Geografía
cerca de la costa de rocas puntiagudas
erigidas por mortales;
antes era la casa de caracoles y peces
que comían humanos
Fragmento 321 de Íbico en traducción de Cristina Pérez Díaz
Portada de «Miel que me das» por Emanuel Torres
Nota de la traductora
Recientemente me hice de un nuevo amigo, de esos que sabes que llegan para quedarse porque cuando van a tu casa se olvidan el reloj, con lo que queda cancelado el tiempo (¿y no es la suspensión del tiempo la prueba de que se ha dado un encuentro real?), pero también porque al llegar no son sólo inmediatamente familiares, sino que sabes que son, a la vez, un tanto extranjeros, foráneos dentro de la ciudad miniatura que toda amistad conforma: te incomodan, te confrontan, y hacen lumbre con los pensamientos, para después, para cuando en tu soledad puedas ocuparte de esas brasas.
Sucede que este amigo está convencido de que este oficio mío de traducir a los griegos es irremediablemente conservador, que con ello estoy insistiendo en que se siga leyendo a los mismos autores que la tradición europea ha enaltecido y construido como su propio «origen» y bastión de resguardo de su mismidad. Lo que pasa es que mi amigo es un amigo del futuro. Le interesa pensar las geografías, los paisajes y las formas de lo que vendrá, cuando el capitalismo complete su propia destrucción. Lo nuevo no sale de lo viejo, es lo que me dice, aunque creo que no lo ha dicho así. Y yo estoy, en esencia, de acuerdo con este amigo incordio. O lo estaría, si tuviera la razón, pero no la tiene mi amigo, tan sólo en su deseo de futuro da en el clavo.
Pero yo me tomo muy en serio a mis amigues.
Es innegable que tan pronto una dice que algún poema proviene de la Grecia antigua, este adquiere inmediatamente un aura de autoridad y respeto, porque, claro está, la tradición humanística europea ha construido a Grecia como El lugar de donde emana lo literario. Y es innegable también que un ejercicio de crítica radical del poder comprometido con el futuro tendría que involucrar el cuestionamiento de esos lugares privilegiados, de esas auras que no son sino construcciones imperiales para privilegiar los modos de hacer sentido de una cultura sobre todas las demás.
Ahora bien, la cultura griega no tiene la culpa de lo que Europa ha hecho con ella. Los textos y artefactos de la antigüedad griega han sido precisamente objetos de apropiaciones, tráficos e imposiciones ideológicas a manos de los poderes imperiales europeos responsables de su diseminación global como cultura “originaria” (¿cuántas veces no nos han dicho que Grecia es «la cuna de la civilización occidental»?). Al pasado también hay que liberarlo de esas violencias infligidas, porque con ellas nos han violentado a nosotres igualmente. También hay que leer desde los márgenes lo que el centro ha sobrecargado de sentido con su muy limitada comprensión de la vida y del mundo (básicamente, la superioridad de la raza blanca y el capital como único modo de relacionarnos). O a eso apuesto yo. En todo caso, la lucha por el futuro tiene que darse desde diversos flancos, y yo desde mi minúscula esquina apuesto, porque es lo que sé hacer, por saturar de nuevas posibilidades estos ejemplos de la ruina.
Así que presento esta semana este fragmento de Íbico, un poeta muy poco leído que escribió en el siglo VI a.C., en lo que hoy es la costa sur de Italia. Sabemos por el autor que lo cita (un comentarista antiguo de Píndaro) que las líneas describen la geografía de Ortigia, una pequeña isla convertida en península al adherirse a Sicilia por medio de puentes. El breve fragmento alcanza a demarcar no sólo un paisaje geográfico, sino también claramente el antes y el después de este territorio: ahora es una «costa de rocas puntiagudas» que han «erigido los mortales»; antes, un lugar en el que a los humanos se los comían los peces. Se trata claramente de un paisaje sujeto al trabajo civilizador, y el fragmento es una brevísima narrativa del pasaje de “lo crudo” a “lo cocido”. Doblemente sujeta está, entonces, Ortigia en el fragmento de Íbico, pues no es sólo un paisaje trabajado, sino que también se ha construido sobre ese trabajo un discurso que la separa de su paisaje anterior como de algo inhóspito y salvaje.
Pero como la geografía siempre está también demarcada por el plano mitológico, para leer este fragmento hay que recurrir al mito. Dicen que en Ortigia nació la diosa Artemisa. Así que esta geografía de este paisaje y pasaje está también sobredeterminada por su estatus mítico como el lugar en el que nació esta diosa, la hermana gemela de Apolo, hija de Zeus y Leto. Los dioses que Zeus procrea fuera de matrimonio no nacen en el Olimpo, porque el Olimpo es la casa de Zeus y Hera. Tienen que nacer en otro lugar. Así que un dios nacido durante el reinado de Zeus siempre signa al nacer un territorio en estas zonas cósmicas que después poblarían los mortales, aunque, claro está, la raza de los mortales no existía en ese tiempo mítico en el que nació Artemisa en Ortigia, en esas “rocas puntiagudas” que nombra el poema y que aceptaron a Leto cuando andaba buscando en dónde dar a luz a una parte de su estirpe gemela—no cualquier geografía quiere echarse a cuestas la responsabilidad de acoger a algún hijo de Zeus (Ortigia aceptó el nacimiento de Artemisa; Delos aceptó el de Apolo). Para leer esta geografía tenemos que ver cómo está inscrita en ella desde siempre Artemisa con sus atributos propios: ella es la diosa protectora de las vírgenes, vive en los bosques y su atributo principal es, como el de su hermano Apolo, el arco y las flechas. Pero mientras que Apolo es el que “hiere desde lejos”, Artemisa es “salvaje” (no se somete a la institución del matrimonio, no se reproduce, caza bestias no domesticadas). Apolo no sólo tiene el arco, también la lira, es un dios musical y preside sobre la medicina (y la enfermedad), es, en palabras de Nietzsche, un dios de las formas. Al principio de la Iliada, son sus flechas las que causan la plaga que amenaza con terminar a los Aqueos, y es al apaciguar al dios que la plaga termina. Artemisa es mucho más voraz en su destrucción, no tiene nada que ver con la música ni con las formas. Al pobre Acteón, que accidentalmente la vio desnuda mientras se bañaba en el río, la diosa primero lo transformó en ciervo para que después fuera descuartizado y devorado vivo por sus propios perros de cacería.
En cierta forma, Apolo y Artemisa son también “lo crudo” y “lo cocido” que vemos en el paisaje costero de Ortigia, presentado allí en la oposición entre las rocas trabajadas por los humanos versus las bestias antropófagas. Y con ello parecería entonces que los discursos históricos y mitológicos inscritos sobre la geografía llegarían, por decirlo así, exactamente al mismo puerto y parece que todo está decidido: el fragmento nos habla de un paisaje que ha pasado de lo inhóspito a lo habitable. Pero esto, claro está, es producto de una trampa en la que hemos caído, pues pretendimos hablar de geografía histórica cuando hablábamos desde un principio de una geografía mitológica en la que los animales comían humanos «antes» del trabajo civilizador. El trasfondo del nacimiento de Artemisa que resuena en el fragmento por lo signado del territorio no es una capa mitológica sobre un discurso puramente geográfico, sino que es un complemento a un discurso ya desde siempre mitológico.
Lo cual me lleva de nuevo a mi amigo, y parecería darle la razón: el pasado está tan sobrecargado de sentido que nos sigue llevando a lo mismo, que no puede ser allí donde esté el futuro. Sin embargo, la densidad misma que causa la sobredeterminación es lo que me permite leer. Mi nota es un ejercicio de lectura, un clavado en la densidad del fragmento. Y aquí la geografía se convierte en geología: leemos densidades, leemos estrata, el abajo el antes el después de las rocas puntiagudas. Cierto, se reconfiguran las superficies, se producen otros planos, se desestratifica la profundidad, y eso es lo que más importa, pero sin densidad no pueden darse esos movimientos de fuga. Hay que pasar por la densidad, porque sólo lo denso es legible (lo otro es pura fonética o balbuceo ingenuo o reproducción mediática de lo mismo). Así que le ofrezco a mi amigo, y a ustedes, mi oficio como una práctica del clavado; como una descodificación de las estrata (de lo codificado, de lo sobredeterminado); como una apuesta por que el futuro será de quienes leen profundidades. Y de ahí, líneas de fuga: por ejemplo, los caracoles que aparecen en el fragmento, los cuales quedan indeterminados por el adjetivo, ni comían humanos ni sabemos nada más de ellos, allí también hay un punto de partida.