Vivir en duelo

Por Cindy Jiménez-Vera

Ya había caído la noche, y nos acercábamos a la entrada del vestíbulo del condominio de clase obrera donde mi esposo y yo vivimos. Veníamos de regreso del Centro audiológico de Puerto Rico, y yo llevaba puestos los auxiliares auditivos o audífonos por primera vez. Estrenaba lo que desde aquel momento se convirtió en espacios de sonido robótico. Antes de empezar a usar los auxiliares auditivos, y ahora cuando no los llevo puestos, convivo con mi sonido de siempre, ese entrecortado, bajito, con zumbidos, que me permite oír mililitro cuando dicen Miguelito, por ejemplo. Así que mi audición vive entre esas dos intersecciones. Debo aclarar que la pérdida de audición y la sordera han estado presentes en mi familia paterna por varias generaciones. Mi padre, mi abuela, mi bisabuelo y uno de mis hermanos son sordos y usuarios de auxiliares auditivos. Todos nacimos con audición, y hemos experimentado su pérdida paulatinamente desde muy jóvenes. Esa pérdida evitó que mi padre fuera a la guerra de Corea.

Estos aparatos ayudan a realizar gestiones diarias, que a veces damos por sentado, así como a poder llevar una vida laboral sin mayores contratiempos. Sin embargo, los planes médicos en Puerto Rico se hacen de la vista larga a la hora de proveer cobertura para auxiliares auditivos. Yo tardé algo más de una década en ahorrar para poder adquirir mis audífonos, y aún así tuve que endeudarme para completar la transacción. El sonido robótico que proveen propone el arte de escuchar desde una perspectiva sintética, que me brinda una identidad de ciborg. Evidentemente, no puedo ocultar mi pasión lectora de la ciencia ficción de Úrsula K. Le Guin, Octavia Butler, Mary Shelley, entre otres, cuando pienso en mi cuerpo disidente. Demás está decir que me enamoré de esa manera otra de oír. Antes de asumir mi identidad ciborg, y mucho antes de mudarme de mi pueblo original al área metropolitana, aprendí a quedarme dormida con el sonido del coquí. Desde niña ese es mi sonido en el mundo. Aún a mis cuarenta y cuatro años me sigue emocionando que un animalito tan pequeño sea capaz de cantar de manera tan única en el universo, y que todas las noches haya funciones del tipo todo vendido de sus conciertos. El asunto es que mi exilio del campo a la ciudad me quitó el canto del coquí. Terminé mudándome a un quinto piso de un condominio en el área metropolitana de Puerto Rico en el que no me llegaba nunca ese sonido.

Entre otros ajustes y choques culturales que tuve que afrontar como mujer rural en un entorno tan violento como es la ciudad, se encontraba mi manejo de la higiene del sueño. El sonido del coquí formaba parte fundamental de ese proceso. Es posible que se estén imaginando que usaba aire acondicionado con las ventanas cerradas o algo así, pero, uso abanico. No hay justificación posible. Y así pasaron los años. Aprendí a vivir con un sueño más ligero, debido a mi estado constante de alerta, y a reconciliarme con esa ausencia.

La muerte de mi madre fue mi otra gran pérdida. Llegó cuando aún no conocía el dolor más agudo, y creía que el duelo era un proceso pasajero de unos pasos en un manual y que con el tiempo se superaría. El problema con esa propuesta es que se presenta el duelo como un desafío a superar, y no como un lugar. O más bien como un no lugar. Todos hemos creído en cuentos de hadas alguna vez. Y, si bien es cierto que no existen los personajes imaginarios, de repente se abre una ranura invisible tan pequeña que si se está distraído no se nota. Por ese intersticio se van colando la esperanza y el amor, y se entrometen en todas partes. A veces se disfrazan de lágrimas, otras de risa. Unas cuantas veces se disfrazaron de amigos, familiares y animales. Esas veces, aunque pocas, se agradecen infinitamente. La mayoría de la gente le dice duelo a eso, e insta a salir de él. Dicen que es un lugar para visitar, pero no para quedarse. Lo dicen como si le temieran. En una de esas visitas, me metí por la ranura y lo fui a besar. Al duelo. Y me quedé a vivir.

Siento, que debo proveer algunos antecedentes a mi mudanza a este no lugar. Así que aclaro que una visita a la tumba del Monseñor Romero en San Salvador me abriría la posibilidad de reconocer esta vida otra. La posibilidad a la apertura a vivir en duelo. En aquella época estaban en proceso de canonizarle, y tenían un cuaderno de visitas dentro del mausoleo, y se nos aconsejaba a escribir lo que significaba el Monseñor para nosotros, quienes visitábamos su tumba desde todas partes del mundo. Yo quería escribir versos, o mi agradecimiento profundo a su vida y su ministerio liberador contra la opresión. Quería escribirle una carta para contarle que su lucha continúa en todo el mundo. Y que vive en mi corazón. Pero, cuando me paro frente al gran cuaderno y tomo el bolígrafo en la mano, comienzo a temblar en duelo, en amor, en esperanza, y apenas pude escribir el Monseñor es mi pastor, mi nombre, mi pueblo, San Sebastián del Pepino y mi país de origen. Cinco años después el Monseñor es canonizado. Evidentemente, sigue siendo mi pastor, así como el de muchos, quienes tal vez pudieron ser más elocuentes que yo. Sé que él sabrá perdonar mi temor y temblor, así como mi ateísmo. Haber reconocido la belleza de su ausencia y presencia a la misma vez, ese no estar o estar en un no lugar como es el corazón, supo allanar el camino a donde me encuentro.

Vivir en duelo no es algo a temer. No les crean a esos libros de autoayuda que aseguran que el olvido y la resignación nos harán más fuertes. Me da tristeza por quienes rechazan los regalos que ofrece este no lugar, porque no conocerán el amor verdadero y la esperanza infinita. Desde que vivo en duelo he podido caminar sobre las hojas secas, marrones y anaranjadas de los árboles cuando pasaba frente a la placa conmemorativa de Ramón Emeterio Betances en la rue de Châteaudun en París, y sentir el sonido crujiente de mis pisadas sobre ese montón de hojas muertas que me conectan con la vida, gracias a los auxiliares auditivos. También le di las gracias por tanto a Betances, de quien me conmovieron, entre muchos de sus textos, y su vida misma, sus cartas a Eugenio María de Hostos, en especial aquella en la que se reconoce viejo y cercano a la muerte, y no desea dejar a su esposa Simplicia “…sin un pedazo de pan”.

Entiendo perfectamente la preocupación del Antillano. Quienes hemos amado, sabemos que nuestros muertos nos siguen cuidando. No tienen que creer estas palabras. Mejor, vayan a preguntarle a la mata de guineo, a la de gandules, a los ajíes, el recao, a los limones del patio de la que era la casa de mi madre. Ella todo lo sembraba siguiendo las fases de la luna y así todo se le daba. Aún después de su muerte nos seguía alimentando. Ahora alimenta a una nueva familia. Así es vivir en duelo. Es reconocer la abundancia de la memoria. Seguir amando la no existencia. No me avergüenza vivir en duelo. Es amor. Es una oportunidad. Es también esperanza atrevida. Es una forma desafiante -si bien terriblemente dolorosa – de libertad. Es un aliento tibio que nos recuerda que vivimos y seguimos amando. Nos prepara para notar el duelo en todas sus manifestaciones. Es hasta internacionalista. Sus saberes nos hacen estar presentes y nos alertan a la pérdida de artefactos culturales como la piedra de Rosetta en Egipto, entre otros monumentos y piezas de gran valor cultural que le pertenecen a este país grandioso, a manos de colonizadores ingleses, quienes hoy la ostentan en su museo británico. Lloré en El Cairo el verano pasado por tantas pérdidas. La nariz ausente de la esfinge en Guiza, por ejemplo. Amé estructuras y artefactos en Alejandría que sólo conocía de oídas, como el faro, cuyas ruinas sostienen un fortín que también hoy es ruina. Adoré cada libro de la biblioteca de Constantino Cavafis en su casa museo, que viven exhibidos pero encerrados tras los cristales de un librero y me dolió la imposibilidad de yo también leerlos.

Vivir en duelo es vivir en amor, y comunión con todo y con todos. Es alejarse de la violencia de todo y de todos. Mi práctica poética y mis textos publicados los he dedicado precisamente a la pérdida en todas sus manifestaciones. Hace algunos años, cuando me entrevistaban por la publicación de alguno de mis libros o dentro del marco de mi participación en algún festival local o internacional, alguien me preguntó por los temas de mi poesía. Me preguntó concretamente de qué trata mi poesía. Llevo como diez libros publicados y algunas piezas sueltas en revistas, antologías, textos escolares y académicos, y en cada uno he estado escribiendo el fragmento de un gran poema de amor. Hoy día me conformo con la posibilidad de haber logrado un solo verso. Uno que potencie que algún lector desee mudarse también a este lugar que comparto hoy. Que no es nuevo, lo celebramos en la Fète Gede de Haití, en el día de muertos de México, en las sesiones de chistes durante los funerales de pueblo, y en cada paso que damos en cualquier parte del mundo, estando presentes y reconociendo nuestras pérdidas. Ya lo escribió Roberto Cantoral y lo inmortalizó la voz de José José en una canción que forma parte de la educación sentimental latinoamericana, El triste “… pensando en tu amor he podido ayudarme a vivir.” La vida es ese gran lugar común.

Y como de vivir se trata, mientras camino en dirección a la puerta del vestíbulo del condominio donde vivimos mi compañero y una servidora, escucho de manera estridente y robótica el canto de los coquíes. Tenían un concierto todo vendido con invitados coquíes la noche en la que llevaba puestos mis auxiliares auditivos por primera vez. Mi emoción era enorme. Así como en San Salvador con el Monseñor. Y como cuando leí la carta sobre Simplicia en la colección de la sala Eugenio María de Hostos en la Biblioteca Nacional de Puerto Rico en Puerta de Tierra. Doy media vuelta emocionada de alegría y asombro porque al fin llegaron los coquíes al condominio. Mi esposo, que nunca tuvo el corazón de decirme que los coquíes siempre habían cantado aún en esta ciudad, me devuelve la mirada con una sonrisa preciosa y mojada de lágrimas.

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