Beatriz Llenín Figueroa / Especial para En Rojo
Hay contextos en que la brea parece una crema de viandas. Podridas, claro está.
Así luce la brea sobre el destartalado puente que separa mi carro del improbable lugar donde, a meses de María, el municipio en el que vivo determinó que la gente llevaría su reciclaje. Hay que tener mucha intimidad con los recovecos para llegar allí. Hay que confiar en que la imaginación boricua, en efecto, no tiene límites para creer que, por aquí, por esta callejuela, atravesando este pastizal, teniendo la clara impresión de que esta ruta no puede llevarte a ninguna parte o, en todo caso, solo podría conducirte a la madriguera de alguna iguana de palo, se llega a participar del rito más fundamental, aunque no por eso menos pírrico, de conciencia ecológica: reciclar. Por si fuera poco, los resultados del rito son inciertos porque, al menos a mí, nunca me ha quedado claro si el reciclaje que se entrega en este país de veras se recicla, como tampoco sé a dónde va a parar ni cómo se usa –o cómo no se usa– lo reciclado.
Si logras reunir la suficiente entereza para cruzar la crema de viandas podridas, que tiene el ancho exacto de mi modesto corolla, te toparás con su desembocadura: un abyecto y mohoso vertedero municipal de camiones, guaguas, vehículos de equipo pesado y ranchones abandonados. La basura se acumula por todas partes. Las gomas vacías, estibadas o aún soportando el peso de un cadáver de hierro cualquiera, crían mosquitos con avidez. Y aquí, en uno de los ranchos, se entrega el reciclaje de todo el municipio, cuya astronómica deuda por el manejo de basura fue tema en la prensa nacional a pocos meses del arribo de María.
Antes que una amiga me explicara cómo llegar a este lugar, pasé meses y meses zarandeando reciclaje por las calles del oeste de Puerto Rico. Iba por ahí más pendiente de recipientes con el símbolo de reciclaje que de esperanzas políticas para el país. Abrir un zafacón con el símbolo estampado y soltar allí los cartones o los plásticos era un logro personal. Así se sentía, verdaderamente. Sé bien que muchos países pueden facilitar a su ciudadanía la entrega de reciclaje hasta el punto de recogérselo en sus propias casas y, a la vez, ser los mayores contaminantes del planeta. Así es el capital. Pero, al mismo tiempo, también es cierto que ni el más mínimo gesto de conciencia ecológica puede arraigarse si tiene todo a la contra.
Fueron múltiples los viajes infructuosos y los zafacones con el símbolo colocados frente a negocios –gasolineras, ferreterías, restaurantes–, pero cerrados con candados que los dueños no querían abrir. Consulté con amistades. Alguien recomendó un lugar en el pueblo vecino, detrás de unas instalaciones deportivas venidas, como tantas cosas, a mucho menos. Allí el reciclaje se confundía con la basura regular. Apestaba todo aquel estacionamiento a vertedero.
Llamé al municipio. Me enviaron a una urbanización “por allí, nena, detrás del cuartel y de la colecturía.” Fui. Di vueltas por todas las calles que, aun siendo pocas, parecían cerrarse entre sí y formar arabescos imposibles de descifrar. Me dirigí entonces al cuartel. Ya no hay cuartel. Me estacioné en el edificio contiguo –donde un año o año y medio antes había ido a comprar sellos a la colecturía– y caminé con confianza hacia la puerta de cristal ya conocida. Aquí podrán decirme dónde en esa urbanización es que están los dichosos zafacones del reciclaje, me dije, sudorosa, incrédula, al borde de un ataque de ira que se sabe inútil de antemano. La puerta de cristal estaba clausurada. Sentí mis hombros caer y un peso de dolores sin nombre recorrerme las extremidades. Un amable señor que por allí pasaba prestó atención a mi derrota, por lo que se tomó la iniciativa de explicarme que ya esta colecturía no existía, que estaba todo concentrado en el pueblo vecino, que si necesitaba sellos podía comprarlos en tal banco o en tal farmacia.
Mucho antes de ese ciclo de fracasos y hasta más o menos un año antes del paso de María, el reciclaje en mi municipio se entregaba, muy razonablemente, en un área aledaña a la pista atlética. La decisión de remover los recipientes de allí fue tan opaca como injustificada. Me obligó a llevar mi reciclaje al Recinto de Mayagüez de la UPR y a unos recipientes que colocó el supermercado más cercano a mi casa. Eso pude hacerlo hasta que en ambos lugares se removieron los recipientes y, en el último, se instaló un letrero que leía (aún lee): “Debido a cambios en el manejo de reciclaje de plásticos y cartón, este establecimiento ya no los recibe. Disculpen los inconvenientes.” El RUM, por su parte, nunca informó sus razones.
(Cuando todos los días son una larga y repetida disculpa, ¿el perdón sigue teniendo valor? Cuando nada conviene, ¿hay tal cosa como un inconveniente?)
Había olvidado que el horario del lugar al cruzar el puente destartalado era de lunes a viernes hasta las 2pm. (Inserte aquí la obvia observación de cómo podría mucha gente cumplir con ese horario para entregar su reciclaje.) Gracias a ese olvido, en mis primeras tres ocasiones fui fuera de horario, pasé sin confesarme con nadie, encontré yo solita el ranchón de los recipientes de reciclaje, distribuí mi material por categorías y salí despavorida.
En la segunda ocasión, caía la tarde y, al salir por el portón, contemplé recortadas contra el sol las figuras de tres hombres evidentemente jóvenes, pero vívidamente viejos, hombros caídos, paso lento, loncheras en mano. Allí dentro pasaban –entendí entonces– no sé cuántas personas sus días de trabajo, en tareas que aún se resguardan en el misterio. Recorriendo el pastizal en la dirección contraria, lloré quedamente por los destinos de este lugar, estas islas, esta gente, que tanto amo.
En la tercera ocasión, hace escasamente unos días, bajaba mis cartones del carro cuando apareció un hombre (¿uno de los que salían de su turno en la ocasión anterior?) a reprocharme haberle pasado por el frente –resulta que es el guardia del sitio– “como juan por mi casa, ¡chún!” Él fue quien me puso los puntos sobre las íes respecto al horario. Me explicó que era por mi seguridad. “Ahora mismo,” añadió, “facilito se te explota una goma porque tó eso está lleno de clavos.” Lo contemplé con un no sé qué de incredulidad y fascinación. Razoné con él sobre lo irrazonable de toda la escena que en ese momento compartíamos, a tantos y tan profundos niveles. Me decía que sí, que sí.
“Miss,” me interrumpió cuando ya me montaba de vuelta en el carro. “Cuando es fuera de horario, puede dejar su reciclaje en una picó que yo pongo frente al portón.” “¿Así, en la caja de la guagua?”, le pregunté. “Sí, ahí mismo, después nosotros lo metemos acá.”
Una trayectoria de años para entregar cartones y plásticos termina aquí: en una picó que un guardia municipal pone frente a un portón, tras un puente desvencijado, en un oculto vertedero de vehículos motorizados.
Aun así, les aseguro que esa opción se sintió –viniendo por boca de ese guardia triste, que me decía que sí, que sí– como la mejor. Como la única. Como la cierta.
“Perfecto, gracias. Que tenga buenas tardes.”