Claro de poesía: Quedarán las huellas

 

Especial para En Rojo

En sus “Notas de un simulador”, José Ángel Valente subraya este axioma: “No es el poema mensurable por la extensión, sino por su capacidad para engendrar, fuera de lo mensurable, la duración”. La obra de Juan Carlos Rodríguez (Trujillo Alto, 1975) tiene ese efecto en el lector: es una poesía que dura en la memoria. La resaca que deja su lectura permanece a fuerza de imágenes de un nivel de belleza, contención y plasticidad que vinculan su estética a la de dos inmensos poetas del parnaso hispanoamericano: Ida Vitale y Rafael Cadenas. Como ellos, el autor de Rehén de otro tiempo (2008) y Campo minado (2017) se afana en la búsqueda no de una lista de figuraciones, recurso del que tanto se abusa en la poesía puertorriqueña de hoy, sino en hacer claro el movimiento de la metáfora. En eso su producción se acerca en sus aspiraciones al lenguaje del cine de autor a la Tarkovsky y Herzog. Me refiero a que la de Rodríguez es una poesía del aguante y la calma, una poesía que es bálsamo frente a la cultura de la nadería y la aceleración insustancial. Uno de los aforismos del Cadenas de Memorial apunta a que la “palabra no es el sitio del resplandor, / pero insistimos, / insistimos, nadie sabe por qué”. Para ventura de la poesía puertorriqueña, Juan Carlos Rodríguez insiste. Y brilla.

 

I

 

Nacer es vivir en el exilio.

Se nace antes o después,

siempre fuera de lugar.

A ese fuera de lugar llamamos cuna.

 

Nunca olvides

que tu cuna es una isla a la deriva

meciéndose al compás de las olas.

 

Aprenderás a dormir

al filo de la tempestad

que abate el pecho de tus padres.

 

II

Nacerás entre jardines

y deportaciones.

Ya habrán huido

quienes soplaban las hojas caídas.

Quedarán las huellas

de quienes recogieran

frutas con la mano

y, sobre ellas,

melocotones a punto de podrirse.

 

Temo que te decepcione

la tierra natal.

Tu origen no está aquí.

III

 De qué país

si no del que todavía

no acaba de surgir.

De qué vecindario

si no al que ya

no vamos a regresar.

De qué mundo

si no del que palpita

detrás de tus latidos.

IV

 

Las casas que uno deja

son las únicas dispuestas

a resplandecer en la palabra.

 

Las casas que uno vive

reverberan en los hábitos.

Se quedan con nosotros sin decirse.

 

Y se expanden por dentro

cuando apagamos la luz.

V

 

El susto de los nombres

enmudece las cosas.

El susto de las cosas

habla en nombre de los nombres

que le asustan.

Pero el susto no tiene nombre.

Son cosas del susto

que a mí no me asustan.

VI

 

Nuestros ancestros

cargaban en sus vértebras

un hambre de pisadas.

De las erguidas

columnas vertebrales

se derivan

las jornadas de trabajo,

los pasos de baile,

las mesas servidas,

los paseos en bicicleta,

los juegos olímpicos,

las marchas contra

los misiles nucleares,

los paredones de fusilamiento,

la anestesia epidural.

VII

 

Cuando soñamos, no sabemos

lo que pretende saber nuestra consciencia

ante la certeza de encontrarnos despiertos.

No saber es la experiencia onírica de la libertad.

 

Dormimos porque tenemos sed

de otra incertidumbre,

porque estamos cansados

de la incertidumbre como norma,

de la impuesta como orden.

 

VIII

 

La raíz del abismo

es desconocida.

 

El abismo de la raíz

se ha sembrado

en el pavimento.

IX

 

Cimientos retorcidos.

Brisa estancada.

Retorcimientos de lo edificado.

Las víboras del hábitat

lamen el paisaje,

engullen lontananzas.

Son especies invasoras.

Duplican los escombros.

X

 

Ninguna memoria permanecerá

congelada para siempre.

Abundarán los deshielos.

Vendrás de la era

de los glaciares derretidos.

XI

Nunca vemos

el corazón del mar.

Pero escuchamos su pálpito

cuando prestamos oído

al vaivén de las olas.

(De Campo minado, 2017)

 

 

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