La noche más salvaje

Hacía fresco. ¿Por qué no salen ya? Caro y yo estábamos ansiosas. Nos reíamos envidiosas pensando en las suertudas que estaban ahora mismo en el backstage, sentadas sobre las faldas del cantante y sus músicos, besándose, frotándose y fumándose un porrito. Me da igual, yo solo quiero conocerlo.

¿Qué hacía yo en aquella plaza esperando por un cantante? Idiota. Vete a tu casa con tu hijo.

A lo lejos vi a Wilson. Esperaba a su novia, una de las suertudas. El pobre… Digo pobre porque se notaba nervioso. No paraba de caminar en los mismos tres metros cuadrados, soltándose y amarrándose su pelo rizo a cada rato. Caro lo conocía más que yo. Es un ecuatoriano lindo, estudiante graduado de geografía y bueno para el baile, que se siente muy cómodo entre guiris postadolescentes como su novia y siempre apesta a sobaco. Es simpático y buen conversador, aunque casi nunca me saluda cuando nos vemos de día.

Por fin salieron. Divisé el pantalón blanco del cantante escoltado por una nube de chicas bellas. Todas son más bellas cuando no eres tú una de las afortunadas. Agarré a Caro por el brazo, nos paramos por fin de la piedra fría donde esperábamos, y caminamos tímidamente hacia él. Nos presentó el mánager, un madrileño fanfarrón que desde el principio dejó claro que lo que quería era engrupirse a Caro. El cantante nos dio dos besos y un abrazo luego de soltar a las dos bellezas que servían de muletas, una de ellas la novia de Wilson, una rubia alta, muy esbelta y linda de cara, aunque forrada de pequeños granos rosados. Intercambiamos dos o tres frases amables y nos dimos por satisfechas.

Los músicos se fueron montando en una van negra con los cristales tintados y, tras ellos, dos de las chicas que andaban con la novia de Wilson.  Wilson había desaparecido. Su novia y el cantante también.

El mánager nos invitó a ir con ellos al hotel. A pesar de las reticencias de Caro, nos montamos en la van. Las mías me las guardé, no fuera que, al pronunciarlas, conjurara en mi contra.

***

La tarde del concierto había quedado con un amigo fotógrafo de mi ex. Jorge siempre me pareció interesante. Cuando salíamos con él, me gustaba más que mi novio. Algo había en su expresión, la melancolía auténtica del que siente demasiado el mundo, su belleza y sus injusticias, que me atraía. Cada cierto tiempo encontraba una excusa para contactarlo, aunque esta vez fue él quien me escribió.

Su caravana estaba estacionada cerca del río. Hacía mucho viento, la condición ideal para el vestido corto y vaporoso que me había puesto. Nos abrazamos cuando nos vimos y pasamos dentro de la caravana. Su mundo feliz se reducía a un cajón sobre ruedas. No necesitaba más, decía, si mi patio está adonde quiera que pueda llegar con este cacharro. Comimos algún potaje de alubias Litoral mientras hablamos de la vida, de nuestras relaciones, de cómo se había reencontrado con un antiguo amor que, casi veinte años después se había convertido en su compañera de viaje y caravana. Ella tenía un hijo adolescente. Él lamenta no haber podido tener uno.

-¿Cuántos tiene el tuyo?

-Tres -le contesté.

Jorge estaba dispuesto a ser padre con alguien que quisiera darle un hijo. Su compañera no lo haría; apenas comenzaba a vivir (otra vez), a disfrutar de un divorcio maduro y de un novio de cincuentipocos sin más ataduras que sus depresiones y la hipoteca de un chalé. Los hijos no se dan. Yo no te voy a dar un hijo, pensé proyectándome en un túnel imposible al que ni loca quería entrar. Por suerte, el tono grave de la conversación se distendió cuando lo interrumpí porque me estaba orinando. El baño estaba adentro de la caravana y me daba vergüenza hacerlo ahí, aunque – reconozco- me excitaba pensar que me escuchaba y me imaginaba sin pantis. Cuando salí, él estaba esperándome afuera, con la cámara en el hombro, como si nada.

– ¿Me acompañas a la catedral? que tengo que subir al campanario a hacer unas fotos.

Fingida o no, su indiferencia confirmó lo que ya intuía.

Caminamos. Yo unos pasos por delante para que pudiera apreciar mejor lo que se perdía, mis piernas, mis muslos y, si el viento ayudaba, mis nalgas. En la catedral, subí las escaleras empinadas y estrechas frente a él. Y como cuando era pequeña y me decían que, para conseguir algo, tienes que pensarlo bien fuerte, yo pensé muchas veces, una vez por escalón diría, que, por favor, dios mío, meta las manos debajo de mi falda.

Parece que no fue suficiente.

Ya arriba era como estar en otra dimensión. Desde allí podía sobrevolar, como una bandada de estorninos, los pensamientos, los deseos, los deberes, mi propia existencia… Me sentía serena, ajena a aquel mundo de abajo. El cielo parecía cercano y los caminantes, alguna cosa insignificante, polvo sobre una foto antigua. El tiempo quedó suspendido durante aquella media hora que recorrí en silencio el techo de la catedral y acaricié y me apoyé en su arquitectura reconfortante, tibia y rugosa como una matrona gorda de pueblo. ¿Cómo no subí antes? Jorge andaba por ahí haciendo fotos desde cada esquina. A veces me las hacía a mí. Detesto que los que saben me hagan fotos. No sé posar, siempre salgo con papada y con un ojo mirando al carajo. La facultad de filología, otro edificio viejo, se ve desde la catedral. En aquella coyuntura vital de proyectos nuevos como mi hijo, y otros sin terminar como la tesis, aquel armatroste románico, severo y grandilocuente, me increpaba con su dedo largo: “¿y tú qué piensas hacer con tu vida?”

¿Hay que hacer “algo” con la vida? Y entiendes la tristeza del que, a pesar de sus propósitos, siente un profundo desarraigo y solo ve en la muerte la única salida.

Jorge no me hacía caso. No como yo quería. Estaba más distante todavía de lo que había estado en la caravana. Ahí al menos me rozaba las rodillas con las suyas en la mesita, y me miraba con ojos de lechuza cada vez que yo hablaba. En ese punto, lo único que deseaba era volver a mi casa, a la que está en el Barrio del Oeste, a quince minutos andando desde el centro. A la que está al otro lado del océano, la casa de siempre.

Finalmente salimos de la catedral. Frente a la entrada lateral, se despidió de mí frío, marcando con sus manos sobre mis hombros la distancia del culpable.

-Carmen me espera -y sonrió nervioso.

-Vale sí, qué bueno verte… -le contesté apurada, como si de la velocidad dependiera que el bochorno que padecía desapareciera. Le di dos besos, me volví sin esperar nada y me fui por el camino opuesto.

Cuando volví a casa, me puse a doblar la ropa que había lavado por la mañana. Aproveché también para organizar unas fotocopias. Me tiré en el sofá y dormí hasta que Caro me llamó.

***

Subimos a la habitación de los músicos. El cantante tenía la suya. El mánager nos advirtió que se tardaría un poco. Está “ocupado” -nos dijo- y guiñó un ojo.

Ridículo…

Los músicos son unos niños. Sin sus instrumentos son como héroes sin su capa.  Tan pronto entraron, se quitaron los zapatos y se tiraron en la cama. Uno de ellos se sentó al lado de una de las amigas de la novia de Wilson (la otra salió de la habitación y nunca volvió). Él le acariciaba su pelo negro largo y lacio; ella estaba tiesa, con una sonrisa tonta y sus manos sobre su falda como una niña buena. Y yo que hace una hora pedía a gritos que me esnuaran…

Yo estaba sentada en la cama también, frente al espejo, esperando no sé qué cosa extraordinaria en una habitación con tres músicos casi adolescentes que ni nos hablaban. Su mayor interés en ese momento era mostrarse videos de youtube, hablar de música y comerse el bocata.  El mánager, un cuarentón pasable, intentaba sin éxito camelarse a Caro, que fumaba como un carretero en la ventana de la habitación por no saber qué otra cosa hacer. De mi cantante y de la novia de Wilson, ni rastro.

¿Qué mierda hago yo aquí?

Casi una hora después, se abrió la puerta de la habitación. Entró mi cantante en su pantalón blanco apretado. Era real, tan real como la novia belga de Wilson que entraba detrás de él. Lo habían hecho. Obvio. Se veían cómodos y satisfechos.

La observaba tratando de ocultar mis celos. Se sentó en el suelo, frente a mí. Me reconoció. Alguna vez nos habían presentado. Hablamos sobre nuestras familias, la de su parte española y de la mía argentina, recuerdo. Me cayó bien. El cantante se sentó a mi lado, en la orilla de la cama. Nuestra conversación no le importaba. Compartimos una bolsa suya de chocolates con maní.

-Son mis favoritos -le dije mirándolo intensamente, con la intención pueril -e inútil a esas alturas- de que nuestras almas conectaran.

-Ujum -me contestó con la boca llena, haciendo un ruido desagradable al masticar.

La habitación era una cápsula de humo. Los músicos estaban en su mundo; no paraban de ver videos. El cantante no dijo grandes cosas, solo se sentó en una silla y se tomó una botella de agua. Se veía cansado, totalmente desinteresado en lo que ocurría a su alrededor con excepción de la novia de Wilson, con quien de vez en cuando intercambiaba miradas y risitas cómplices.

¿Qué le digo? Pues decidí que nada. No sabía qué decirle que no sonara estúpido o forzado.  Lo había googleado tanto ya que sentía (injustamente) que no tenía nada más que saber de él. Concluí que me gustaba más en lo videos.

Desde donde yo estaba, ahora sentada en el lado derecho de la cama, veía por la ventana abierta los tejados de los edificios viejos del centro. El cielo de las tres de la madrugada estaba magnífico, negro carbón y lleno de estrellas.

-¿Nos vamos? -le dije a Caro bajito cuando me pidió rescate con la mirada.

La noche no pare más.

Nos despedimos de todos. El mánager trató de convencer a Caro de que se quedara. Muchas gracias, encantada, adiós, au revoir a los músicos franceses y nos fuimos del hotel.

Luego de pelar hasta las cortinas de la habitación, de reírnos de nuestra sosera nerviosa y de los polvos de ese día que nunca fueron, nos despedimos frente a la casa de Caro. Me dio las gracias por la aventura. La abracé.

De camino a la mía vi a Wilson, solo, fumando sentado en las escalinatas de la Pontificia. Me miró inquisitivo y me saludó con la mano. Le respondí el saludo de lejos.

Cuando llegué, me di un baño y saqué la ropa pasada a humo al balcón. Mi ex, que dormía en el sofá (le tocaba cuidar al nene ese día) se despertó.

– ¿Cómo lo pasaron? -preguntó, convencido de que tuve la noche más salvaje.

– Lo pasamos bien -le contesté sin ánimo de aclarar nada, y me fui a dormir con mi hijo.

Pocos días después, Jorge me envió una de las fotos que me tomó en la catedral. Salgo sonriendo.

Parezco feliz.

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