Conejo y cazador (1)

 

Abre.

Cazador se acerca al lente.  Se apresta a mirar antes de entrar.

Un conejo escapa, apurado en su tiempo de reloj roto, en los instantes antes de ser presa.

Cerca de allí hay una quebrada.  Pronto no habrá aire, pronto sólo se llenarán las cuencas.  Como todo esto es cosa sabida, hay que escribirlo, antes del ahogo.  Hay que hurgar con pluma y daga y dedo, poner la palabra ahí, a toda costa.

Ahí, en riego y riesgo.

Ella ve el tronco fino, la mancha verde, el anuncio blanco del café de la India.

El conejo cae.  Ella abre: el corte íntegro, la línea recta, cabal.  Al instante: el brote, el derrame y flor de su interior, la curva tibia de cosas que aún no tienen nombre.  Ahora abierto el animal, puede por fin entrar en su gruta.

Entra.

Cazador sonríe.  Sus ojos miran el lente que lo mira, que lo refleja, que lo multiplica.  Cazador sólo busca una cosa; no existe sino para esta cosa que busca.  Quiere hurgar ahí, pedir entrada, seguir su cacería detrás de ella, detrás de ese cuerpo frágil y oscuro que ha visto abrirse paso frente a él.  Quiere que ese cuerpo lo hale adentro, lo lleve al fondo de la gruta.

Ella vuelve a colocar el puñal en su lugar, con ese cuidado desmedido de los actos que surgen de la espera, el filo limpio y propio ahora.  Retrocede unos pasos y admira su obra, satisfecha.

El lente abre.

Sin aviso, sin motivo alguno, una hoja del café de la India cae.  Ella recoge la hoja, la restriega entre mano y labio.

Abre el lente.

Ahí, en el fondo, ven una clámide roja, antes de la ceguera.

 

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