CLARIDADES- 1 de noviembre de 1950

 

 

Antonio Silva y León González – Primera parte

… Collazo se levantó como de costumbre en la mañana del 31 de octubre de 1950. Poco después se acercó a su esposa y le dijo: ‘Llama a la fábrica y diles que me siento mal y que no podré ir a trabajar hoy; luego vete al banco y saca cien pesos de nuestra cuenta de ahorros’.

—¿Para qué tú quieres ese dinero?– le preguntó Rosa sorprendida.

—No te preocupes, es que los necesito— le respondió él sin mirarla.

Cuando ella regresó con el dinero, Oscar Collazo salió del apartamiento (sic) para encontrarse con su compañero Griselio Torresola. Juntos tomaron el tren subterráneo bajándose en el distrito comercial de la ciudad, donde compraron ropa interior y dos sombreros negros. Luego siguieron hacia la estación de Pennsylvania donde compraron sus pasajes.

Serían las 11 de la maña cuando Collazo, de regreso a su casa, comenzó a preparar un maletín. Cuando su esposa le vio colocando la ropa le rogó que no la abandonara. ‘Ella se creyó –dice Collazo– que yo me disponía a salir para Puerto Rico y trató de convencerme diciéndome que el viaje iba a ser inútil porque me iban a arrestar enseguida. Le contesté que eso no tenía importancia y que nada me haría retroceder’.

A las tres de la tarde se reunían los dos hombres en la estación, de nuevo, abordando el tren que salía a las tres y media hacia Washington. Ocupado que hubieron sus asientos, Collazo empezó a leer un ejemplar del ‘New York Times’ mostrándole a Torresola los titulares que decían:

‘REVOLUCIÓN EN PUERTO RICO. Rebeldes nacionalistas atacan mansión del gobernador y cuarteles de la policía’, etc.

Eran más de las siete de la noche cuando el tren en que viajaban llegó a Washington. Caminaron por la estación y sus alrededores, pasando por la oficina central del correo en busca de un hotel donde hospedarse. Decidieron que permanecerían juntos pero que se registrarían separadamente y con nombres supuestos, aparentando no conocerse. A tres cuadras de la estación del tren, entraron en el Hotel Tarris, de la avenida Massachusetts. Oscar Collazo se inscribió bajo el nombre de Antonio Silva, de Connecticut, y Torresola con el de León González, de Miami. A uno le correspondió el cuarto número 434 y al otro el 436.

Griselio Torresola tenía dos pistolas automáticas, una ‘Luger’ y otra ‘P38’, que había comprado hacía poco tiempo. Esa noche se comunicaron por la puerta del baño y cargaron tres peines adicionales, dividiéndose el resto de los cartuchos. Collazo, que no conocía el manejo de aquellas armas, se ocupó en cargar y descargar la suya hasta familiarizarse con su mecanismo. A las diez y media salieron a comer algo. Regresaron cerca de la media noche y se acostaron enseguida.

Por la mañana, el día primero de noviembre, se desayunaron cerca de los terrenos del Capitolio y juntos caminaron por los alrededores, comprando cada uno un ejemplar de periódico, sentándose en un banco para leerlos. Más tarde llamaron un taxímetro pidiéndole al conductor que los llevara a ver los sitios de más interés de la ciudad. El conductor, al ver sus sombreros negros tuvo la impresión de que eran seminaristas. Los llevó a ver varios lugares históricos y al pasar por las cercanías de la Casa Blanca, señalándoles la Mansión del Presidente, les informó: ‘Ahora está siendo reparada por lo que el Presidente vive en la Casa Blair, al otro lado de la calle’.

Esta información parecía de poca importancia, pero los dos hombres cambiaron algunas palabras observando detenidamente los alrededores del lugar.

Terminado su paseo regresaron a sus habitaciones. Mientras tanto el Presidente Truman abandonaba su oficina en la Casa Blanca para regresar a la Casa Blair, donde almorzaría, para luego retirarse a disfrutar de su acostumbrada siesta diaria en su habitación que queda frente a la calle.

Al bajar de sus habitaciones se dirigieron al escritorio del primer piso para peguntarle al empleado : ‘¿Tendremos que pagar por otro día si no abandonamos las habitaciones antes de las tres de la tarde?’ El empleado les contestó que una diferencia de una hora más o menos no tenía importancia.

‘Me pidieron que los llevara a la calle Quince en la Avenida Pennsylvania— dijo el chofer del taxi que los recogió frente al hotel.— Todo el tiempo hablaron en español y lo único que pude entender fue el nombre Truman. Sus modales eran muy caballerosos y al pagarme me dieron una propina’.

Tomado de Ramón Medina Ramírez, El movimiento libertador en la historia de Puerto Rico, Ediciones Puerto 2016.

 

 

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