Trazos por la memoria de Walter Torres: Una introducción imprescindible

Por Vanessa Droz

Ilustrar ha sido mirado tradicionalmente como si fuera un arte menor, como aquello a lo que se dedica quien no alcanza maestría en las pasiones o recursos de las artes plásticas, mucho menos en gran formato… como aquello que necesita el referente inicial, creado por otro, generalmente un texto, para poder SER… La ilustración y el ilustrador han sido vistos como apéndices súbditos, como siervos sujetos a la valía de un original…

 No obstante, lo que fuera ilustración hace cien años hoy se cotiza como arte y cada vez más se aprecian las destrezas de ilustradores que se sirven de diferentes medios gráficos para ilustrar. Los carteles, por ejemplo, de Aristide Bruant realizados por Toulouse Lautrec han perdido desde hace mucho su estigma publicitario del mismo modo que los carteles de la DIVEDCO son ahora buscados como joyas de nuestra historia plástica y, de ser meras “ilustraciones” para promover filmes u otras actividades, son ubicados en nuestro imaginario como parte del “main stream” de la producción plástica de los años cincuenta en nuestro país. Claro está, había excelencia en la concepción y realización de ambos ejemplos.

Más atrás en el tiempo, recordemos los libros iluminados, después los libros de cordel o los periódicos que tenían que esperar por el trabajo del grabador para acompañar la noticia del momento, uno de cuyos casos más ejemplares son las ilustraciones del mexicano Posada. Tantos ejemplos…

¿Acaso no habrá casos en que el trabajo de ese ilustrador supuestamente súbdito supere al original que le da pie? Y ya que hablamos de extremidades, ¿acaso no podría darle mano y muñeca el trabajo de un ilustrador al texto que se supone que reine? ¿Qué sucede cuando el ilustrador elegido es, como innumerables casos hay en la historia del arte, un Maestro en su disciplina, como es el caso de Walter Torres?

Lo ideal es que —como en las relaciones amorosas a las que debemos aspirar— texto e ilustración no se vulneren, que funcionen como colaboradores, que se desempeñen como un equipo… De ese juego sin par —en realidad debería decir con par— depende el éxito del libro que albergue los dos géneros en su conjunto. Y Walter tenía la mitad del camino ganado porque también era escritor —cuando comenzábamos a escribir fue que nos conocimos—, por lo que sabía cómo compenetrarse con la imagen literaria para estructurar la imagen visual. 

No hay nada como el origen de las palabras para, literalmente en este caso, iluminarnos. Ilustrar viene del latín illustrare, palabra formada por el prefijo in (que se usa para intensificar) y lustrare, que significaba, precisamente, iluminar y purificar.

Más atrás: estos vocablos vienen, a su vez, de la raíz indoeuropea leuk, que quería decir luz, brillo, esplendor, lo que dio origen a muchas otras palabras: luz, lucir, lumbre, luminoso, alumbrar, luna, lunación, lunes, elucubrar…

¿Debemos elucubrar cómo hubieran sido la vida y los proyectos de Walter si siguiera entre nosotros? No lo creo necesario. 

Un proverbio recordado por uno de esos sabios de la Antigüedad dice que “el ser humano muere tantas veces cuantas pierde a alguno de los suyos” y García Márquez, pa’ ponernos un poco más del lado de acá, dijo que “yo me entierro con mis amigos”. Hoy estamos haciendo “trazos por la memoria de Walter Torres” y, en medio de la pena que sentimos, estamos de celebración pues su poderoso trabajo, en medio de tantos atropellos a nuestro país y cultura, perdurará ya que él, junto con otros y otras, ha contribuido extraordinariamente a darnos formas, colores, imágenes, energía, relaciones visuales inéditas y afectos duraderos, mucho de ello en esa forma también iluminadora que llamamos libro.

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