser querido; los negocios cerraban, la economía se deprimía aún más y la desesperanza se notaba en los rostros de la mayoría. En momentos como ese los líderes políticos se lanzan a abrir brechas en medio de la maleza y no se entretienen en jueguitos infantiles. Pero el que una minoría de los puertorriqueños eligió en noviembre de 2016 optó por irse a Washington a hablar de algo que allá nadie quiere escuchar mientras acá reclama otro tipo de explicaciones.

Tal vez pensaron que el jueguito a congresistas serviría para que los puertorriqueños desviaran la vista de sus angustias, pero una vez más se equivocaron. Nadie le presta atención a un juego de ese tipo cuando está desesperado.

Y si no era propicio el ambiente en nuestro país mucho menos lo era en la capital de Estados Unidos. Desde que en el Congreso de Estados Unidos se produjo el debate en torno a la situación de Puerto Rico, el que produjo la ley llamada PROMESA, se afianzó allí la imagen de indolencia y el sentimiento de desprecio hacia los puertorriqueños. Esa imagen y esos sentimientos están en el ambiente desde 1898 y existe una enorme prueba documental al respecto, pero durante ciertos periodos se aplaca. Sin embargo, nuestra crisis de la deuda pública y las formas en que los gobiernos coloniales la han tratado, disparó esas percepciones nacidas del racismo y la prepotencia gringa.

Ése era el ambiente que existía antes del azote del huracán María. Lo que ocurrió luego de ese evento llevó a niveles nunca antes vistos la desconfianza del establishment estadounidense hacia las instituciones puertorriqueñas. La imagen que el gobierno de Ricardo Rosselló trasmite hacia Washington se resume en dos palabras, incompetencia y corrupción. La incompetencia se trasluce de la ausencia de un plan de gobierno y de la constante improvisación, del empeoramiento de las condiciones sociales y de la falta de respuesta al continuo declive económico. La corrupción, por su parte, nace de contratos como el de Whitefish y, más importante aún, de la ausencia de acciones dirigidas a detener esas contrataciones y a fijar responsabilidades.

La desconfianza y el desprecio llegan a tal nivel que un préstamo legislado con etiqueta de “emergencia” –el de los $4,900 millones– ha sido detenido en la burocracia federal hasta que allá reciban las necesarias garantías de que el dinero no será malversado. Y si ni siquiera confían en los puertorriqueños para prestarles dinero, ¿acaso van a entrar con un mínimo de seriedad en conversaciones de status hacia una eventual incorporación como estado?

El gobernador Rosselló y su grupo de “comisionados igualitarios” sabían todo esto. No obstante, insistieron en el libreto del “plan Tennessee” sin cogerle miedo a hacer el ridículo. Allá ellos.

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