En Reserva El periodismo no es un cuento de hadas

 

Especial para En ROJO

Detienen la programación. Las noticias reportan el caso de una mujer que buscan en una finca del noreste de Puerto Rico. La joven lleva casi 48 horas desaparecida. Se activan protocolos y planes. Llegan todos: Policía, Manejo de Emergencias, personal municipal, expertos en búsqueda y rescate. Se nos dice que la desaparecida padece de una condición de salud mental. Todos están alertas: ciudadanos, medios, familiares, amigos.

La cámara del noticiario se enfoca en la madre de la joven, que grita sin consuelo. La mujer le dice a la prensa que se vaya, que no tienen nada que reportar. La prensa no hace caso; se queda.

Llegan más periodistas. Uno detrás de otro. Una de las reporteras le coloca el micrófono a la señora casi en la barbilla; el otro, la cámara. La mujer grita, se aleja, llora. Una empleada de manejo de emergencias abraza a la desconsolada señora.

Otra escena. Llegan más periodistas: de prensa escrita, televisión, radio… Llevan celulares, cámaras, micrófonos, luces…. La joven mujer aparece. Se enteran todos. “Ahí está, en el carro, con los ojos cerrados. ¡Grábala! ¿La grabaste?, le reclama una periodista al camarógrafo. Los policías exigen espacio: “Necesitamos que se alejen. No pueden estar aquí. Respeto, por favor”.

Nadie se va. Todos se acercan. La prensa se escabulle. Levantan la cinta amarilla que ha puesto la Policía. La mujer se desvanece; se desmaya. La transportan en ambulancia. La joven, repito, padece de una condición de salud mental; que no se nos olvide.

Cambia la escena. La prensa corre a entrevistar a otros familiares. Se acomodan alrededor del padre y de alguien a quien no identifican. Les cuestionan acerca de señales que hayan llevado a esta mujer a escapar. “¿No se dieron cuenta de que algo le pasaba?”, les reclama la prensa. Los familiares contestan hasta donde pueden, lloran… Otro familiar se cansa y responde: “No vamos a contestar esas preguntas. Lo siento”.

Interior de un estudio televisión. Un periodista entrevista a una psicóloga. Primera pregunta que escucho, refraseo: “¿Qué podemos hacer ante situaciones como estas, en que la familia cree, como en este caso, que la depresión son changuerías?”. Apago el televisor. No aguanto más.

En otro lugar, muy posiblemente, en la Universidad del Sagrado Corazón en Santurce o en la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras, hay una sala de estudiantes de periodismo llena. Alumnos capaces y responsables estudian la profesión con vocación. Discuten el código ético del oficio. Llegan a la clase indignados, luego de la cobertura que acaban de ver en televisión. Reclaman que lo medios no abordan, con empatía ni profesionalismo, a los familiares de las víctimas en circunstancias dolorosas.

Los estudiantes comienzan una discusión con sus compañeros sobre la relación de la línea editorial de un medio y la ética, a base de sus propios criterios entre lo que es correcto y lo que no lo es. Se cuestionan acerca de los intereses detrás de las coberturas y dudan de si serán capaces de dedicarse a una profesión tan delicada, en que abunda la insensibilidad y, a la vez, tan expuesta. Se preguntan de qué les sirve aprender sobre utopías éticas frente a lo que pasa diariamente en la calle. “¿Qué alternativas tenemos?”, insisten. El profesor no puede responder, al menos como ellos quisieran. Él sabe lo que debería contestar, pero no lo hace, al menos como los estudiantes esperarían: con honestidad.

En el salón el profesor trata de justificar cada acción; conoce bien el medio. Está seguro de que hoy a estos periodistas sus jefes los felicitarán. Cada uno  de los reporteros llegará a la sala de redacción de su lugar de trabajo, satisfecho, feliz… Sus colegas los recibirán con elogios por esa cobertura “tan completa”. En unos días, veremos su reportaje grabado en un anuncio de promoción del canal, en el que destacarán la forma tan “profesional” en que “ayudaron a la gente” y de “cómo debemos sentirnos orgullosos de cómo mantuvieron al pueblo informados”. ¿Qué se les dice a los futuros profesionales? Pregunto yo ahora, con seriedad.

¿Quién les dice a estos estudiantes que será cuestarriba competir contra la insensibilidad de la noticia? ¿Cómo se les dice que cada día se les asignará realizar una labor que podría fomentar la deshumanización y los prejuicios? ¿Cómo deben reaccionar ante esta realidad?

No hace falta decirles. Ellos saben, con conocimiento de causa, la realidad a la que se enfrentan; la audiencia también. No son ingenuos. Cada uno reconoce que existe un negocio y un fin ulterior detrás de cada cobertura mediática. Los noticiarios son un espectáculo y cada uno satisface esa función. Los estudiantes entienden que se viven dos mundos muy distintos entre la práctica y la teoría. La pregunta entonces sería: ante esa realidad, ¿qué se hace? Le siguen otras, quizá, más fáciles de responder: ¿Debe un fotoperiodista grabar a quienquiera sin importar quién sea o por lo que esté pasando? Si la persona afectada fuera un familiar de alguien conocido, ¿lo reportarían igual? Si fuera el periodista la persona afectada, ¿aceptaría que la prensa se comportara con total intromisión e insensibilidad? ¿A quiénes verdaderamente afecta cada historia que reportamos? ¿A quiénes beneficia? ¿Qué consecuencias tienen estos actos insensibles y antiéticos? ¿Qué alternativas tiene cada periodista para minimizar el daño que la profesión puede causar?

Como bien dijo una vez la periodista Milagros Acevedo Cruz, tomar buenas decisiones éticas no es analizar una acción luego de realizada. Se trata de evitar cometer esa falta ética, en primer lugar. El deber de informar jamás debe estar supeditado a la falta de sensibilidad o humanidad. Lo correcto es informar, claramente, pero desde la compasión y el respeto.

***

Transcurre un rato más y alguien enciende la televisión otra vez. Escucho al esposo de la mujer que apareció agradecer a todos: a los medios, a las agencias, al país… Al escucharlo, quiero borrar cada palabra que he escrito en esta columna. ¿Para qué indignarse si el esposo está agradecido de ese trato mediático? Me confundo. La prensa no tiene la culpa. La competencia entre medios hace casi imposible la tarea de hacer buen periodismo en este país y en todos los demás. Y aquí, como en todos los demás, el periodismo es difícil, pero se ejerce, y se ejerce bastante bien. Los periodistas de mi país son, en general, profesionales comprometidos y serios. El poder lo ejercen otros y cada periodista responde a ello; no tienen otra alternativa.

El esposo tiene razón y debe agradecer. Claro que debe hacerlo. Su esposa apareció viva. Las agencias trabajaron adecuadamente, dentro de las circunstancias, y ella está bien, dentro de todos los escenarios que pudieron ocurrir.

Me acerco a la televisión otra vez. La cámara se acerca a una periodista y luego enfoca en el esposo de la mujer. La reportera formula una pregunta más: “Entonces, ¿diría que esta historia tuvo un final feliz?”. “Por supuesto que sí”, responde el hombre con emoción en la voz.

¿Final feliz? Pero ¿qué clase de pregunta es esa? Pobre mujer, si ahora es que todo empieza: tratamiento, ayudas, terapias… (La indignación ahora es coraje). Ni el periodismo ni la vida son cuentos de hadas.

 

 

Artículo anteriorEl romance de una noche en Vienna: Reseña de Before Sunrise
Artículo siguienteSerá Otra Cosa Plan de escritura