Será Otra Cosa: La madre de los ingenios: sobre la capacidad generativa de las mujeres

 

 

Especial para En Rojo

Iba a llamar a Sofía a contarle: “Te juro, Sofía que es que es el libro más inteligente que he leído en décadas”. Mi crítico interno protesta ante esta violación del principio gramatical de animacidad, que dicta que ciertos verbos requieren sujetos animados, y que en particular los verbos epistémicos o de pensamiento requieren que los sujetos sean no sólo animados, sino también pensantes. Es decir: las universidades no planean, ni los gobiernos se equivocan, no porque no se equivoquen, sino porque ni las universidades ni los gobiernos son capaces de pensamiento. No son las instituciones, sino alguien dentro de ellas quien tiene culpa de los errores, y la responsabilidad por los planes. Propongo que el caso de los libros es una excepción, ya que los libros no pueden ser por completo identificados con su autor. Tienen, en cierto modo, vida propia.  Aunque lo opuesto sea imposible, un autor puede ser inteligente, y escribir un libro que no lo sea. Un autor puede ser egoísta y producir un texto de gran sensibilidad. Dicen algunos escritores que cuando comienzan a escribir en algún momento se les escapa el control consciente, y los personajes y los argumentos empiezan a dictarles el camino.

Katrine Marçal, autora de “La madre del ingenio,” es por seguro inteligente, brillante, diría yo, mujer de amplias y lúcidas lecturas, pero su libro va más allá de ella misma. Comienza por preguntarnos que por qué, si las ruedas se inventaron en la antigüedad y las maletas llevan siglos con nosotros, se tardó tanto en fabricarse la maleta con rueditas. La pregunta no parece seria, pero lo es. Si recuerdas los teléfonos de discos, también recordarás que rápido se propagaron las maletas con ruedas cuando salieron al mercado, arrastradas primero horizontalmente, hasta que se descubrió la eficacia de la verticalidad.

Marçal destroza la idea de que las mujeres no inventan. No sólo hurga en el baúl de la historia para encontrar ejemplos estupendos de lo contrario, como, por ejemplo, cuando nos cuenta la importancia de la tecnología de los sostenes en el primer viaje a la luna, o cuando descubre porqué la computadora y la calculadora tienen nombres femeninos (que en España llaman los ordenadores, aunque no ordenan nada). Resulta que antes de ser aparatitos, las calculadoras y computadoras eran seres animados, mujeres para ser precisos: mujeres que calculaban, programaban y computaban, mucho tiempo antes de que estos quehaceres fueran bien remunerados, y que los expertos en educación se preguntaran porqué las mujeres tenían tantas dificultades en las ciencias, las matemáticas y las ingenierías.  La autora establece una inversión magistral: no es que las mujeres no inventen, sino que lo que ellas inventan no llega a la luz de la historia, y no se incluye en el inventario de las tecnologías.  Los hombres tomaron los palos y se les ocurrió usarlo como implemento de caza. Las mujeres tomaron palitos más chiquitos, y lo usaron para sembrar semillas. Las pinturas rupestres pintan el drama de la caza del mamut, pero es muy probable que el descubrimiento de la siembra haya aportado más calorías al motor de nuestra historia.

Marçal me hizo pensar en Hipatia, la primera mujer filósofa y matemática (de la que sepamos), mujer de gran belleza, soltura y dignidad en la Alejandría post-ptolomeica. Hablaba en público y gozaba de popularidad tanto entre paganos como cristianos. Artesana de astrolabios, superó todos los filósofos de su tiempo. Fue proponente de la apatheia, la liberación completa de emociones y afectos humanos. Fiel a su filosofía, permaneció virgen;  para espantar a un pretendiente necio, le arrojó sus paños de sangre menstrual, increpándole:  “esto es lo que persigues, no la belleza”.

La lectura de La madre del ingenio, me trajo a la memoria un viejo trauma. Traumita trivial y superado, pero trauma al fin. Hipatia, la que no tenía miedo, me metió miedo con el mensaje de su vida: que las mujeres que aman los libros pueden acabar asesinadas por una turba armada de ostras.  Yo amaba a los libros más que a mis muñecas, pero sabía que fuera de casa el mundo de los libros se le había asignado a los varones.  Un obispo había azuzado al populacho de Alejandría contra Hipatia; el cura subdirector de la escuela primaria había declarado que no había que castigar al niño que me había pateado por el incidente de las banderas.  En mi escuela se subían dos banderas al final del himno nacional: la dominicana, que la subía un varón, y la escolar, que la subía una niña. Yo me acerqué a ver de cerca la bandera nacional, la del lado de los varones, y la toqué. Ese pequeño sociópata me cayó a patadas sin provocación. Al director le pareció que se hubiera evitado el problema si no me hubiera puesto yo en el lugar equivocado, y mandó al niño para su clase sin ninguna reprimenda.

Marçal documenta que el ignorar la perspectivas de las mujeres ha retrasado desarrollos tecnológicos, no solo lo de las ruedas de las maletas y la seguridad de los carros, sino de toda la economía. La economía—todas las economías—están basadas en cuerpos humanos.  ¿Cómo puede olvidársenos esto? El horror de la revolución industrial no son las máquinas, sino el uso de cuerpos de niños y mujeres como  si fueran máquinas, a la vez que se descartaban los cuerpos de los hombres.  En ese capítulo magistral Marçal nos cuenta cómo se conocieron Marx y Engels. Engels, nos dice Marçal, fue probablemente el primer socialista de champaña (comunistas de aire acondicionado, les llamaban afectuosamente en mi universidad). Su padre tuvo el desatino de enviarlo a Manchester, para que se deshiciera de su radicalismo juvenil, y aprendiera cómo funcionaban las textilerías, con la idea de que regresara a Alemania, asentado y conservador, y preparado para administrarle sus industrias. En Salford, Engels conocería a Marx, filósofo frustrado, que resultaría menos importante en su obra que la joven activista irlandesa de la cual se enamoró, que se lo llevó a ser testigo del costo humano de la primera revolución industrial. En Lancashire conoció a Jack, obrero desempleado, que maldecía las máquinas que le quitaron el trabajo, a la perdida de su dignidad masculina, y a los capitalistas codiciosos que solo contrataban mujeres y niños. Su mujer, Mary, tuvo que ir a la fábrica cuando Jack perdió su empleo, y él se quedó en casa, remendando medias. Engels escribió acerca del infortunio y la injusticia y los sacrificios de Jack, y su alienación social. Su testimonio apasionado fue lo que inspiró a Marx a terminar Das Kapital. Marçal señala una grave omisión en la labor de Engels como documentarista: que nunca le preguntara a Mary que opinaba ella de todo esto.

En su capítulo final, Marçal le da de frente a la doble encrucijada que nos toca hoy: la revolución digital, que amenaza con desatar una nueva oleada de sustitución de labor humana, hoy en día por las inteligencias artificiales, y la crisis del medio ambiente, en el que nos damos cuenta de que hay que frenar la sociedad de consumo antes de que nos incinere el planeta.  Apunta que la crisis se origina en la misma actitud de sacarle provecho a la tierra, y a la sociedad, y dejarlas abandonarla a suerte.  Como bien dice, “así no se trata a una mujer”. Encuentra dos reacciones principales frente a estos gemelos del apocalipsis.  La de los magos, que piensan que alguna maravilla tecnológica se inventarán a último minuto para salvarnos del abismo; y la de los profetas, que declaran (no sin cierta discreta autosatisfacción), que el fin del mundo ha llegado, como han venido anunciando, y que hay que detener el avance de la tecnología.  Marçal propone que si representamos a las mujeres en la economía, lograremos encontrar alternativas, para nosotros, y para el planeta. Alguna otra Hipatia, armada de nuevos astrolabios, capaz de tratarse por igual con cristianos y paganos, ayudará a encontrar otra vereda por donde llevar la madre tierra, andando más allá de las pasiones, y recordándonos que siempre somos y seremos de carne, y de sangre.

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