Será Otra Cosa: Minusculatura

 Especial para En Rojo

Cuando me volví diminuta y los granos de brea fueron peñones que apenas podía sortear, lo vi todo por primera vez. Tan y tan grande. Tan y tan más. Tan y tan profesional.

La desproporción entre mis facultades y la dureza de lo real se había tornado, así, más dramática que nunca. Entonces, se me exigió la misión.

La magnitud de su urgencia me impuso la carrera. Llegué sin aire, desaforada, destrozada a golpes a causa de la proximidad entre mi cuerpecito y el suelo. No sé si el campanario que precisaba mover era el de la catedral, el de la fortaleza o el de la rectoría. (Las direcciones que me dieron tenían serios problemas de redacción.)

Empujé y empujé y empujé. Volví a empujar. Y otra vez.

Nada.

Otra vez.

Nada de nada.

Entonces opté por volcarme a la consigna.

—“Minúsculos del mundo, ¡uníos!”

Grité a boca de jarro. Volví a gritar. Y otra vez.

Nada.

Otra vez.

Nada de nada.

Ya al borde de un ataque de muerte, con mi misión incumplida, arribaron. Vinieron quienes pude ver y quienes no. Un ejército de minúsculos empujaba al pie de aquel campanario. Había que moverlo a como diera lugar. Tan inmensa elegancia, tan grandiosa tradición, tan excelsa sabiduría terminaría aplastándonos, de otra manera.

Salud

Si algo estaba vivo, vivísimo, era el virus, desplazándose en silencio y ¡zas! Sus síntomas podían ser todos y ninguno: los cuerpos comunicando enfermiza novedad por medio de sana repetición. Como es evidente, aún existía la palabra “vida.” Y, por si fuera poco, le endilgábamos adjetivos extravagantes, como “normal” o “cotidiana.”

El tiempo tenía entonces gracia felina. Nadie escuchaba su paso. Nos engañábamos pensando que el encierro era inmóvil. Aunque nada de lo que nos acontecía nos acercaba, la catástrofe, por primera vez, era compartida, o casi.

Sin ponernos exactamente de acuerdo, nosotras acabamos organizando los días, mitad caminando, mitad llorando. Preferimos así no reinventarnos. Nos negamos a aprender nuevos trucos. Los emprendedores insistieron, y cuánto, en nuestra capacidad productiva. Pero ni siquiera nos interesamos por la reproductiva, a no ser que fuera la de nuestra –ante sus ojos– inútil rutina.

En el movimiento de cuerpos aguados de sí, países desconocidos se nos volvieron posibles, nos hicimos compañeras de los animales y los interiores se nos ensancharon. Al fin y al cabo, nosotras no hicimos más que imitar la treta del amenazador, trocando el fulgor de sus efectos y el lenguaje de sus objetos. Nuestra salud fue la delirante repetición que responde al nombre de Amor.

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