La importancia de encontrarnos en la librería

 

 

En Rojo

Hace muchos años descubrí al escritor Boris Vian gracias al escritor José Liboy. Pepe, como le llamamos sus amigos desde hace cuarenta años, tenía la costumbre de aparecer por el vestíbulo de Humanidades en la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras con libros raros y revistas que nadie más tenía en la Isla. Tenemos la suerte de que Liboy todavía tiene esa vieja costumbre. Estábamos en la librería La Esquina, hablando sobre las más recientes publicaciones, cuando suena la campanita que anuncia un visitante. Era Pepe. Subió las escaleras y de manera efusiva nos mostró una revista que ha encontrado en La Mágica, otra de las librerías de Río Piedras.

Se trataba de un ejemplar del otoño de 1956 de Partisan Review. Esta fue una de las revistas más influyentes de EEUU en sus sesentinueve años de existencia (1934-2003). Si bien en sus inicios estaba vinculada al Partido Comunista de ese país, luego fue una publicación independiente que mantuvo su línea editorial progresista a lo largo de su historia. Publicaba ensayos teóricos, creativos, reseñas, que eran autoría o trataban escritores como Hannah Arendt, James Baldwin, Samuel Beckett, Allen Ginsberg, Franz Kafka, Saul Bellow, Doris Lessing, George Orwell, Marge Piercy, Jean-Paul Sartre, Susan Sontag, Isaac Deutscher entre otros y otras.

Al mirar la portada de la revista reparé en la fecha: otoño 1956. En el contexto norteamericano, esto es en medio del boicot de autobuses de Montgomery ( The Montgomery Bus Boycott) fue una protesta política y social que comenzó de 1955 en Montgomery, Alabama, con la intención de oponerse a la política de segregación racial en el sistema de transporte público. En diciembre de ese año Rosa Parks se negó a ceder su asiento en la guagua a pedidos del conductor. Su detención se considera el inicio de una militancia pacífica que se prolongó desde el 1 de diciembre de 1955 al 20 de diciembre de 1956. La Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucionales las leyes que exigían la segregación en los autobuses en Montgomery. Martin Luther King, Jr. Declaró la victoria de aquel boicot militante con un discurso brillante.

Entre los artículos y reseñas destaca el nombre de James Baldwin. Entonces era un joven escritor ampliamente reconocido por su obra de carácter marcadamente autobiográfica en la que explora y denuncia el discrimen racial y sexual. Desde 1948 se hallaba en el exilio en París y regresaba por algunos períodos a EEUU donde su personalidad, su amplia cultura y su militancia, eran muy respetados allí donde el odio no se había entronizado.

En esta edición de Partisan Review Baldwin responde a expresiones hechas por William Faulkner. Faulkner había ganado el premio Nobel de literatura unos siete años antes. Su obra se sustenta, en gran medida, en las costumbres, historia y tradiciones del Sur y en su familia, sintetizadas en el condado ficticio de Yoknapatawpha. Y es sobre ese Sur, el real, sobre el que Baldwin se explaya para explicar las razones por las cuales la posición de Faulkner en cuanto a la lucha por los derechos civiles es ambigüa e hipócrita.

No es sino hasta 1964 cuando el Congreso de EEUU aprobó la Ley Pública 88-352 (78 Stat. 241) conocida popularmente como la Ley de Derechos Civiles. Las disposiciones de esta ley de derechos civiles prohíben la discriminación basada en cuestiones de sexo o raza en la contratación, promoción y en el despido. Esta Ley se firma meses después del asesinato de Medgar Evers, secretario principal de la NAACP (National Association for the Advancement of Colored People) en Misisipí. En menos de un lustro también serán asesinados Martin Luther King Jr., Malcolm X entre otros activistas. Hoy, con la fuerza que ha tomado la ideología conservadora en los EEUU, que incluye el fortalecimiento del racismo y la homofobia, creemos importante traducir y publicar esta reflexión de Baldwin como un documento histórico para pensar y pensarnos. Agradezco al librero, Adrián González Paz, el envío de una primera traducción que aceleró la publicación.

FAULKNER Y LA DESEGREGACIÓN por James Baldwin

Todo cambio verdadero implica el abandono del mundo como uno siempre lo ha conocido, la pérdida de todo aquello que nos daba una identidad, el fin de la seguridad. En ese momento, sin poder ver ni atreverse a imaginar qué traerá el futuro, uno se aferra a lo que conocía, o pensaba que conocía; a lo que uno poseía o soñaba que poseía. Sin embargo, es sólo cuando -sin amargura ni pena por uno mismo- alguien renuncia a un sueño anhelado por largo tiempo o un privilegio poseído por largo tiempo que, al fin, se libera -se ha liberado a sí mismo- por sueños más elevados, por privilegios mejores. Todos hemos pasado por ese proceso. Lo sufrimos cada uno de acuerdo con su grado, a través de nuestras vidas. Es uno de los hechos irreducibles de la vida humana. Y recordando esto, especialmente porque soy Negro, me provee posiblemente mi única capacidad para entender lo que ocurre en las mentes y corazones de blancos sureños hoy.

Los argumentos con que la mayoría de los blancos sureños relativamente articulados y dotados de buena fe utilizaron para enfrentar la necesidad de la desegregación no tienen ningún valor como argumentos, porque son casi entera y despiadadamente falsos, cuando no, por cierto, delirantes. Después de más de 200 años bajo esclavitud y noventa años bajo una cuasi-libertad, es difícil apreciar el consejo de William Faulkner de “ir despacio.” “Ellos no quieren decir que vayan despacio,”se informa que ha dicho Thurgood Marshall, “ellos quieren decir no vayan.” Tampoco el enfoque de Oxford es persuasivo al sugerir que los blancos sureños, dejados a su propia suerte, corregirán su propia estructura social por sí mismos y a su ritmo al darse cuenta de su torpeza ante el mundo. Ha sido torpe, para usar el adjetivo un tanto extraño de Faulkner, por mucho tiempo. Lejos de tratar de corregirlo, los sureños, que parecen ser caracterizados por una especie de desafío que es más perverso mientras más desesperada la situación, se aferran a su estructura, incurriendo costos incalculables, como la única forma concebible y sagrada de vivir. Nunca han admitido seriamente que su estructura social es cosa de locos. Al contrario, ellos han insistido que a cualquiera que los critique le falta un tornillo.

Faulkner extiende su argumento. Reconoce la locura e inmoralidad del Sur estadounidense, pero también lo eleva a una mística que lo hace injusto comparar con cualquier otra sociedad. “Nuestra posición es ambigua e insostenible,” dice Faulkner, “pero no es sabio dejar a un pueblo emocional fuera de balance.” Esto, si significa algo, sólo puede significar que este “pueblo emocional” ha sido empujado “fuera de balance” por las presiones de los recientes eventos, eso es, la decisión de la Corte Suprema de prohibir la segregación. Cuando las presiones cesen -y no un instante antes- este “pueblo emocional”, se presume, recuperará su equilibrio y podrá liberarse de la “obsolescencia en su propia tierra ,” a su manera y, por supuesto, a su propio tiempo. La pregunta que queda es ¿han demostrado alguna vez en su historia hasta ahora, algún deseo o capacidad de hacerlo? Y es, supongo, impertinente preguntar qué exactamente se supone que hagan los Negros mientras el Sur, en la retórica de Faulkner, se convierte en una elevada y noble tragedia.

La triste realidad es que cualquier cambio en la estructura social del Sur desde la Reconstrucción, y cualquier alivio en la situación de los Negros se debe a la presión constante, en su mayoría proveniente del Norte. Sólo una pequeña cantidad ha venido del interior del Sur. Que el Norte haya mostrado hipocresía en su trato con el Sur no niega que gran parte de la presión haya venido del Norte. Que algunos Negros sureños prefieran no cambiar el estatus quo, no niega el hecho de que sean ellos quienes, generación tras generación, han agitado las aguas sureñas. En lo que respecta a la vida de los negros en el Sur, la NAACP es la única organización que ha luchado, con admirable determinación y habilidad, por levantar el nivel de vida. Por esta razón, por si sola, -y bastante apartada del heroísmo individual de mucho de sus miembros sureños-, no debe ser equiparada, como lo hace Faulkner, al patológico Consejo de Ciudadanos . Una organización trabaja dentro de la ley y la otra trabaja en contra, y desde afuera. La amenaza de Faulkner de abandonar la mitad del camino desde donde supuestamente ha trabajado en beneficio de los Negros se parece a la amenaza sureña de la Secesión. dejar el “medio de la calle” desde donde él ha, presumidamente, todos estos años, trabajado en beneficio de los Negros, se reduce a más o menos una versión actualizada de la amenaza del Sur a secesionarse de la Unión.

Faulkner -¡entre tantos otros!- es nostálgico cuando se trata de este “medio de la calle” que elementos “extremistas” de ambas razas están empujando que no parece injusto preguntarle exactamente qué ha estado haciendo allí todo este tiempo. ¿Dónde está la evidencia de la lucha que ha estado llevando a cabo por el bien de los Negros. ¿Por qué si él y sus colegas iluminados del Sur llevan labrando desde el interior para destruir la segregación, reaccionan con tanto pánico cuando las paredes comienzan a desmoronarse? ¿Cómo uno puede pasar un punto medio donde ayuda a los Negros a las calles para dispararles?

Ahora, es fácil concluir que el medio de la calle de Faulkner no existe y que es un deshonesto emocional e intelectualmente pretender que sí. Pienso que es por eso que se engancha a esta fantasía. Puede parecer hipócrita cuando dice que el hombre es “indestructible por su simple voluntad a la libertad.” Pero él no es hipócrita; está hablando en serio. Es solo que el Humano es una cosa -una abstracción un tanto importuna en este caso- y los Negros que él siempre ha conocido, tan fatalmente atados en su mente con los esclavos de su abuelo, son otra cosa distinta. Está siendo perfectamente sincero, cuando declara en Harpers, “Vivir en cualquier lugar del mundo hoy y oponerse a la igualdad racial es como vivir en Alaska y oponerse a la nieve. Ya tenemos nieve. Debemos usarla”. Aunque esto parece contradecir su afirmación (en una entrevista impresa en The Reporter) de que, si llegara a una contención entre el gobierno Federal y Misisipi, el pelearía por Misisipi, “aunque significara salir a las calles a disparar Negros,” también está hablando en serio. Faulkner habla en serio siempre, habla seriamente con todas sus declaraciones simultáneamente, y con casi la misma intensidad. Es por eso que sus declaraciones ameritan nuestra atención. Quizás nunca ha expresado más claramente lo que significa ser del Sur estadounidense.

Lo que parece definir al sureño, en su propia concepción , es su relación con el Norte, una relación difícil con el resto de la nación. Parece que es difícil ser sureño y estadounidense al mismo tiempo, tan difícil que muchas mentes independientes del Sur se ven obligadas al exilio lo cual, claro está, tiene graves efectos en el interior y vida pública del Sur. Un bostoniano que deja Boston, no es visto por la ciudadanía como un desertor con la misma sospecha venenosa con la que los sureños ven a un desertor que huye del Sur. La ciudadanía de Boston no considera que ha sido abandonada, y mucho menos traicionada. Es solamente el sureño estadounidense quien parece estar batallando, en sus propias entrañas, una peculiar, espantosa y perpetua guerra con el resto del país. («Tú no dijiste», demandó una mujer sureña a Robert Penn Warren, «que habías nacido aquí, que vivías por aquí?» Y cuando él afirmó que sí fue así: «Sí… ¡pero nunca dijiste dónde vives ahora!»)

La dificultad, quizás, radica en que el sureño se aferra a dos doctrinas totalmente antitéticas, dos leyendas, dos historias. Como todos los otros estadounidenses, él debe suscribirse y, en cierta medida, está controlado por las creencias en la Constitución; al mismo tiempo, estas creencias y principios parecen estar determinados a destruir el Sur. Él es, por un lado, un ciudadano orgulloso de una sociedad libre y, por otro lado, está comprometido con una sociedad que todavía no se ha resuelto a liberarse de la necesidad de una desnuda y brutal opresión. Él es parte de un país que alardea de nunca haber perdido una guerra; pero él también es el representante de una nación conquistada. Aún no he visto una sola declaración de Faulkner en relación a la desegregación que no nos informe que su familia ha vivido en la misma parte de Misisipi por generaciones, que su tatarabuelo tenía esclavos, que sus ancestros pelearon y murieron en la Guerra Civil. Y tan conmovedora es la imagen de ruina, gallardía y muerte así evocada que exige un esfuerzo positivo por parte de la imaginación para recordar que no fueron solamente sureños esclavistas quienes perecieron en esa guerra. Negros y norteamericanos también fueron arrastrados a los campos de batalla. La historia estadounidense, en oposición a la historia sureña, demuestra que los sureños no eran los únicos esclavistas y que los Negros no fueron los únicos esclavos. Y la segregación que Faulkner tanto santifica a través de referencias a Shiloh, Chickamauga y Gettysburg no se extiende tan lejos como él sugiere, y es, por cierto, casi tan antigua como el siglo mismo. La «condición racial» que Faulkner no permitirá cambiar «mediante mera fuerza legal o amenaza económica» fue impuesta precisamente mediante estos medios. La tradición sureña, a la cual Faulkner se refiere, no es realmente una tradición: cuando Faulkner la evoca, simplemente está evocando una leyenda que contiene una acusación. Y esa acusación, declarada de manera mucho más simple de lo necesario, es que el Norte, al ganar la guerra, dejó al Sur con solo una manera de resolver su identidad, y esa manera era mediante la opresión del Negro.

«Mi gente era dueña de esclavos», dice Faulkner, «y la misma obligación de tener que ocuparnos de estas personas es moralmente incorrecta.» «Este problema es… mucho más allá del problema moral que era y que aún era hace 100 años, en 1860, cuando muchos sureños, incluyendo a Robert Lee, entendieron que era un asunto moral en el mismo instante en que eligieron ser defensores del perdedor, porque ese perdedor era sangre, familia y hogar.» Pero el Norte escapó sin rasguños. Para nombrar una cosa, al liberar al esclavo, el Norte estableció una superioridad moral sobre el Sur que el Sur aún no ha logrado asimilar; y esto aunque -o quizás a causa de- el hecho de que esta superioridad moral fue, después de todo, adquirida bastante barata. El Norte no estaba mejor preparado que el Sur, ahora es obvio, para convertir en ciudadanos a los antiguos esclavos, pero sí fue capaz, a diferencia del Sur, de lavarse las manos del asunto. Quienes sabían que la esclavitud era incorrecta fueron forzados, al final, a luchar para perpetuarla porque fueron incapaces de rebelarse «en nombre de la sangre, la familia y el hogar». Y cuando la sangre, la familia y el hogar fueron derrotados, se encontraron más comprometidos que nunca: comprometidos, en efecto, con una forma de vida que era tan injusta y asfixiante como inescapable. En resumen, el Norte, al liberar a los esclavos de sus amos, privó a los amos de cualquier posibilidad de liberarse a sí mismos de sus esclavos.

Cuando Faulkner habla, entonces, del supuesto «medio de la calle», simplemente está hablando de la esperanza, desde siempre irrealista y ahora, en términos prácticos, inalcanzable, de que el blanco sureño, sin ser forzado por el resto de la nación, se elevaría por sí mismo de su antigua y paralizante amargura, rehusando añadir más a su ya insoportable carga de culpabilidad manchada de sangre. Pero esta esperanza parecería depender totalmente de un estatus social y psicológico que simplemente no existe. «Las cosas han mejorado», afirma Faulkner, «por mucho tiempo. Solo seis Negros fueron asesinados por blancos en Misisipi el año pasado, según las estadísticas policiales.» Faulkner seguramente conoce la poca consolación que esto ofrece a un Negro, y él también sabe algo sobre las «estadísticas policiales» en el Sur real. Él sabe, también, que ser asesinado no es lo peor que le puede pasar a un hombre, blanco o negro. De hecho, el asesinato quizás sea lo peor que un ser humano puede hacer. Faulkner no está intentando rescatar a los Negros, quienes desde su punto de vista ya están a salvo; quienes, habiendo sobrevivido al terror, son infinitamente más fuertes que los blancos asustados; y quienes cargan, fatalmente según su punto de vista, con el peso del gobierno Federal sobre sus espaldas. Él está tratando de salvar «cualquier rastro de noble que aún les queda a los blancos.” El momento por el que él clama es el momento en el que el sureño llegue a un acuerdo con él mismo, el momento en que cese de huir de su conciencia y logre, para usar una frase de Robert Penn Warren, “identidad moral.” Y seguramente cree, al igual que Warren, que “Entonces en un país en el que la identidad moral es difícil de adquirir, el Sur, debido a que ha tenido que lidiar concretamente con un problema moral, podrá ofrecer liderazgo. El cual necesitamos cuanto podamos obtener. Si es que queremos fugarnos del ritmo nacional, el ritmo entre la complacencia y el pánico.”

Pero el tiempo por el que clama Faulkner no existe -y él no es el único sureño que sabe eso. Nunca existe el tiempo en un futuro donde trabajaremos nuestra salvación. El reto reside en el momento, el momento siempre es ahora.

 

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