Reflexiones: el PPD en la década del 1990 ¿es posible un novísimo pacto en el neoliberalismo?

 

¿Cuál era la situación del PPD en la década de 1990? ¿Podría una organización producto y reflejo del orden de la Guerra Fría elaborar ajustes que le permitieran sobrevivir como una alternativa real en la pos-Guerra Fría? La pregunta también puede ser formulada de otro modo. ¿Podría una organización cuyo prestigio se había levantado en el novotratismo, el liberalismo de posguerra y la estatalización elaborar ajustes que le permitieran sobrevivir como una alternativa real en la era del neoliberalismo? El hecho de que en 2012 el PPD obtuviese una victoria electoral con un candidato cuya simpatía excedía sus capacidades para el puesto, Alejandro García Padilla (1971- ) parece sugerir que sí. Es cierto que la tesitura ideológica de García Padilla se apoyaba en la retórica y la praxis neoliberal. De un modo u otro, los candidatos simpáticos considerados incapaces y adictos a la ola neoliberal también tuvieron su turno en el PNP con Ricardo Rosselló Nevares (1979- ) en 2016, asunto sobre el cual volveré en otro momento.

El problema de las posibilidades del PPD en la década de 1990 es un asunto que no puede reducirse a una u otra victoria electoral. El bipartidismo que impregnaba la praxis electoral colonial desde 1968 no dejaba mucho margen para el juego. El candidato a la gobernación del PPD o el PNP que se postulase, independientemente de su capacidad, obtendría la gobernación. La metáfora de la kakistocracia, formulada tan certeramente por el sociólogo Emilio Pantojas García, sugería que aquel sistema cerrado que recordaba los turnos entre liberales y conservadores de la política española de fines del siglo 19, no daba para mucho: unas veces se imponía el “malo” y otras el “peor”. Los comicios se habían convertido en una parodia y en un callejón sin salida.

¿Una crisis de liderato? Dónde están los caudillos populares convincentes…

Un problema no discutido a profundidad es que, aparte de Calderón Serra y Acevedo Vilá, el PPD no tenía ninguna figura vigorosa y atractiva para oponerle a Rosselló González en la década de 1990. No se trata de que no tuviese personalidades inteligentes y organizadas para la tarea. Los juristas e intelectuales Héctor Luis Acevedo, especialista en cuestiones electorales, y Eudaldo Báez Galib, interesado en el problema de la soberanía posible en el marco del estadolibrismo, por ejemplo, cumplían con ese criterio de profundidad que los podían convertir en una alternativa viable. Sin embargo, no poseían las condiciones mercadeables del top model político que, por otra parte, ya estaban abandonando a Rosselló González.

En aquella década el liderato popular se caracterizó por su opacidad, un mal que le persigue hasta el presente. Muñoz Mendoza, la candidata en 1992 a quien se le reconocía como soberanista, renunció a la presidencia en 1993 tras la derrota eleccionaria. El profesor Acevedo, un intelectual probado de tendencias también soberanistas, tomó las riendas de la organización y cargó con la derrota en 1996. La vieja política abrió paso a una nueva política para la cual el liderato popular no estaba entrenado. En el proceso electoral de 1996 parecía imposible derrotar a Rosselló González. Los populares tuvieron que recurrir a su único mito vivo para apelar al electorado. En octubre de 1996, Roberto Sánchez Villela (1913-1997), olvidadas las rencillas con Muñoz Marín y el papel clave que cumplió en la primera derrota electoral del PPD en 1968, abandonó el ostracismo para llamar públicamente a que se votase contra Rosselló González. La gestión no tuvo el éxito esperado. Todo parecía indicar que los iconos del Puerto Rico moderno habían perdido su poder de convocatoria.

No solo eso. La aceleración del cambio material que caracterizó la década de 1990 puso en duda la legitimidad del ELA con argumentos análogos a los que habían esgrimido sus opositores, dentro y fuera del PPD, en las décadas de 1950 y 1960. En 1994, el teórico y abogado de tendencia soberanista Marco A. Rigau Jiménez (1946- ), afirmó que el ELA carecía de plena dignidad política y que tampoco garantizaba una forma de unión permanente con Estados Unidos. Con ello ponía en entredicho dos de los pilares de la teoría muñocista formulados en el punto álgido de la Guerra Fría. Miguel Hernández Agosto (1927-2016), otro de los líderes más respetados y tradicionales de la organización, se ocupó de responder el señalamiento desde una postura moderada. Su argumento era que, de ser así, Estados Unidos habría engañado a todo el mundo civilizado en 1952. La figura retórica de que el ELA no podía ser un artificio porque Estados Unidos no era capaz de tamaño fraude se reiteró de diversos modos desde entonces. La presunción de la “inocencia americana” estaba bien enraizada en ciertos sectores de la clase política en la colonia.

En términos generales, la situación redundó en el hecho de que los valores del “centro” o de la “tercera vía”, que habían marcado históricamente al PPD desde 1938, perdieran confiabilidad. En el marco del novotratismo los reclamos de la “tercera vía” condujeron al partido a convertirse en una suerte de “izquierda” estatalizadora confiable para los demócratas. En el marco del neoliberalismo, los afanes centristas los conducirían en la dirección opuesta. En ambos casos el PPD actuaría como traductor de la voluntad del poder estadounidense y cumpliría una función colaboracionista y políticamente moderadora.

Lo cierto es que el PPD nunca ha sido, como tampoco lo han sido el PNP o el PIP, una organización ideológicamente homogénea. Las organizaciones de masas como aquellas me recuerdan la pesadilla de una hidra policéfala y venenosa llena de irregularidades. Las fisuras dentro del PPD animaron la pugna entre los moderados y los soberanistas de todos los calibres: hay muchas formas de ser una cosa o la otra, por cierto. La consulta plebiscitaria de 1998, en lugar de subsanarlas, las profundizó. Un elemento interesante de aquel evento fue que abrió las puertas para un liderato nuevo. Pero las figuras que ocuparon los espacios vacantes, a pesar del despertar soberanista, se caracterizaron por su prudencia ideológica.

El resultado neto del plebiscito fue desorientador y confuso. Ello, combinado con el ascenso de los populares moderados a la cúpula organizativa, hecho que puso en “compás de espera” el tema estatutario hasta el 2012, operó como otra manifestación de la polimorfa “vuelta de la esquina” de Muñoz Marín en su momento. En 2016 el poder colonial correspondió otra vez al PNP, entonces bajo la férula de un liderato republicano comprometido con el neoliberalismo encabezado por Luis Fortuño Burset (1960- ) y Jennifer González Colón (1976- ). A ellos correspondió reanimar la discusión del estatus en un medio republicano adverso a la estadidad para Puerto Rico, con los resultados que con posterioridad discutiré. Entre 1998 y 2012 el PPD, por su parte, no fue capaz de reformular un ELA que se ajustara a los paradigmas del neoliberalismo, por lo que actuó cada vez con más cuidado, aprensión y escrúpulos cuando se trataba de imaginar el ELA.

¿Qué pasó con el estatus después del 2000?

El triunfo de Calderón Serra en las elecciones de 2000 garantizó la tregua y la inacción en el renglón del estatus. Para la gobernadora, en otro bien pensado retorno muñocista, la prioridad era pensar en los pobres y la justicia social identificados en aquel momento como comunidades especiales. El candidato del PNP, el ingeniero civil Carlos I. Pesquera (1956- ) una figura nueva vinculada al rossellato que aspiraba retornar a la política en 2016; y Berríos Martínez (PIP), un símbolo del continuismo y del independentismo que se había transformado en una suerte de “nueva vieja guardia” pipiola, fueron sus opositores. El compañero de papeleta de Calderón Serra fue Acevedo Vilá, candidato a la comisaría en Washington y abogado, con quien la candidata tenía desavenencias ideológicas. De hecho Calderón Serra, una ideóloga conservadora, prefería para esa posición a José A. Hernández Mayoral, abogado e hijo del caudillo de Ponce y un respetado ideólogo conservador que había profundizado en las posturas filosóficas y políticas de su padre.

Las afinidades entre Calderón Serra y Hernández Mayoral eran muchas. Los dos provenían de importantes familias de la burguesía puertorriqueña exitosa y concordaban en que el problema de estatus estaba resuelto desde 1952. Si la estadidad era imposible y la independencia un potencial desastre, tal y como había afirmado Hernández Colón en su “Nueva Tesis” de 1979, trabajar en el marco de las relaciones existentes era lo más pragmático. El pragmatismo calculado aseguraría cualquier victoria electoral futura. Aquella reflexión de Hernández Colón podría ser interpretada como la aceptación tácita de fracaso del ELA como eslabón en el camino de la liberación ideado por Muñoz Marín en la época romántica del PPD. La actitud, por otro lado, cerraba las puertas a un debate con los soberanistas. Para los moderados las fisuras sobre las que llamaba la atención aquel sector eran peccata minuta: lo que el ELA necesitaba era algunas reformas cosméticas y seguiría siendo funcional como un sistema de relaciones permanente.

Calderón Serra encarnaba a los sectores moderados de la burguesía industrial vinculados al capital local desarrollado después de la Segunda Guerra Mundial. Su padre era dueño Payco Ice Cream Corporation y de Calderón Enterprises, había sido miembro de la Junta de Directores del Puerto Rico Sheraton Hotel y de la del Banco Popular de Puerto Rico. Calderón Serra proyectaba muy bien el modelo del “burgués exitoso”, valor que combinado con el hecho de que fuese una mujer que había triunfado en un mundo dominado por hombres y patriarcas por el hecho de que había sido la primera Secretaria de Estado del país en 1988, aumentaban su atractivo. Su acceso a la gobernación sería la culminación de una carrera pública extraordinaria. Es interesante que su condición de persona privilegiada no minara la simpatía que su imagen producía en el ciudadano común, tal y como había sucedido con Ferré Aguayo cuando accedió al poder en 1968. La opinión pública la interpretó como una mujer pionera y un símbolo legítimo de hasta dónde podían llegar las reivindicaciones femeninas incluso en un país tan tradicional como Puerto Rico.

Una virtud de Calderón Serra era que su imagen de mujer burguesa con gustos aristocráticos proyectaba cierto balance entre modernidad y tradición aprovechable para su imagen de medios. Aquella figura contrastaba con la caricatura del “político vociferante” que había proliferado durante la década de 1990. El lema de su campaña, a saber, “Un gobierno limpio”, así como su formalidad, civilidad y distinción no actuadas, contrastaban con el perfil desgastado y el lenguaje neopopulista urbano agresivo de Rosselló González. Aparte de ello, como ya se ha señalado en otro momento, su función protagónica en la articulación de la campaña de la “Quinta Columna” durante la consulta de 1998, la convirtió en la figura idónea para ganar los comicios.

El vuelco que imprimió Calderón Serra al asunto del estatus tras la consulta tuvo, sin embargo, efectos discordantes. La funcionaria revivió el tema de la “Asamblea Constituyente” como método para enfrentar el estatus. El tema de la cuestión táctica fue introducido por Acevedo Vilá, Comisionado Residente en Washington en 2001. Hablar el lenguaje histórico de la “Asamblea Constituyente” debía favorecer una convergencia con los sectores anticoloniales que no eran populares: me refiero a aquellos que en Puerto Rico se identificaban como socialdemócratas, socialistas y nacionalistas.

La contradicción radicaba en una cuestión retórica que podía tener efectos incómodos. La gobernadora hablaba de una “Asamblea Constitucional de Estatus” y, para algunos observadores, ello no equivalía a una “Asamblea Constituyente” descolonizadora. No me parece necesario recordar, esta es una ironía bien calculada, que fue en una asamblea constitucional observada mundialmente que se había creado el Estado Libre Asociado entre 1950 y 1952. Estas estructuras jurídicas no eran inmunes al manejo de las fuerzas políticas y económicas que las rodean y las exceden.

Una “Asamblea Constitucional de Estatus” ofrecía un abanico de posibilidades capaz de complacer al más moderado de los populares. Técnicamente podía ser percibida como una mera revisión de la relación Puerto Rico y Estados Unidos dentro del marco del Estado Libre Asociado con el fin de preservar esa estructura pero mejorada. Esa y no otra había sido la meta de Muñoz Marín y el cardiólogo y funcionario Antonio Fernós Isern (1895-1974) en 1959. Los nuevos espacios de soberanía no tenían qué lesionar la soberanía del otro porque, al fin y al cabo, no sustraerían a la posesión de la cláusula territorial. Una actitud de ese tipo, bien ejecutada, podía convertirse en una tabla de salvación para el ELA, una barcaza a la deriva en las aguas del océano neoliberal. Lo cierto es que la idea de un “ELA (más) soberano” resultaba jurídicamente absurda para muchos observadores en el 2001.

Una “Asamblea Constituyente” o “Asamblea Constitucional de Estatus” implicaba el retorno hipotético al cero, a la tabula rasa o al vacío para, desde ese lugar y campo de acción, inventar otra vez la relación con Estados Unidos sin fisuras o fracturas colonialistas. Con ello se intentaba hacer posible lo que no había ocurrido entre 1950 y 1952. La legitimidad de ello dependía de que la decisión se tomase desde la utopía, es decir, desde la soberanía teórica y libre de toda coacción extraña. En Puerto Rico, sin embargo ese tipo de conceptualización que sugería decidir desde la “soberanía teórica” levantaba y levanta miedos atávicos que se relacionan con el espantajo de la independencia. El lenguaje político de aquel liderato popular corroboraba el principio de que era más fácil ser un demagogo que un intérprete. Además, el hecho de que la lógica de la “Asamblea Constituyente” o “Asamblea Constitucional de Estatus” hubiesen sido promovida por juristas radicales, Albizu Campos y Mari Brás, no favorecía al mismo. Todo ello condujo al clima de confusión que se adueñó del tema del estatus durante el cuatrienio de 2001 al 2004.

 

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