Terapia para el miedo a la muerte

 

La primera vez en mi vida que vi un muerto, tenía ocho años.

Fue en la avenida del puerto cuando íbamos de pasada. El pobre estaba tirado en el piso y a medias cubierto con una lona. Había sucedido un accidente minutos antes de que pasáramos por allí y aún no habían recogido aquel cadáver.

Estábamos de camino a casa de mi abuela materna en San Miguel del Padrón y mi papá, como de costumbre, había ido por la Vía Blanca. Este era el camino más expedito entre Centro Habana y Guanabacoa. Nunca me había molestado aunque ya desde entonces, cuando siento que me alejo demasiado del mar y no lo huelo, me dan náuseas y mareos, así vaya en una limusina.

A veces, por complacerme, mi familia, en vez de hacer el periplo Centro Habana, Guanabacoa, Alamar (donde vivía mi tío paterno), cambiaba el orden de las visitas y así, al regreso, yo iba dormida sin sufrir la industrial y despiadada Vía Blanca.

Apenas fue un vistazo a aquel infeliz, los destrozos de su cuerpo disimulados por la lona, pero aún visibles la mano engarfiada y un pie descalzo. Bastó para que mi estómago marino descubriera que el mar estaba infinitamente lejos.

Llegué a casa de abuela hecha un trapo helado. Mi pobre Mami Paula había preparado un almuerzo de reyes. Arroz congrí, lomo de puerco asado, yuca frita, ensalada de tomates y champola de guanábana (de la de verdad) Pero yo, solo de oler la carne, me estremecí y salí corriendo al baño.

Mi papá le explicó lo impresionada que estaba aún con lo que había visto.¡Claro que no se puede comer eso! dijo ella.

Sin embargo, su corazón guajiro no podía descansar si alguien bajo su techo se quedaba sin comer. Así que escarbó en el refri y encontró un pozuelo de sopa de pollo, resto de la noche anterior. Y más abajo, escondidos tras un vaso de almíbar, dos huevitos criollos.

Calentó la sopa e hizo un revoltillo y me sirvió todo aquello junto en el mismo plato, acompañado de una tostada y un vaso de champola tan fría que dormía los dientes.

Mi madre estaba muy escéptica, porque aunque ahora soy una glotona, en mi infancia padecía de anorexia caprichosa. Cuando vio que me zampaba todo aquello sin respirar (asustada o no, tenía hambre) anotó otro capricho nutricional del que echar mano cuando quisiera darme de comer. Mientras, mi abuela me miraba, feliz, con su propio plato de almuerzo de reyes frente a ella y cara de Yo sí sé lo que te conviene

De aquel día me quedó un rechazo absurdo a la Vía Blanca, específicamente el tramo entre la Avenida del Puerto y los elevados; y una sensación de alivio y amparo cada vez que me regalo un plato de revoltillo con sopa de pollo.

¡Qué duraderas son las malas impresiones infantiles y qué caprichosos son los estómagos de las criaturas del mar!

 

 

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