Cicatrices de María, un año después

Regresé de mi tradicional visita a la familia en Puerto Rico hace solo una semana. Esta vez, el regreso al exilio me golpeó más duro de lo usual. No fue solamente porque una vez en Estados Unidos, extraño demasiado a mi familia y a mis amistades que viven en la Isla; tampoco por la culpa inmensa que siento cuando regreso con mi hijo al norte, luego de haberlo visto gozar con sus abuelas, bisabuela, tías y tíos, sus primas y hermano mayor.

Reconozco que esta visita fue diferente. Hacía un año que no visitaba el terruño. No había pisado mi bella tierra después de la devastación ocasionada por los huracanes Irma y María. Había pensado que debía prepararme emocionalmente, y confieso que lo intenté.

Cuando llegué al aeropuerto de Isla Verde, cogí un taxi para llegar a mi casa en el Viejo San Juan. Mi chiquito, maravillado, miraba el paisaje y me decía: “¡Mamá, mira las palmeras”, con su acento español ‘diasporriqueño’. “Palmas. Sí, mi amor, estamos en casa”.

El taxista nos preguntó hace cuánto no visitábamos la Isla. “Desde justo antes de Irma y María”, le contesté. “Las cosas han cambiado mucho”, me dijo.

Conversamos durante el trayecto sobre la desgracia acaecida sobre nuestro país, y de su experiencia personal durante las semanas posteriores al paso de los fenómenos. Cuando durante la conversación mencionamos a las por lo menos 2,975 personas que murieron a causa de los huracanes, el taxista me dijo que su abuelita fue una de las víctimas. Me contó que murió de problemas respiratorios, a causa de los gases emitidos por los generadores eléctricos de las casas de sus vecinos.

“Fue muy triste. Las nietas llevaron sus zapatos a la instalación que se hizo en el Capitolio. Y cuando el gobernador (Ricardo Rosselló) y su esposa (Beatriz) fueron a visitarla, los zapatos que cogieron en su mano, fueron los de mi abuelita”, relató con voz entrecortada.

Durante nuestra estadía en la Isla, paseamos por San Juan, Caguas y Cayey. Vimos cómo ha cambiado el paisaje, el urbano y el rural, la vegetación y los animales pero, principalmente, cómo ha cambiado la gente.

Cada persona con quien compartimos, tenía alguna anécdota o queja que necesitaba compartir. Nuestro hijo mayor nos contó, con la profunda sabiduría de sus 16 años, que durante los días después de María, Puerto Rico se convirtió en el Apocalipsis Zombie del que tanto ha leído en sus novelas gráficas, series y películas preferidas. La misión, antes sencilla, de conseguir comida y gasolina, en esta ocasión, fue toda una épica de supervivencia. Añadió que aunque ahora las cosas están mejor, nada nunca será igual… típico de novela de distopía.

Un conocido, experto en mercadeo y tendencias digitales, me contó que los patrones de consumo de las personas en Puerto Rico ahora son muy diferentes a los días previos a los huracanes. Ahora, las compras de alimentos no son grandes, se va con más frecuencia al supermercado porque hay que estar pendiente a los apagones para evitar que se pierda lo que hay en la nevera, por falta de energía. La gente que puede costearlo, come fuera con mayor regularidad, por la misma razón. Las tiendas y restaurantes tienen horarios limitados y muchas personas ahora tienen un segundo o tercer trabajo ‘para empatar la pelea’. La señal de Internet es variable, a veces hay y a veces no. Y estos solo son algunos de los cambios.

No obstante, aunque la naturaleza reverdece, algunos lugares se reconstruyen y la gente echa pa’lante, puede apreciarse una especie de depresión colectiva a nivel nacional. Puede observarse en los negocios cerrados y abandonados, en un Viejo San Juan desierto un jueves en la noche, en los postes de energía todavía en el suelo pero, principalmente, en el rostro de las personas.

La gente está agotada y agobiada. El cansancio y agotamiento se palpa en los adultos mayores que siguen cuidando a los más ancianos y a los niños pero ahora con múltiples complicaciones. El deterioro físico de las propiedades parece contagiarse a los cuerpos y las mentes. La gente está más agresiva y menos tolerante, lo que en ciertas circunstancias podría resulta muy positivo y en otras no.

Presenciamos y asistimos a protestas y manifestaciones de una población que ya no quiere aguantar más. La caldera que lleva prendida desde el 1950 y que durante los últimos 30 años está a “fuego alto”, parece explotar. Se le ve la costura a la colonia con la Junta de Control Fiscal y la gente ya no está dispuesta a aguantar. Y quienes llevan la voz cantante, no son solo los ‘pelús de la Iupi’, son también los adultos mayores que ya no tienen qué perder. Como la camiseta feminista que me regaló mi madre y que me pongo con orgullo: “Nos han quitado tanto, que ya no tenemos miedo”.

La vigilia, que visité con mi crío en la Plaza de Armas, convocada por la Coordinadora Paz para la Mujer (CPM), para denunciar los feminicidios de este año a causa de la violencia machista, fue un ejemplo del refrán que ‘para muestra, con un botón basta’. Adolescentes, adultas y muchas adultas mayores se dieron cita con velas, y espíritu combativo, para decir ‘basta ya’ a la impunidad contra la violencia de género. La CPM declaró una alerta ante lo que es una crisis nacional para las mujeres, recalcando que luego del huracán María ha aumentado la vulnerabilidad, no solamente de violencia de género sino de hostigamiento y agresiones sexuales.

Entonces, con el corazón en la mano, me tocó regresar al norte… en donde el cielo no es del mismo azul y el sol no calienta igual. A lágrima viva, me despedí de mi bella Isla del Encanto y de mi gente.

Me refugié en mi familia escogida de boricuas de la diáspora, los que comprenden mi dolor a cabalidad. “A veces te pega más duro, es normal. Solo piensa en que regresarás antes de lo que imaginas”, exclamó una amiga querida para consolarme.

Mientras escribo, nuevas amenazas de tormentas y huracanes acechan mi patria. Sin embargo, como dice la canción de Lin Manuel Miranda, tengo “paciencia y fe” de que mi pueblo ya despertó y solo coge impulso para lo que viene. De todos modos, la diáspora siempre dirá presente, estaremos aquí pendientes, porque compartimos las mismas angustias y los mismos amores.

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