Para decirle adiós a Fittonia Albivenis

 

Especial para CLARIDAD

I owed no one a goodbye and that was a relief

-Esther Kinsky (trad. Caroline Schmidt)

  1. Contrario al dicho común (“no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”), dejar los deberes para el último momento, hacerlos sólo cuando no queda más remedio, es un instinto de sobrevivencia. Entre el momentum y la inercia se encuentra este insistente deber irse, cuando ya no queda otro remedio.

2. Antes de despedirnos, se formó un pequeño fuego en el apartamento de la vecina. Como nunca sé qué decir en situaciones incómodas, le grité desde el patio: “¡¿Estás bien?!”. Según sus propios gritos, debí haber inferido que no, que la vecina no estaba bien, todo lo contrario, que a causa del miedo, sentía una parálisis general en el cuerpo. En ese momento, ella era lo más parecido a un fardo inútil y pesado.

Unos chicos que recién se mudaban al apartamento reposeido del condominio, debieron haber sentido el llamado #PuertoRicoSeLevanta!!, pues más rápido que volando acudieron al socorro de la vecina, quien seguía atontada frente al fuego, cuando ellos irrumpieron en su cocina. No fue hasta que vimos salir el humo del fuego apagado por la ventana, que aceleramos las despedidas. Al fuego le debimos un adiós eficiente. En tiempo récord, pasamos del nosotros, al ellos y yo.

Mientras me alejaba triunfante, dada la celeridad del trámite, noté de reojo que la palma al lado del apartamento de mis papás había crecido descomunalmente. Nunca antes me había fijado. La palma, que siempre había estado a mi altura, que me miraba como a su semejante, ahora reinaba sobre mí con un tronco visiblemente saludable, marrón oscuro, juvenil. Había desarrollado curvas. Iban de izquierda a derecha, para mí, señal indiscutible de que encontró balance en el terreno desigual donde le tocó el arraigo. Era su propia respuesta al azar.

Al darme cuenta de este crecimiento, sentí ternura: ese último jalón que evitas a toda costa, pues sabes que te detendría en tus pasos, para que absorbas el lugar de una buena vez, todo de un solo golpe, y luego, cuando menos lo anticipes, te maree el camino. Que cuando abras la puerta al otro lado, el resto sea recordar.

  1. Las islas son fantasmas que se llevan en los ojos. Cuando un isleño se pone gafas, incluso en un cuarto oscuro, es porque su fantasma duerme, descansa tras una larga jornada desordenando recuerdos. Hay que velar por que ese sueño se complete a cabalidad. Es imperativo cuidar el sueño del fantasma para que el isleño viva del presente (en sus propias palabras, “llegar antes del aguacero”), en vez de hallarse de pronto, nadando sobre un intersticio gris, compuesto de un lugar y otro, que no es campo ni costa, dos extensiones familiares, sino un río inventado, que atraviesa a más de un país y pone el corazón en aprietos.

 

  1. Llegar al otro lado con fantasmas en los ojos, y una mata muerta.

El apartamento al que llegas no se parece al apartamento que dejaste atrás. No encuentras los interruptores de luz. Tienes que sobar las paredes, recorrerlas con las manos, hasta dar con la luz de los cuartos. Abres múltiples gavetas: no encuentras el vaso. Das tregua a las manos. Les sugieres hacer un ejercicio de memoria. Que las manos de antes les dibujen un mapa a las manos de ahora. Exprimes la memoria como  un trapo mojado, y te orientas. Pero incluso el sabor del agua no lo puedes precisar y la sala ha perdido uno de sus rostros. En el librero, una tragedia se desarrolla, de esas pequeñas y breves, pero que significan. El sistema de irrigación que le dejaste a tu planta, fracasó. Si se viera ahora, sola en su tiesto, protagonista triste en el escenario de tu creación, con el verde trasnochado, de pronto acusativa, con todas sus hojas caídas, frunciéndote el ceño. Insisten que no te comprometiste con su compañía. Que te fuiste a la primera señal. Que sólo regresaste a regañadientes, cuando no hubo otro remedio.

Más tarde, con un crujido de voz que recuerda al otoño, la planta traería a colación aquel día en que, al descubrir que su nombre en latín era fittonia albivenis, la apodaste Fito, y junto a ella iniciaste una búsqueda cuidada, sin prisa, por ese rincón del apartamento que, entre luz y sombra, la cobijara mejor.

5. Un río inventado es un río que no existe porque está solo en la experiencia. Pero tiene nombre. El isleño debe evitar dicho nombre en caso de que, enfrentado a su ruido, su fantasma se despierte y tome las riendas de sus ojos. Entonces, ya no se podría ver el día si no como recuerdo de sí mismo: un tornillo mohoso, al filo de un andamiaje viejo y quebradizo.

El escombro es, pues, la morada del fantasma que se proyecta sobre el lugar donde una mirada aterriza y, por arte de magia, expira. Preludia ese instante que sólo tiene repetición entre el relámpago y el trueno, segundos antes del aguacero.

 

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