Crioulo

 

El doctor Amilcar Texeira confirmó su sospecha mientras comía capucha rica con pulpo encebollado.  Eran como las dos de la mañana y estaba de guardia.  Hacía sus tres comidas allí, en la ventera de Marcelo, en la Rua Primeiro do Maio . Todo era igual, con la excepción de la noticia de su inminente deceso, a causa de un  cáncer pulmonar.  Distinto fue, sin embargo que pidiera una jarra de ponche.  Una mezcla de gruge y miel.

Amilcar  no bebía porque sabía que el alcohol resulta un océano más seductor que el Atlántico para los criollos en ese archipiélago perdido.  Así murió su padre: ahogado.  Es decir, una noche se fue a pescar con más grouge que carnada.  Lo encontraron tres días después al pie del mirador Diogo Gomes . Le faltaban tres dedos y ostentaba un hueco en el lugar del ojo izquierdo, por donde salían centenares de hormigas borrachas, así como un tenue olor a miel.

Pero esa noche revisaba por tercera vez su diagnóstico con los ojos vidriosos, con las manos mojadas y untadas de guiso.  Con la camisa pegada  a la espalda. Porque en esa época, Maio y todo Cabo Verde se asfixian en una nube de polvo y ceniza que deja a todo el mundo mustio y pegajoso. Así es el barlovento: se fuma toda la miseria del día y la deja flotar pesadamente sobre el sopor de su noche de trópico seco y sediento.

Imaginaba su muerte cuando sobre el horizonte gris que todavía revolvía el polvo del Sahara y las cenizas de Fogo, se divisó una forma flotando a la distancia.  Los pocos que rondaban la playa a esa hora eran en su mayoría criollos. No había turistas. El montículo se acercó finalmente a la orilla, burlando las olas que en esa época son bocas de ballena.  Era una especie de balsa inflable.  Cuadrada.  De unos cuatro metros de altura y siete de ancho y largo.  Era verde.  Un verde más bien militar.  Un poco gris.  Los criollos casi simultáneamente se frotaron los ojos para cerciorarse de lo que veían.  Los más ebrios se fueron corriendo y fue un surfista danés quien se atrevió acercarse al objeto.  Revisó sus cuatro lados buscando señales.

-No tiene nombre ni identificación!- se escuchó gritar desde el otro lado de la balsa.

Fue entonces cuando Marcelo , despertó a Amilcar de su letargo con un golpe del paño para limpiar las mesas.  Este sostenía aún los papeles en la mano, pero tenía, como todos, los ojos vidriosos de rojo gruge que se dejaba caer, como un  espejismo, sobre aquella colosal balsa inflable.

Ayudados por una escalera que trajeron de la construcción cercana del nuevo hotel, el danés, se subió para revisar el interior. Los criollos son más cautelosos con esas sorpresas de las olas. A veces las corrientes arrastran cosas.  El mar las lleva y trae a su antojo.  Eso solo lo saben los que viven en el mar.  Los que viven del mar.

-Hello!- gritó el rubio desde la esclera  y esto alertó por fin al doctor quien salió hacia la playa previendo ser necesario.

De un tajo, Marcelo rasgó la balsa para poder alcanzar el interior, puesto que no había manera alguna. Ni puertas visibles ni secretas.  La balsa se desinfló como un gran telón de seda. Allí estaban, como ángeles o enfermos de un sanatorio mental.

Estaban vivos.  Despiertos. Fijos.  Como congelados pero respirando.  Los 73 iban vestidos con alguna especie de camisón blanco, sin costuras ni adornos.  Tampoco marcas ni números.  Las manos cerradas. Los cuerpos tensos.  Los ojos abiertos, las bocas congeladas en un rictus que era, a veces una sonrisa, a veces un reclamo .  Respiraban al unísono como una maquinaria perfecta.  Amilcar sacó de su maletín el estetoscopio y pidió permiso al primer hombre de la primera fila de  cuerpos para revisarle.  No obtuvo respuesta.  Sin bajarle la vista, levantó la bata y colocó el aparato en su espalda.  Era un asiático de mediana edad, que no se inmutó al contacto del metal.  Respiraba limpio, como los demás.  Luz en los ojos, ninguna reacción.  Salvo el instinto del iris negándose al rayo.  Todo normal.

El danés, les habló en su lengua, en inglés, los criollos en portugués, Amilcar en español, en afrikaans.  Nada lograba moverlos de su estado catatónico. La madrugada de septiembre traía un viento seco y absurdamente frío por lo que decidieron al fin llevarlos a algún lugar seguro.  Tomaron de la mano los 73 cuerpos y los subieron uno a uno con cuidado a un transporte escolar.

Como era época de aires enfermos, el pequeño hospital de Maio estaba lleno a capacidad. Sin suficientes medicinas, con solo tres médicos y nueve enfermeras en toda la isla, era casi imposible atender todas las situaciones de salud, por lo que las emergencias menores eran atendidas a domicilio.  Todos en la isla conocían el número del médico de guardia y si no, era fácil encontrarlo a pie o en bicicleta o en auto.

Así que sin camas para llevar  a los durmientes  hubo que despertar al alcalde de la isla para que les diera una idea.  A nadie se le ocurrió pensar en que fueran turistas.  Con excepción del danés y un par de portuguesas gordas, la isla pertenecía en esos meses a los criollos.

-El único lugar en donde podemos ubicarlos es la escuela- comentó el alcalde.  Pero era día en semana y las clases no debían ser interrumpidas, reclamaron  de inmediato los criollos, previendo, que como de costumbre, la soga cortase por lo más fino.  Entonces propusieron reabrir el hotel abandonado.  El mismo fue cerrado por falta de recursos para su remodelación, haría unos cinco años. El alcalde tuvo que asentir, aunque albergaba la esperanza de que alguien desde otra orilla llegara un día a devolverle la vida.

En el viejo hotel quedaban cuarenta camastros.  Algunas sillas de playa y unos  cuantos sofás con los que se improvisaron camas para los niños.  A los hombres más jóvenes se les ubicaron en el suelo.  En cuestión de una hora, más de un centenar de personas, estaban rodeando el hospital.  Los hombres ayudaron a los del sistema eléctrico para reinstalar el servicio al edificio.  Los niños miraban por los huecos abiertos de las ventanas y señalaban al interior riendo a carcajadas.  Mientras adentro las autoridades policiacas, el alcalde  y otros funcionarios del gobierno hacían una infinidad de preguntas en cuantos idiomas mascullaban. Ninguna respuesta.  Tampoco reacción más que el mismo rictus que ni risa ni queja. .

Al otro día, un contingente de oficiales de gobierno central llegó a Maio desde la capital.  Algunos helicópteros aterrizaron en el vetusto aeropuerto cargando medicamentos, comestibles, ropa, frazadas, periodistas.  Por ser notablemente extranjeros, esto podía tratarse de un asunto internacional y ya de por si, Cabo Verde era mal visto al otro lado del Atlántico.  De alguna forma siempre han sido culpados por los huracanes y las tormentas.  Dejándolos, la comunidad internacional, sumidos en su eterna sequía y en sus vientos sostenidos.

Pese a los intentos de los consulados, tanto allí como en otros países, no pudieron dar con el origen de la nave y sus pasajeros.  Tampoco ellos dieron información . Seguían sumidos en su letargo.

Al cabo de unas semanas, ya era evidente que los recién llegados no eran buscados ni esperados en ningún rincón del mundo.  La comunidad internacional se negó a recibirlos por temor a las implicaciones que esto podría traer.  Después de todo eran extranjeros llevados y traídos en contra de su voluntad.  Aunque en realidad carecían de voluntad.

Sin embargo en Maio, todos parecían estar cómodos en las nuevas facetas que los extranjeros le habían otorgado.  Las fondas se turnaban para prepararles alimento, las mujeres para velar por ellos, los niños para mirar por las ventanas.  Regularmente Amilcar pasaba por la instalación que había sido remozada con una mano rústica de pintura.  Tomaba pulso, movía extremidades, auscultaba pechos, ojos, oídos.  Todo en orden.  Pero seguían así, suspendidos pero incólumes.

Quien no podía ocultar su deterioro era Amilcar.  Para cuando se disipó la ceniza y regresaron los turistas el doctor había perdido peso, color, aire. Caminaba con dificultad.  No quiso mudarse a Portugal para recibir tratamiento como lo hace cualquier caboverdiano respetable.  Juró no volver a ese país después de haber salido con su diploma bajo el brazo.  Le traía malos recuerdos.  Llegó a hacerse médico a expensas de una lisboeta madura, a la que le endulzó el oído y otras menudencias una noche en Praia. Además su condición estaba muy avanzada para cuando lo descubrió.

El primer ministro de Cabo Verde había tocado sin resultado alguno, todas y cada una de las puertas en las Naciones Unidas.  Sin identificación de la barcaza, sin información de los pasajeros, era imposible determinar su lugar de origen.  Además de la variedad étnica y generacional de estos.  La poca prensa internacional que reseñó el acontecimiento perdió interés súbitamente ante otras excentricidades como la nevada artificial que el gobierno americano dispuso en Sierra Maestra para celebrar la anexión, o las violentas manifestaciones en Orlando tras el cierre definitivo de El Mundo Mágico.

Para cuando despertó del letargo el primer durmiente, ya Amilcar estaba en cama, esperando la muerte, adormilado por la morfina.  Fue el asiatico de mediana edad.  Alegaba llamarse Hoí Ling Ngoh de la provincia de Gansu, donde acaba la muralla.   A duras penas lograron comunicación con la embajada China en Praia porque ese día hubo una enorme nube de polvo del desierto que interrumpió las comunicaciones, la visibilidad y las ganas de vivir. Horas más tarde regresaron la llamada informando que no existía record alguno en toda la República China sobre un Hai Ling de Gansu desaparecido y los únicos tres ciudadanos con ese nombre habían muerto en la era del comunismo.  El asombro de la información tomó a los criollos por asalto, ahora sin saber si el resucitado # 1 era en efecto un farsante.  Y si esto era así, a qué venía. A qué venían.

Andaban rascándose la cabeza los representantes de los trece asentamientos de la isla  ante la freguesia do Nossa Senhora da Luz, quienes se habían autoconvocado en asamblea no oficial en la ventera de Marcelo, cuando Carlinho Mendes, recibió la llamada que anunciaba  el deceso de Amilcar Texeira. Pese a ser uno de los hombres más queridos de la isla, la consternación que provocaba la presencia de los durmientes opacó el luto.  Más aún cuando, entrada la noche, llegó un chiquillo mocoso a la ventera anunciando que habían despertado dos más:  esta vez era una muchacha larga y delgada como una palma que alegaba ser de San Petersburgo. A diferencia del chino, la rusa pudo dar una dirección más específica: #13 de la Vladimirsky Prospekt. Tercer piso.  Dijo llamarse Alla Turgenev y tener 25 años.  Casi simultáneamente había despertado del letargo una tal Karen White de Montana, Estados Unidos.  Fue necesario sedarla antes que diera más detalles  porque no hubo intento de explicación en criollo, inglés o portugués  que le hiciese entrar en razón.  Al igual que con el chino, no pudo confirmarse la existencia de estos en sus respectivos países. Eso sí, supieron que la dirección rusa era un conocido e íntimo burdel del distrito rojo de San Petersburgo.  Un edificio del periodo de los Tsars que todavía ostentaba la opulencia de otros tiempos.

Los funerales de Amilcar Texeira se llevaron a cabo un par de días más tarde.  Para entonces ya habían despertado 58 de los 73 durmientes.  En cada uno de los casos, podían confirmarse con minuciosa exactitud todos los datos que ofrecían estos, con la particularidad de que sus existencias en esos contextos que narraban eran, en fin, inexistentes. Unos días más tarde, ya todos los extranjeros estaban despiertos y caminando a sus anchas por las calles de Maio. Todos excepto Karen White de Montana, quien comenzaba a dar gritos y hacer reclamos cada vez que se disipaba el efecto del sedante.  Unas dos semanas después de la llegada de la barcaza fue trasladada a un cuarto vacío en el hospital de Maio y allí permaneció sedada hasta su muerte, 35 años más tarde. Los otros 72, sabiéndose desconocidos en sus alegadas tierras, se instalaron en Maio, que ahora sobrepasaba al fin los 7000 habitantes.

Este número fue creciendo en los próximos años con la llegada paulatina de más barcazas.  Aparecían en el horizonte polvoriento siempre de noche, siempre en septiembre, siempre arrastrada por la corriente; siempre frente a la ventera de Marcelo.

La segunda apareció exactamente un año después de la muerte de Amilcar.  Se sabe porque estaban reunidos unos cuantos criollos y algunos de los durmientes, entre ellos, el chino y la rusa, quienes se habían asociado para levantar un pequeño burdel para clientes exclusivos y los turistas de septiembre en los que ella, una durmiente turca y dos senegalesas eran el menú.  Ese mismo año murió Carlinho Mendes, víctima de un enfisema pulmonar, la suegra de Marcelo, quien ya escupía pedacitos de piedra cuando la desahuciaron. Al año siguiente, varias mujeres de complicaciones en el  parto junto con sus crías. Murieron también, víctimas de un accidente de transporte escolar, el equipo de futsal de Pilão Cão; lo que dejó este asentamiento de apenas ciento dos habitantes sin un solo varón joven.  El próximo año, la erupción del Fogo provocó una nube tan densa de polvo y de cenizas sobre el archipiélago, que Maio quedó casi a oscuras por días.  En esa ocasión una ola de suicidios de criollos le borró cuando menos unas dos decenas a su tasa poblacional.  Otros murieron de melancolía al no poder ver el sol.  Otros tantos murieron, es la norma allí, por falta de aire para respirar en calma. No obstante, los durmientes parecían gozar de excelente salud y una enorme adaptabilidad a la vida y circunstancias de Maio.  Los 72 formaron una coalición de mutuo apoyo que en un principio los criollos aprobaron entusiasmados. Una suerte de Naciones Unidas Anónimas.  Pero con el pasar de los años, la población de criollos iba mermando aceleradamente, mientras las barcazas de durmientes que llegaban, ocupaban sus espacios una vez despertaban estos de su letargo. Entonces, la Coalición de Durmientes fue constituida oficialmente como una entidad jurídica y política en la isla,  puesto que se habían convertido, décadas después, en mayoría poblacional.  Finalmente, lograron autoproclamarse una isla soberana, independiente del archipiélago.  Para entonces, eran solo un puñado de criollos que no pasaban de 100.  Con grandes dificultades para negociar con la Coalición de Durmientes, lograron mantener un asentamiento en la playa de Porto Inglés, justo donde se ubicaba la ventera de Marcelo, pero sin  representación política en la  freguesia do Nossa Senhora da Luz.

Una noche, el asentamiento de criollos de Porto inglés celebraba el natalicio de Amilcar Texeira, quien con los años se convirtió en una leyenda para los maienses originarios.  Debían celebrar por lo bajo, porque los escándalos estaban prohibidos por la Coalición de Durmientes para mantener la armonía cultural de esta isla tan cosmopolita.  Iban ya por la décima jarra de ponche cuando llamaron desde el ayuntamiento de la Coalisión para comunicar que habían recibido una llamada desde Rusia.  Un hombre que alegaba llamarse Amilcar Texeira era parte de los sobrevivientes de un naufragio hallado en la punta oeste de la Isla Kotlin.  Era, según alegaban, una barcaza similar a las que reciben cada año en Maio.  Pero estaba llena de mulatos y criollos que ni blancos ni negros y que estaba en San Petersburgo buscando como regresar a casa.  Los que celebraban, entre borrachos, indignados y sarcásticos, indicaron que debía ser una broma de mal gusto.  Una ofensa contra sus tradiciones, porque Amilcar Teixeira, según dictaba la Resolución Conjunta del Departamento de Cultura de la Coalición de Durmientes de Maio, era un personaje mítico de la tradición oral  de los pueblos originarios y que no existía evidencia alguna de que una vez existiera un criollo como ese, en carne viva,   por aquellas latitudes.

 

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