Será Otra Cosa: Huir hacia adelante

Foto cortesía de Herminio Rodríguez

Especial para en Rojo

  1. Torcedura de cuello. El dolor baja en línea fina por el omóplato hasta el inicio de la nalga izquierda. Me paraliza.
  2. Tres muelas fracturadas hasta la raíz (dos de ellas en menos de cuatro meses). La dentista quisiera dejar de atenderme; lo noto en su voz cuando la llamo para sacar una cita. Soy un tremendo reto para los creyentes en la reconstrucción. Pero en el fondo sabe que quizá sea ella, además de mi tocaya, mi única amiga; que la necesito. Entonces no se anima a devolverme el expediente. Al contrario, me sienta generosamente en su silla mecánica durante cuatro horas. Rodeada de todo tipo de instrumentos, agujas, pegamentos y cementos, desafía con toda su convicción no solo el dictamen que en otra silla de dentista hubiera sido el de pérdida total, sino, incluso, hasta la fortaleza de sus propias caderas que, a pesar de su juventud, conocieron ya el duro proceso del reemplazo.
  3. Palpitaciones arrítmicas. A veces, cada vez con más frecuencia, mi corazón palpita fuera de ritmo. Cuando sucede, siento una sensación similar a la que sentía cuando de niña trillaba en los caballitos de la verbena y las vueltas del carrusel, y por descuido del «machinero», alcanzaban una velocidad quizá no muy apta para los más pequeños. Me daba algo en el pecho; como un sustito vertiginoso, como si por milésimas de segundos ese músculo eléctrico que en parte es el corazón dejara de palpitar para súbitamente latir otra vez. Alguna de esas veces he temido quedarme en el cortocircuito. Últimamente ya no me asusta.
  4. Dolor en la parte media del cuerpo. Insoportable como un calambre, como si algo tirara de mis fibras con muchísima fuerza y me desgarrara por dentro. Me desespera, no me deja dormir ni pensar.
  5. Caída del pelo de manera quizá patológica. Aunque me preocupa casi tanto como todo lo demás, no sé por qué no he ido a algún médico.
  6. Afasia. Las palabras ya no me salen. Las busco dentro de mí. Intento dar con la específica; con aquella que describa con mayor precisión el objeto, la más económica, la que me ayude hablar menos. Pero nada; no la consigo. Por más que hurgo en mi cerebro, en el pedacito mullido y viscoso de mi cerebro en que imagino habita la memoria, no doy con la palabra que busco. Olvido el nombre, el concepto, y ya casi ni hablo.
  7. Miedo. Desde hace casi cinco años siento miedo de todos y de todo. Particularmente, de mí.

Luego de hacer esta lista en mi libretita de autoconmiseración, suelto el lápiz y echo mano a uno de los libros que tengo amontonados sobre la mesa. Es víspera de Año Nuevo y estoy en Madrid, en el Madrid de los Austrias. Desde mi ventana veo el viaducto de la calle Segovia, ese, sobre el que se han forjado tantas leyendas negras debido a la oportunidad que desde 1872 ha ofrecido a los desesperados. Es uno de los puntos altos de la ciudad, el mismo al que al final de la escena XI de Luces de Bohemia, Max Estrella invitara a su lazarillo Latino para desde allí «regenerarse» con un vuelo. Casualmente, en la calle Segovia, en 1809, nacería el escritor suicida Mariano José de Larra.

Contemplo la portada del libro. Es la foto en blanco y negro de un niño mirando fijo a la cámara y apretando una media sonrisa entre los labios cerrados. Es Jerome, el hermano suicida de Teseo, los personajes de la novela que escogí como regalo de Navidad procurando algo para leer por placer durante estos días en que busqué guarida en otro país lejos del mío y de todo lo suyo; a ver si entre otras cosas, por lo menos se me olvidaban un poco los achaques o las conexiones entre la vida y la muerte, que para mí son lo mismo. La descripción en la contraportada de la novela comienza con la pregunta que fundamentará el relato:

¿Quién comete el asesinato de un hombre que se mata?

Me asomo a la ventana y veo el puente. Una punzada en el cuello me hace retroceder. ¡Ay, quién pudiera regenerarse con un vuelo!, me digo pensando en Max Estrella, porque siempre pienso en términos literarios.

Decido entonces comenzar a leer. Teseo, su nueva vida, es el título de la que sería mi última lectura del año y espero en ella como los creyentes esperan en el Señor. Quizá sea casi igual a como Teseo, que con huir lejos de Francia, esperaba poder dejar atrás su historia familiar, el suicidio de su hermano y las subsecuentes muertes de sus padres. Tomaría un tren de camino al olvido para continuar con su vida como hacen amigos y familiares. Cree entenderlos. «Se sienten tristes, pero hay que seguir adelante, además estos tiempos no soportan lo trágico» y, a pesar de todo, él «seguirá siendo un moderno, incluso ahora que sus cimientos se han visto sacudidos». Pero a ese tren, que de tan moderno no se detiene a mirar atrás, en sus poleas engrasadas de voluntad, resiliencia y olvido, algo se atasca, o un vagón se le desbanda por no estar bien enganchado. «Basta con que falte un solo vínculo para que todo se desmorone; el sujeto, la capacidad de decir yo, la vitalidad, la fuerza, la posibilidad de amar».

Alejarse, irse, huir hacia adelante, creo que todos lo hemos intentado alguna vez, pienso. Mírame aquí, en Madrid en Noche Vieja, lejos de casa a propósito. No busco celebrar nada.

Solo espero.

Teseo, el de la novela, indagando en su historia genealógica, buscando responder a su pregunta, descubre que «ese gesto de desesperación es el punto del que parte su linaje, el de los hombres que mueren [los que se matan]». Entonces, deja de creer en casualidades y «su cuerpo dice que la huida llega a su fin». Se derrumba casi igual a como yo me derrumbo. «Parálisis de la parte izquierda del cuerpo, infección de la raíz de los dientes, inflamación de la duramadre hasta el sacro; y no hay doctor que lo entienda«. Teseo, el moderno, querría rezar para curarse, para liberarse de esa «carga de superviviente«, mas solo consigue repetirse una promesa… no hacer como su hermano Jerome.

Y yo, que ya tampoco creo en las casualidades, pongo un pie en el balcón, vuelvo asomarme a la ventana. Pronto darán las doce. Recuerdo mi propio «linaje de hombres que mueren». Los nombro. Cierro los ojos y pido por seguir cumpliendo mi promesa de no hacer como ellos. Rezo porque la afasia no desaparezca también las palabras de mis súplicas, de estas súplicas que, ante el derrumbe, me alivian la carga tan pesada de ser superviviente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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