El anciano que hablaba con una isla

Yo me llamo Elías.
Y durante los últimos años del siglo XIX,
fui el que le llevaba el diario al doctor Ramón Emeterio Betances.
No fui su secretario, ni su enfermero, ni su discípulo.
Fui otra cosa.
Fui ese testigo que la historia nunca escribe,
pero sin el cual, a veces, no hay quien guarde la voz de los que se apagan.
Vivía en un apartamento de escaleras angostas, cerca del Sena.
No tenía lujos.
Ni retratos en las paredes.
Sólo libros, cartas sin respuesta,
y un retrato pequeño de Puerto Rico que él mismo había dibujado con palabras.Cada vez que le entregaba el diario,
él buscaba con urgencia cualquier mención del Caribe.
Y cuando no aparecía nada —porque casi nunca aparecía—,
se quedaba callado.
Como si el silencio fuera más noticia que el olvido.
Me hablaba de su isla como quien recuerda a una madre a la que nunca pudo enterrar.
Decía que la había amado con tanta furia,
que le dolía más no haberla liberado que su propia muerte.
“En todos lados me aplauden,
menos en el único donde me habría bastado con que me dejaran entrar.”
Yo lo vi curar sin cobrar.
Lo vi traducir textos de medicina en las madrugadas,
escribir cartas para Cuba,
ayudar a haitianos, dominicanos, y a cualquier latino que le pidiera auxilio.
Pero en sus propios ojos, él no era héroe.
Era un fracaso que había salvado muchas vidas,
menos la suya.
Menos la de su patria.
Una noche de lluvia me leyó sus Diez Mandamientos del Hombre Libre.|
Yo los escuché sin pestañear, como si fueran salmos.
Y él, con voz bajita, me dijo:
—Si vuelven a encadenar al pueblo, léelos en voz alta.
Aunque no te escuchen.
Aunque se burlen.
Aunque tengas miedo.
Murió un 16 de septiembre,
como si esperara ese mes para morir en coincidencia con sus revoluciones fallidas.
Sin gloria.
Sin honores.
Con una bata remendada y una libreta llena de promesas incumplidas.
Yo lo acompañé hasta el cementerio.
Nadie gritó su nombre.
Nadie llevó banderas.
Pero cuando bajaron el ataúd,
sentí que no estaban enterrando un cuerpo,
sino sembrando una deuda.
Desde entonces, cuando me preguntan por qué sigo luchando,
por qué insisto en hablar de justicia en esta tierra cansada,
yo pienso en él.
En ese anciano que vivía lejos de todo,
pero que hablaba con una isla que nunca lo dejó dormir.
Y digo bajito, como se dicen las verdades más grandes:
“Porque hay muertos que no descansan.
Se quedan vigilando.”

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