Las verdaderas revoluciones son eventos originales. Siempre llegan a contrapelo de las opiniones revolucionarias prevalecientes. Esta máxima puede aplicarse a todos los grandes cambios políticos y sociales de la historia mundial, así como de nuestro continente. Tan única fue la Revolución Haitiana de 1791, como lo fue la Revolución de Estados Unidos en 1776. Y ni hablar de la Revolución Rusa o de la Cubana. Cada una fue un acontecimiento completamente original en sus desenvolvimientos; y sus inicios y desenlaces no estuvieron ni siquiera exentos de la influencia de accidentes históricos. No olvidemos: el derrocamiento del zarismo en Rusia en febrero de 1917 ocurrió inmediatamente después de una de las peores tormentas de nieve en San Petersburgo. Y el desembarco del Granma por poco se frustra por las lluvias y vientos del Mar Caribe. Eso sí, en cada una de las instancias revolucionarias mencionadas siempre estuvo presente un liderato nuevo que, contra viento y marea, supo convencer a las masas de la futilidad de los esquemas defendidos hasta entonces por los líderes tradicionales. Así es la vida.
La verdadera tarea del momento para nuestro movimiento, programáticamente hablando, no consiste en estar pendientes de si Carmen Yulín gana o pierde la nominación de Time Magazine o si se pone una camiseta con bandera o no. Nuestra tarea intelectual, la que no estamos efectuando correctamente, es la de descifrar si hay hoy en Puerto Rico una serie de condiciones, objetivas y subjetivas, que apuntan a una vía original para la solución de nuestro problema nacional. Si es ése el caso, y yo creo que lo es, es entonces hora de encontrar una manera original y más efectiva de comunicarnos con nuestro pueblo. No podemos seguir malgastando nuestras energías machacándole a la gente la tesis de que la colonia se desplomó. ¿Y quién no sabe eso? La pregunta es adónde se dirige todo esto. En la vida todo es ir…
El punto de partida de todo análisis no puede ser sino nuestro pueblo. Uno de los eventos más importantes en la historia moderna de Puerto Rico, digamos de las dos últimas décadas, ha sido el tremendo salto cualitativo en la conciencia anticolonial de nuestra gente. Sí, hay en la cultura boricua muchos resabios y vestigios del pasado colonial. ¿Y que esperábamos?Ya lo decía José Martí: «Un pueblo que ha sufrido siglos de coloniaje, tarda otro siglo en liberarse». Pero este pueblo antillano, que no deja de exhibir conductas exasperantes y que calman la paciencia de cualquiera, también ha sabido decir que no al imperio, es decir, rechazar lo injusto y subyugante, en asuntos de no poca monta: el bombardeo de Vieques, la encarcelación de nuestros prisioneros y prisioneras políticas, el asesinato de don Filiberto, el aprisionamiento de Óscar, aparte de las múltiples luchas sociales y ambientales de los últimos veinte años. ¿Y qué es lo que queremos? ¿Un pueblo que se quite el coloniaje como quien se quita un pantalón o una camisa? Cuando se le ha puesto ante una injustica mayor, que ofende su sentido de ser, la nación boricua (y especialmente sus valientes mujeres luchadoras) han dicho que no. ¡Y cuando ha dicho que no, es no!
La razón de lo anterior es una: nuestra cultura. El salto cualitativo en la conciencia anticolonial de nuestro pueblo ha estado nutrido de una explosión cultural, que no ocurría desde la década de los treinta, en todas las comunidades boricuas. Basta con caminar por los barrios de la diáspora, por ejemplo, para ver cómo el baile de bomba se ha convertido en el himno de afirmación cultural y sobrevivencia de la juventud puertorriqueñas. En la Isla no es distinto. Es el renacer de nuestra espiritualidad afroantillana, con su sueño de libertad para El Caribe entero. Seamos justos: De Vieques para acá también ha florecido nuestro arte en las calles, en los murales, en la literatura, en la música y en todos los renglones del quehacer cultural. María no se ha llevado nada de eso. Por el contrario, le ha dado más fuerza. Sin esa vitalidad cultural nuestra gente no habría sobrevivido ni la tormenta ni lo que ha venido después.
Igualmente, significativo, es el reencuentro de la diáspora con «los que no se fueron». Años de distanciamiento físico entre los distintos componentes de la nación boricua, no socavaron en nada nuestro sentido de pertenecer a un mismo pueblo, de compartir una historia de logros, sufrimientos y aspiraciones. La emigración masiva de familias boricuas, particularmente entre 1940 y 1960, con lo dolorosa que fue, significa que hoy tenemos en el interior de Estados Unidos una reserva permanente de sentimiento cultural y patriótico, el cual no lo ha tenido, desgraciadamente, ningún otro proceso revolucionario de América Latina. Cierto, no falta uno que otro boricua en la diáspora que quizás exhibe desdén había lo nuestro y admiración ciega del déspota que nos maltrata. Pero de ahí a que haya en la diáspora un esfuerzo organizado para luchar en contra de las aspiraciones anticoloniales de Puerto Rico, ¡eso jamás! Repito: ¡Nunca lo ha habido, y jamás lo habrá! Si cuando allá en la Isla, ya fuere por el cansancio, el peso del coloniaje o la propaganda imperial, han faltado brazos para enarbolar en alto nuestra bandera y sus causas, acá no hemos faltado al deber y, con amor desprendido, hemos dicho presente. ¡Qué lujo, hermanos y hermanas! No hay tal cosa como una gusanera boricua en las “entrañas del monstruo”.
No voy a detenerme en la tesis del desplome de la colonia. ¡Ya! No es justo continuar machacándole a la gente las múltiples maneras en que, con su conducta electoral previa, ha contribuido a la crisis que hoy vivimos. Aquí no hay inocentes, si hasta a la izquierda «le toca su agüita».
Qué es lo decisivo sobre la coyuntura actual, lo que puede hacer la gran diferencia? Pues lo que tenemos al frente: el prestigio internacional que han alcanzado hoy nuestros reclamos anticoloniales y denuncias del despotismo del imperio. María, paradójicamente, lo ha puesto en su sitial más alto. En ese prestigio universal hay que incluir, además de los que siempre han estado ahí, como Cuba, al pueblo estadounidense. Nuestro tesón y voluntad de sobrevivencia no han pasado desapercibidos para el ciudadano común del imperio, especialmente para los que sueñan con un mundo de justicia y paz. María ha sido nuestra embajadora por el mundo. Somos un pueblo humilde, gente de paz, que nunca ha tenido ni ejército propio ni ha invadido nación hermana, buscando ventajas para sí. Entre nosotros y la comunidad internacional no hay animosidad alimentada por intereses egoístas y mezquinos. Ése es nuestro capital más grande: el prestigio internacional de nuestra lucha anticolonial. ¡Sepámoslo usar! Albizu, estoy seguro, lo habría hecho.
Ante ese conjunto de hechos, finalmente, hay que destacar la dialéctica de los huracanes en El Caribe. Desde el gran ciclón de 1780, en que la clase blanca dominante eurocaribeña sacrificó criminalmente más de 20,000 esclavos negros en todas las Antillas, prefiriendo salvar los animales de trabajo antes que “capital humano”, cada tormenta, con sus vientos e inundaciones, ha despertado la espiritualidad antillana, es decir, nuestra cultura universal y deseo perenne de libertad. No va a ser ésta una excepción. En lo que va de María para acá, la nación boricua ha dado muestras de una valentía y voluntad de vida colosales. María ha sido la gran escuela que nos viene preparando para la tarea fundamental: la independencia. Ese gran proyecto sólo puede llevarlo a cabo una nación que ha resistido las más complejas vicisitudes, el coloniaje, la emigración, la pobreza, dos huracanes y el despotismo y la arrogancia imperial. Sí, hay pesimismo, «esperanza desesperada». Yo, sin embargo, veo más optimismo, más temple forjado al calor de la adversidad. Me perdonan la certidumbre.