Josué Montijo
Especial para En Rojo
—¿Están buenas las tostadas?
—Están riquísimas— contesta Naim y, rápido, da otro mordisco. La corteza del pan cruje. Caen migas sobre su barbilla y camiseta. Él se las sacude despreocupadamente.
Su padre lo observa atento. La escena le resulta muy familiar. A él también le encanta el pan caliente con mantequilla. Un pedazo de pan y gozarlo entero. Algo sencillo. Sabroso. Bien cotidiano. Las cosas divinas de la vida.
Meriendan siempre en el mismo lugar. Rutina de los miércoles, previo a la clase de jiujitsu. Solo ellos dos. Mamá nunca viene. Se le complica por el trabajo.
El padre inicia la conversación.
—Hijo, debo decirte algo bien importante. Ya tienes edad para saberlo.
Naim levanta la cabeza. Mira directo a los ojos.
Ya capturó su atención, así que aguarda un poco mientras toma de su café con leche.
—Yo fui el que te parí. El que te llevó en la barriga nueve meses. Bueno, fueron ocho realmente. Tú naciste prematuro. Pero fui yo.
Silencio.
El niño frunce el ceño. Procesa lo escuchado.
Segundos después dice no con el índice de la derecha. Aprisa se traga el trozo de pan que tiene en la boca.
—No fuiste tú. Fue mami. Ella me parió.
Antes que el niño vuelva a decir algo, el padre lo refuta con el mismo dedo y añade:
—Fui yo, Naim. Decimos que fue mamá porque es lo más cómodo. Lo normal. Acá la gente detesta que le cambien ciertos cuentos. Se ponen nerviositos. Se trauman. Es como si se les derrumbara el mundo. Pero esta bueno ya. Debes saberlo. Tienes derecho a la verdad y saberla por nosotros mismos. Es lo justo. Lo más responsable. Como siempre hemos dicho, la honestidad es parte esencial del amor.
El niño escucha atento aunque la incredulidad resalta en sus ojos.
El padre continúa:
—Te di la teta también. Tu favorita era esta— y toca su tetilla izquierda.
El chico ríe con ganas.
—No. No. Fue mami. Ella me dio la teta.
—Naim, fui yo. Te cargué en la barriga, te parí y te di la teta. Quizás te suena raro pero así fue. No voy a mentirte. Sé que de repente esas cosas parecen descabelladas, imposibles. Pero ya verás. Es cuestión de familiarizarse con la idea. Pronto será algo normal.
El niño se echa otro pedazo de pan a la boca mientras dice no con la cabeza. Tajante. No cede.
El padre lo mira. Muerde su muffin de maíz.
—¿No me crees?
— No te creo.
— Está bien. Entiendo. Creo que me hubiera pasado igual. Hubiera dudado. Pero, sabes qué, dudar es importante. Es más, dudar es imprescindible para muchas cosas en la vida. Hay que dudar. Pero hagamos algo. Quédate con la duda por ahora pero cuando lleguemos a casa te enseño las fotos. Si necesitas eso para creerme pues perfecto. Así será.
Naim abre los ojos. Su padre lo advierte y continúa hablándole:
— Aprendí algo hace tiempo: hay quien necesita creer para ver y está el que necesita ver para creer. Para mí ambas están bien. Respeto tu suspicacia. Es más, la admiro. Además, tu mirada lo dice todo. Eres de los que no te tragas cualquier cuento. Me gusta eso. Hay demasiados crédulos por ahí. Pero en casa tenemos muchas fotos y bien bonitas.
— ¿Me las vas a enseñar? — interrumpe el chico.
—Seguro que sí. ¿Por qué no? Es el álbum familiar. Bueno, digamos que un álbum alterno que mostramos sólo a personas capaces de entender. Te quedarás sorprendido cuando las veas. Son preciosas.
—Quiero verlas.
—Muy bien. Trato hecho. Cuando lleguemos a casa nos sentamos y te las enseño.
Chocan sus puños por el trato hecho y ríen. Sus carcajadas suenan por todo el lugar.
Pero algo les pasa inadvertido.
Dos mesas más atrás, una pareja de adultos escucha la conversación. El señor hace anotaciones en una libreta pequeña.
Miran con severidad. Lo escuchado les ha parecido no solo impropio sino aberrado, contaminante.
Y mucho peor. Saben que todo eso es una flagrante violación al código de conducta moral instaurado por el régimen del reverendo Pérez Cartaya.
Impermisible.
¿A título de qué ese padre degenerado envenena la mente de un niño indefenso? ¿Dónde queda el pudor? ¿Dónde queda el respeto a la ley? ¿Dónde queda el temor a Dios?
Nada va por encima de eso.
Marcación rápida al Ministerio de la Moral Social. Línea exprés para confidencias.
Apenas un timbrazo y la voz —viril, marcial— que responde:
—Oigo.
—Buenas tardes. Informante 71458236. Mi señora y yo queremos poner una denuncia.
El hombre mira su libreta para no saltarse nada de lo escuchado. Todos los detalles son importantes y, como le recalcaron en el entrenamiento, cuanto más sean mejor.
Al lado, su esposa asiente como quien se sabe haciendo lo correcto.
—Cómo no. ¿Precisan que enviemos agentes para allá?
—Sí. Estoy en la escena.
Silencio de varios segundos. El operador ubica a su informante.
—Llegan en menos de dos minutos. Adelante con su denuncia, ciudadanos.