Me llamo Leilani. Vivía en Apia casi todo el año, salvo en las temporadas que acompañaba a mi madre a las islas menores. Soy enfermera de salud pública. Siempre creí que el deber era ser puente, no muro. Pero aquel año aprendí que esas voces que curan pueden ser acalladas, y que la ignorancia disfrazada de libertad mata.
Era 2019. Samoa ya cojeaba por la sospecha: dos bebés murieron tras una dosis de vacuna preparada erróneamente, cuando el diluyente se mezcló con un relajante muscular en lugar de agua estéril.
La confianza, frágil como cristal, empezó a fisurarse. La tasa de vacunación bajó —del 74 % en 2017 a cerca de 34 % en 2018.
Ante esa grieta vinieron “redentores” de palabras fáciles: líderes que hablaban de libertad para elegir, del miedo a las farmacéuticas, del derecho a decidir. Entre ellos, el sobrino de aquel presidente, un hombre pequeño que hablaba con voz alta, quebrada y temblorosa, y escéptica sobre vacunas. Con mas seguridad en sí mismo que conocimiento sobre lo que hablaba, malinterpretaba resultados científicos con una facilidad que raya en la estupidez. Su retórica se esparció como sombra.
Yo estaba en la sala de emergencias del hospital de Apia cuando las cifras explotaron. Niños con fiebre, sarpullido, ojos llorosos, tos que retumba en la garganta. No había suficientes camas, ni medicamentos, ni oxígeno. Los familiares se apiñaban en los pasillos, suplicando, llorando.
Un colega volvió de una isla remota. Trajo malas noticias: habían enterrado a tres niños debajo de palmas recién taladas. Nadie les dio funeral porque los lugares estaban saturados. Me dijo con voz temblorosa: “Esto no es sarampión: es decisión colectiva que mata.”
No fue sencillo enfrentarlo. En varias reuniones me dijeron:
—“Si dices mucho, te llaman extremista.”
—“Si hablas de datos, te llaman vendido a la industria.”
—“Si curas, no critiques al que habla.”
Y vi cómo muchos colegas callaban, doblaban la cabeza como bambú cuando sopla el ciclón. Vi cómo los líderes locales, en su miedo al escándalo, repetían las “formas correctas” sin cuestionar. Vi cómo un rumor crecía más rápido que la enfermedad.
En mi casa, mi hija de seis años, Moana, me preguntaba cada noche: “¿Quién cuida los virus que entran al cielo?” Le contestaba: “Los que tenemos cara humana.” Pero mi voz florecía entre vacíos, entre lo que no podía explicar.
Una madrugada me tocó visitar un pueblito en la costa. Llegué con una caja con jeringuillas y decenas de dosis. Las familias me recibieron con miedo. “¿Y si la aguja es la que mata?”, me dijeron algunos. Pero un anciano, con su bastón de coral, me tomó la mano y dijo: “Si tú viniste para ofrecer vida, estaré contigo.”
Esa noche, en el cielo de Samoa, la luna parecía blanca de lágrimas. Y yo pensé que donde hay duda sin escucha, la muerte es puente a través del silencio.
Cuando el gobierno declaró estado de emergencia en noviembre de 2019, lo hizo tarde. Cerraron escuelas, prohibieron reuniones para menores de 17 años, exigieron vacunas obligatorias, pidieron que las familias con niños pusieran una tela roja en sus puertas para que los equipos móviles los visitaran.
Se enviaron dosis masivas desde la UNICEF y la OMS, y empezó la campaña de rescate.
Pero ya habían muerto 83 personas, en su mayoría bebés y niños pequeños.
El primer ministro de Samoa, Fiame Naomi Mataʻafa, luego criticó públicamente las opiniones antivacunas de quienes visitaron la isla antes del brote.
Yo vi un país roto, pero también vi una chispa.
Al día siguiente del pico del brote, en cada clínica, se derramaron manos: enfermeros, voluntarios, estudiantes. Sin guardias, sin distinción de barrio, sin miedo al escrutinio. Yo trabajé más horas sentida que cansada. Cargué niños de cinco kilos en brazos que después se fueron levantando, con tos, con febriles, con ojos significando esperanza.
Moana me preguntó una noche, cuando salí de turno: “Mamá, ya no van a morir más niños, ¿verdad?”
La abracé fuerte. Le dije: “No lo sé. Pero alguien está despertando para que les cuente lo que ocurrió. Para que no olviden ni escuchen a hombres pequeños.”
Y en ese silencio de medio sueño, creí escuchar que las voces que curan —aunque calladas— estaban multiplicándose.


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