El edificio capitalista agrietado

 

Annette Lavastida Fajardo

Cada vez que alguien se atreve a señalar una grieta en el edificio capitalista, la respuesta automática no tarda en llegar:

“Sí, pero es mejor que la miseria del socialismo.”

No importa cuán razonado o fundamentado sea el planteamiento: el reflejo es casi pavloviano. Como si advertir fallas en el sistema que habitamos fuera, por sí solo, una traición que obliga a declararse enemigo o a elegir trincheras prefijadas. Pero la historia, como la vida, no funciona así. No es un tablero de damas chinas donde blanco y negro se reparten la legitimidad.

Criticar las dinámicas del capitalismo no convierte a nadie en devoto del socialismo real, así como reconocer sus errores no convierte mágicamente al capitalismo en una estructura justa o definitiva. Los fenómenos históricos (y sobre todo sus catástrofes) son más complejos que eso.

El socialismo real fue un intento de replantear el orden, sí. Pero lo hizo en condiciones que difícilmente podrían haber sido peores: asedio económico, militar, diplomático, mediático; hostilidad constante, externa e interna. Pedirle, desde la comodidad de un mundo sin bloqueos, que floreciera en libertad plena, es poco más que una ironía histórica.

Nada de esto exonera sus errores. El autoritarismo, la rigidez burocrática, la homogeneización forzada, fueron reales y costosos. Pero ignorar el contexto que incubó esos males sería tan reduccionista como explicar la desigualdad capitalista diciendo que “El pobre es pobre porque quiere”.

El capitalismo, por su parte, tampoco fue nunca un sistema que se dejara al azar. Expandió su poder apoyándose en siglos de saqueo colonial, en la concentración brutal de recursos, y en un aparato cultural que logró convertir la explotación en una historia de “oportunidades” y “mérito personal”.

Hoy, aunque haya aprendido a disimular mejor sus heridas, el capitalismo sigue arrastrando las mismas tensiones de fondo: desigualdad estructural, precarización encubierta, mercantilización de casi toda forma de vida.

Frente a eso, el fracaso del socialismo real no debería interpretarse como una prueba de que no existen alternativas, sino como la confirmación amarga de que construirlas no será sencillo ni inmediato.

La tarea sigue abierta. Pensar en otros modos de organizar nuestras vidas no es nostalgia, ni romanticismo trasnochado: es, simplemente, la consecuencia natural de una conciencia humanista que no se resigna a aceptar que lo que hay es lo mejor que podemos tener.

 

 

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