Cuentos de Yadira Alvarez Betancourt

 

OLVIDO

Cincuenta años después que la sirena emergiera del mar y se echara a caminar en la tierra por amor, después de enterrar a su amado, se despidió de sus hijas y nietas y regresó a la costa.
Se adentró en las aguas, pero la marejada le expulsó sin piedad hacia la orilla
-Déjame volver -suplicó a las olas rugientes.
El mar ya no recordaba quién era ella.

 

CUÁNTICOS

Cuando empezó el verano y terminé la escuela, volvimos a la vieja finca familiar. Allí alimentamos a un gato negro que nos recibió con alegría. Al día siguiente había dos, y le dimos también algo de comer al nuevo gato.

Pero ya al tercer día había otro, y al cuarto, otro. Y cada día, a lo largo de dos semanas, iban apareciendo nuevos gatos negros.

No teníamos problemas con alimentar a muchos felinos. No era la primera colonia que se instalaba en nuestra finca cuando estaba ocupada. Pero era sumamente extraño que todos fueran negros y tuvieran más o menos la misma edad y tamaño. No había cachorros, ni gatos ancianos. Todos eran perfectas bolas de pelo oscuro, sin una mancha.

Al final los aceptamos y mi mamá los llamaba «Nuestro pequeño rebaño de demonios»

Hasta un día en que lastimé sin querer la pata delantera de uno de ellos. Se había colado en la cocina y lo quemé por accidente.

Curé al pobre felino lo mejor que pude y lo dejé ir. Al atardecer, cuando los llamamos a cenar, todos acudieron cojeando.

ESTALLAR EN LLAMAS

Amina roció el pan del día anterior y lo acercó al fuego. Si fuera fresco sería mejor, pero no había suficiente harina para hacer más y ese tendría que servir. Tampoco quedaba mucho polvo de té, así que le pidió a la vecina unas hojas de menta.

Un desayuno aceptable era lo menos que podía darle a su esposo. Después de todo, aunque el pobre apenas podía caminar, no había dejado el trabajo. Así tendría que ser por un tiempo, porque desde la muerte de su hijo no entraba a casa más dinero del que traía Ahmad y apenas alcanzaba.

La mujer colocó el pan tibio en la mesa al lado del vaso con té humeante: magra forma de empezar el día, pero era más que nada. Limpió y recogió la cocina, mientras observaba como su esposo comía sin quejarse. Solo se escuchaba el sonido del vaso de cristal tintineando contra la mesa, cada vez que lo dejaba. No hablaban, porque el silencio se había convertido en parte de sus vidas. Amina tenía a veces la impresión que ambos habían olvidado sus propias voces.

Luego que Ahmad se marchó, Amina se cubrió el cabello con el pañuelo, tomó la bolsa de la compra y salió de casa. Caminó con lentitud de vieja durante mucho rato, alejándose de su hogar y su barrio hacia el centro de la ciudad por calles desconocidas, cada vez más concurridas. Muchas personas con el rostro cubierto corrían a su alrededor y más de una vez la empujaron, pero ella no se quejó.

Como en sueños llegó a la plaza central y atravesó la multitud que rugía hasta salir a un claro frente a la gente, una especie de tierra de nadie. Al otro lado de ese espacio se agrupaba otra multitud, mucho más organizada, de gente uniformada en azul oscuro.

Amina escuchó a la multitud gritando detrás de ella. “¿Abuela, qué haces, a dónde vas?”, decían. Se detuvo y levantó la cabeza. Frente a ella un muro de soldados la miraba, inmóviles, tan callados como su esposo. Dejó caer la bolsa de la compra, se llevó la mano al pecho y… estalló en llamas.

La gente gritó y retrocedió. El olor y el calor espantaron a los más cercanos, la multitud de manifestantes comenzó a desbandarse. Dos valientes corrieron hacia la mujer que ardía, sin pensar que podía ser una suicida con un chaleco de explosivos. Trataron de ahogar el fuego con sus abrigos, pero no había forma de apagar las llamas. De entre los uniformados salieron dos gendarmes con extintores, venciendo el temor a una explosión secundaria. Sin embargo, solo crearon nubes de nubes de vapor: la abuela desconocida ardió hasta las cenizas, justo en medio de la Plaza, deteniendo la confrontación antes que comenzara.

La prensa lanzó mil teorías, cada cual más absurda; y las investigaciones no llegaron a ninguna conclusión plausible. Amine Boufaha no era una terrorista, no llevaba ningún acelerante o explosivo bajo el hiyab, ni había mostrado nunca ella —ni su familia— el menor interés en la situación política del país.

Su afligido viudo estaba tan confuso como todo el mundo. No había en el hogar del matrimonio nada que sirviera para fabricar una sustancia capaz de combustionar del modo que lo hizo Amina. Aparentemente, ella solo ardió sin razón alguna: espontáneamente y hasta la desintegración total.

Durante meses la gente se preguntó qué había pasado. Aunque el movimiento que había convocado la manifestación trató de apropiarse de la imagen de Amina, lo cierto fue que su recién descubierta mártir no tenía nada qué ver con ellos.

Semanas después, una recién casada ardió con todo y vestido en una fiesta de boda en LA. La imagen de la muchacha quemándose como un ángel de fuego en medio del salón de baile llenó las redes sociales. Grupos fundamentalistas religiosos elevaron protestas sobre la falta de pureza de las novias occidentales. Los especialistas de análisis del clima hablaron sobre la sequía que azotaba California. Los adeptos a las teorías de conspiración se quejaron del peligro de los trajes baratos de novia fabricados con tejidos sintéticos, y realizaron experimentos sobre qué tan inflamables podían llegar a ser.

Las fábricas de alta costura se alarmaron con la perspectiva de una demanda, hicieron sus propias pruebas secretas y luego vendieron sin pudor sus vestidos a los conspiranoicos: un negocio redondo, porque resultó ser que el tejido utilizado era, además de barato, ignífugo.

Dos meses más tarde una joven prostituta de Bangkok estalló en llamas mientras caminaba por la acera concurrida. La gente a su alrededor escapó horrorizada. Sin embargo varios teléfonos se alzaron y grabaron el evento. En Youtube se vieron los intentos fracasados de sofocar la pira humana que permaneció en pie, inmóvil y como sorprendida de arder sin provocación, hasta que se desplomó en una minúscula tormenta de chispas y ceniza.

Con intervalo de una semana o poco más, una matadora horrorizó a la multitud de la plaza de toros de Béjar, volviéndose una pira en medio de la faena. Tres días pasaron y una de las camareras del palacio de Buckingham se incendió de forma espontánea para las cámaras de la BBC, que cubrían un evento oficial. En una isla del Caribe una madre soltó a su hijo en brazos de la cuidadora, caminó unos pasos hacia la salida del jardín y se detuvo confusa, mientras el fuego subía por sus pies, rodeaba sus caderas y tomaba terreno en el resto de su cuerpo mientras otras madres gritaban aterradas y corrían a buscar a sus hijos.

Semanas después las noticias de las mujeres ardiendo sin causa alguna por todo el mundo no se contaban por las jornadas transcurridas, sino por el número de eventos diarios. El Síndrome de La Doncella de Orléans, como lo llamó un periodista americano, muestra de imaginación poética y falta de rigor histórico (que se supiera, ninguna de las mujeres había sido quemada por nadie) se volvió una emergencia mundial.

Ardían mujeres divorciadas y casadas, con hijos, sin hijos, madres, abuelas, mujeres que eran pilares de la comunidad y otras completamente anónimas. Una actriz se quedó súbitamente muda en medio de un parlamento y enseguida lanzó por los ojos una llamarada azul que cubrió su bonita cabeza y se apoderó de todo el cuerpo primoroso, a la vista de los espectadores. Políticas ardían, ardían criadas, médicos, maestras, empresarias. Ardían las felices, las infelices, las indiferentes.

Al cuarto mes empezaron a arder las niñas y al quinto, estalló en llamas la primera mujer transgénero. Y aunque la gente dijo que eso significaba que ardían también los hombres, lo cierto es que ningún hombre que se considerara tal mostró tendencia a volverse combustible.

Durante ese año ardieron no menos de veinte millones de mujeres y niñas. Con fuerza, de modo impredecible y hasta las cenizas. Y hoy, aunque los eventos han disminuido algo, no podemos dejar de observar con temor a las mujeres que nos rodean. Les miramos a los ojos esperando ver dentro de ellos un rescoldo que espera, latente, para estallar. Les tomamos de las manos y al notar demasiado caliente la piel, algunos las sueltan enseguida. Hay quienes las han rechazado y evitan por todos los medios estar cerca de una de ellas. Otros han intentado llenarlas de alegría y calor, quien sabe si así el fuego que arde se calme, se apague definitivamente, y la mujer amada se salve de convertirse en una antorcha. Pero nada lo garantiza: no sabemos cuándo, cómo ni por qué.

Estallan en llamas. Es todo: estallan en llamas. Y eso nos pone ante la dura realidad de que algún día, tal vez no muy lejano, todas hayan ardido.

 

Yadira Albet es una escritora y profesora cubana residente en La Habana. Puedes seguirla en su blog: https://kykubi.home.blog/category/historias-cotidianas/

 

 

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