El aroma de “La Anémona” memoriosa de Ana Marina

Especial para En Rojo

“La anémona”, el primer libro de la escritora puertorriqueña Ana Marina Rúa, cumple diez años de existencia y preserva el aroma fragante de la escritura nueva y vital que conceptualizó y plasmó la autora. La anémona presentada simbólicamente en la narrativa es la temida-por peligrosa y venenosa- especie animal que se mueve quizás apenas unos milímetros; vive adherida a rocas y corales; y ejerce su función depredadora succionando alimento con su boca tentacular. Este invertebrado, en aparente contradicción con su naturaleza, expele aromas agradables; perfume de grato olor. Por el contrario, la que podríamos llamar la verdadera anémona, la floral- pues a la animal le ha sido adjudicado su nombre por su semejanza cromática con la flor- es casi carente de fragancia excepto por el olor a madera de las hojas de algunas de sus especies. Emerge, sin embargo, como portadora de símbolos mitológicos, así como de significados como “me gustaría estar contigo”. Representa el amor intenso, pero frágil y amenazado que, aunque constituye pieza central del desarrollo de la novela; de la perfilación de sus personajes; y de los sentimientos más caros al alma de la autora, ésta no los expone valiéndose de la flor como símbolo de las asociaciones emocionales que ofrece.

Allá en los albores de la década ya transcurrida desde su publicación, se anunciaba como inevitable la cita de Ana Marina con la trascendencia literaria que le auguraba “La anémona”, como evidencian los laureles otorgádoles por el PEN Club de Puerto Rico y el Instituto de Literatura Puertorriqueña. Sin duda, sólo Ana Marina podía alumbrar “La anémona”, pues la gran narrativa que despliega a mares en su relato, parte de una misteriosa investidura recibida por la autora, la cual desarrolla un relato multiforme en varias líneas temporales que, sin embargo, no pierde su lógica interna y consistencia narrativa.

En “La anémona”, la autora no admitió encasillamientos limitantes ni sometió la trama a una trayectoria lineal definida a priori. Antes bien, la coherencia de la diversidad temporal y narrativa de Ana parecía sellada por el palíndromo brujular de su nombre de tres letras, que le impartió a la fascinante aventura literaria un feliz retorno a una tesis novelar clara; no sujeta a la improvisación. Rúa emprendió, pues, brújula en mano, un alucinante viaje en el carruaje de su fecunda imaginación por un camino que dejó impresos los surcos (“rugos”) de su pluma; y en el cual divisó un caleidoscópico paisaje de praderas de anémonas que dieron vuelo a sus pensamientos y al cual no pudo más que acercarse para tomar para ella, como compañeras de viaje, algunas de estas variopintas “hijas del viento”.

 

 

 

 

La autora, sin embargo, fiel a su naturaleza dual de, por un lado, ser viajera de caminos de tierra y rúas, y, por otro lado, consciente de su naturaleza marina, bajó del carruaje que llevaba el imprimátur de los caminos terrenales recorridos, y se sumergió en las profundidades de un mar de imágenes oníricas; del encantador y sobrecogedor lamento en eco de sirenas de meliflua tesitura y nostalgias perpetuadas en el tiempo; y en el cual nadó por “caminos de alga y de coral” hasta hallar allí, adherida a uno de los corales alumbrados por un “fosforescente caballo marino”, esa otra anémona que le faltaba: la “hija del mar”. Distinto a la experiencia storniana, sin embargo, la autora encontró el camino de regreso, con la anémona marina como espina dorsal de su narrativa, y la anémona floral, invisibilizada como símbolo directo pero operando “entre bambalinas”, pues a fin de cuentas la autora impregna la trama de la plenitud de significados que encierra la flor.

Ana Marina y “La anémona”, imbricadas desde entonces en una sola, llevan la marca del lirismo palpitante de una melodiosa y rítmica aliteración que, cual rica sinfonía, se abre a sonoridades profundas de la conciencia, desde la ligereza mozartiana hasta la sobria densidad de Mahler y Bruckner, expandiéndose en una novela de viento, mar y tierra que, pese a sus vuelos, zambullidas y pisadas fuertes o cansadas, encuentra su seguro camino de regreso a la mente del lector que le dispense su atención.

Si bien pretendo en el presente ensayo ofrecer al lector un destilado de los grandes temas que, desde mi perspectiva muy personal, advertí en “La anémona”, lo cual originalmente concebía como un ejercicio en solitario- algo que la autora misma aprecia en las rigurosas disciplinas de leer y escribir- consideré injusto no invitarla a la celebración de los diez años de su primogénita literaria, lo que le corresponde por derecho propio, y que a fin de cuentas me hubiera privado de dialogar un poco sobre su experiencia desde el alumbramiento de ésta.

Ana Marina, ¿cómo me podrías describir estos diez años desde el nacimiento de “La anémona”? ¿Cómo sientes ese proceso de nacimiento y crecimiento?

-Bueno, luego de publicada la novela, varios eventos en mi vida me llevaron a un alejamiento o silencio. Por años fue como si ciertas cosas se helaran, entre ellas todo lo relacionado con la escritura de “La anémona”. Aunque seguí escribiendo, no fue hasta hace unos dos años que comencé a publicar de nuevo algunos relatos en revistas y, en 2022 salió “Neural” (La Secta de los Perros), una serie de cuentos experimentales. Sus personajes se expanden en el espacio de la percepción y los límites de los cinco sentidos en el marco de un plan inquietante que se va revelando poco a poco. Con este deshiele o “regreso”, el interés en “La anémona” parece haber vuelto, en gran parte gracias a su difusión en plataformas como The Book Geek. Además, me emociona decirte que ya su traducción al inglés se encuentra en proceso, y pronto será sometida a casas editoriales. Es curioso, pero al vivir fuera de Puerto Rico, ocupo un espacio bastante peculiar, y no te hablo sólo del espacio físico. Y el tiempo de los libros rara vez transcurre linealmente. En el caso de “La anémona”, puedo sentir y palpar un destiempo en el que ésta se ha visto suspendida para luego tener, no un renacer, sino un segundo nacimiento, paralelo al primero.

La autora, en una novela breve, eficiente y cargada de pensamiento y emociones densas, presenta a un narrador sin nombre, el cual aborda la tarea de revelar su relación a través del tiempo con una mujer (Luz) que recién ha muerto (en 1999, que es el último año de la narrativa y desde el cual se mira en retrospección), lo cual deja en él vacío y desolación. Siendo un niño que se sentía desarraigado de su hogar familiar, el narrador había volcado irremediablemente su atención y afectos hacia la luminosa presencia de una niña de su edad (ambos nacieron en 1964), convirtiendo la vida de ella y la del entorno familiar de ésta en suyas propias. En su búsqueda obsesiva de cada pieza que propendiera de algún modo a conferir significado a su existencia, el narrador hurga en la historia familiar de su amada desde inicios de los 1700 hasta el año 1999. Teje una trama que se lanza en el tiempo sin apegos lineales, conectando puntos remotos y recientes que, de algún modo, se le presentan significativos y vigentes.

Ana Marina, el protagonista sin nombre fue revelado por ti en 2013 y, aún teniendo control sobre el personaje como autora, limitaste su despliegue vital y sus reminiscencias y búsquedas, imponiéndole 1999 como fecha de corte, cuando murió Luz. ¿Por qué tu designio literario fue que la trama no llegara tan siquiera al año 2000? ¡Faltaba tan poco! ¿No tiene nada que ver con el temor del narrador al mundo desconocido que cambia de los mil a los dos mil?

-No había pensado, o nunca se me había ocurrido, la idea de 1999 en oposición al 2000, como hito temporal o de significado (sea político o cultural, o de otro tipo) más allá de lo que representó para el narrador. En 1999 surgió la idea de “La anémona”, y ese fue el año de un cese para el narrador. No existía la posibilidad de otro año para él.

A menos que nos reveles que el narrador de “La anémona” falleció en algún punto entre 1999 y hoy, está casi por cumplir sesenta años de edad. Tú que lo conoces, ¿nos podrías decir qué ha cambiado en él y en la calidad de sus reflexiones en la novela? ¿Hay alguna nueva reminiscencia que haya compartido contigo desde ese momento en que tenía 35 años de edad hasta el día de hoy?

Otra cosa que nunca había pensado (hasta ahora, que lo preguntas) es en el “después” del narrador. Creo que es porque no lo tiene, y esto no porque haya muerto, sino porque, si pienso en él, veo que no cambia, no envejece, no se redime, no medra. Es él, siempre, a sus 35 años, regodeándose en una de sus miserias chiquitas y sabrosas. Supongo que nunca se ha ido: es parte de mí y es ajeno, pero no se va; es huésped; rehén y anfitrión.

“La anémona” habita en un mar de temas de profundo calado, que promueven la más seria y honda reflexión. Como cada lector responde al universo de sus vivencias y percepciones, perfilo a continuación los que estimo como temas principales de la novela.

La lectura como actividad placentera que entraña la posibilidad de tortura si no desemboca en la escritura

El narrador no puede ocultar su gratitud hacia la lectura que le permitía escapar del “agobio diario” (página 12), mas vive en estado de zozobra al reconocer su impotencia de llegar a la creación literaria. Así, expresa: “¿Para qué ocultarlo? Yo soy leer y poco más, y la página es la circunstancia y testigo de mi esterilidad, pues nada he creado” (Ibid.). Frustrado por perspectivas de proyectos inacabados y de su inmovilismo existencial, lamenta que “[n]o había manera de evitar los próximos quince, veinte o sesenta años que, sin duda, me deparaban un futuro de actos repetidos y proyectos a medio acabar. Sin la posibilidad de inventar nada, tendría que hallar consuelo en las creaciones de otros” (página 19). Y es que, para el narrador, la imposibilidad de reciprocarle sus afectos a la lectura a través de lo que entendía debía ser la culminación de ésta (escribir él mismo), lo lleva a sumirse en el desasosiego; en su reconocimiento de la extinción del ser y su irremediable destino de ser olvidado por falta de trascendencia. Así, expresa: “Temo que quizás estemos hechos para desaparecer si no damos el grado intelectual, o si no producimos hijos, u obras literarias, o edificios. Si no nos ponemos listos y contribuimos algo tangible, o por lo menos empezamos el proceso, nos pasan cosas malas, nos alcanza la macacoa, caducamos”. (página 53)

Este estado mental de profunda depresión por la falta de producción literaria creativa no fue inmediato en el narrador, pues llegó a pensar genuinamente que con leer cumplía su parte en el ejercicio de perpetuar las mentes. De este modo, enuncia que pensó en un momento que “vivía porque leía” y que su sentido de persistencia existencial se definía en “…recoger el pensamiento de otro que desea vivir en nosotros, en el libro leído…”. Más adelante, sin embargo, siendo ya profesor pero sin haber efectuado publicación alguna, siente que “…seguía siendo la misma boca que como lector, monstruosa y eficaz: absorbía, chupaba, tragaba. Sólo que ahora escupía algunas de las ideas que se me revolvían por dentro, para que otros las rumiaran. Pero de crear, nada” (página 36). Sin articular directamente aún su paralelismo con la existencia de una anémona marina, las palabras del narrador acusan lo que considera es el estado parasitario de su vida profesional.

Más adelante en el relato, cuando sus reflexiones amplían su campo más allá del reconocimiento de sus insuficiencias literarias y se abandona a las brazos de la melancolía, se encuentra de cara con un estado existencial sin una razón ni propósito. Plantea entonces de manera directa la concepción que de sí mismo tiene, concluyendo que “[n]o debo seguir chupando, como anémona que se aferra a un coral, de vidas que no son y que nunca fueron mías”. (página 50)

Esa tristeza producto de su ejercicio introspectivo que le llevó a encarar la realidad de que vivía de manera vicaria, deja el saldo de una personalidad a medias, que nunca cuajó, y que le presenta un profundo problema identitario, el cual recurrentemente le imposibilita cristalizar un escrito que justificara esa incesante lectura que pasó de desahogo a carga al no hallar su expresión final en la escritura.

-¿Sientes, Ana Marina, que existen personas que, por imperativos del alma o del intelecto, no podrían degustar la buena lectura si no acometen la tarea de escribir? ¿Te sentiste así en algún momento?

-Me imagino que sí existe gente así, al igual que el narrador, pero yo nunca lo he experimentado. No veo la escritura como el próximo paso natural o consecuente después de la lectura, ni como requisito para una vida de provecho o valor. Aunque sí creo que para escribir, hay que leer. Se tiene que haber leído. Pero no veo ninguna conexión (ni práctica ni mística) entre la lectura y la eventual escritura/publicación. Es más, puedo decirte que cuando solicité a la universidad, en el ensayo de la solicitud el estudiante debía abordar lo que consideraba como una de sus destrezas o cosas que podría contribuir. Escribí que lo único que sabía hacer era leer, y lo hice con sinceridad (y con un poco de aprehensión, pues no sabía cuál sería la reacción). Sigo sospechando eso: que aunque me gane la vida como maestra de español y pueda “defenderme” en otros campos, al fin y al cabo lo único que hago bien es leer.

-Estoy de acuerdo contigo en que escribir no es indefectiblemente el próximo paso que da el buen lector. En lo que no estoy de acuerdo contigo es en que lo “único” que haces bien es leer, pues tienes una pluma finísima.

-(Ana Marina sonríe)

Crisis de identidad y del ser

El protagonista se ve a sí mismo con una conciencia que “sólo se formó a medias. Por eso de niño pasaba horas mirándome al espejo, estudiando cómo se dibujaba lo interno en mi rostro, buscando terminar ese proceso de independencia truncado” (página 17). Ese proceso de independencia truncado lo llevó a definirse en los términos de otros, principalmente de Luz, en la cual, aún en medio de su relación tantas veces conflictiva con ella, admiraba su autenticidad, pues “… con ella recordaba cosas deliciosas, y veía nuestras palabras en columpios de aire, que giraban de gusto al ser pronunciadas”. (página 15). Este pensamiento del narrador, expuesto con honda melancolía luego de la partida de Luz, refleja el amor intenso, frágil y amenazado asociado con esa anémona floral que permea el relato, mas cede su protagonismo simbólico a la expresión parasitaria que se había entronizado en la siquis del narrador.

Adopta el protagonista como concepción propia de su ser la actitud de que no servía para otra cosa que no fuera ser facilitador y receptor de las catarsis de otros, por lo que, como base de su muy particular autoestima, articula que “…yo me sentí necesario desde muy joven, como un vertedero de emociones y reacciones” (página 24). Su inmovilismo se recrudece cuando se vuelca en las cosas dejadas por su amada al momento de su deceso, expresando que “…me doy cuenta de que no he crecido- de que por más que sienta las cosas, nunca aprendí a conectarme con los demás, de que soy un niño y todo me queda grande…”. (página 49)

Esa tendencia de definirse en términos de otros y dar por descontado la superioridad de éstos, encuentra hasta cierto punto su reflejo en la figura de Justine, tía de Luz, quien justificaba su existencia como defensora de la memoria de la familia; custodia de sus anales, pues “…se creía responsable de mantener la memoria y el futuro de su familia”, guardando las trenzas de sus hijas y sobrina, y el cuero cabelludo del abuelo, como “…un acto amoroso y contemplativo, un acto de respeto hacia el recuerdo de sus parientes, una muestra de devoción y lealtad”. (página 47)

Esa cualidad de espectadores de los hitos en las existencias de otros, tan presentes en el narrador y en Justine, anuncian hondas crisis de identidad en ambos, quienes manifiestan la necesidad de sentirse parte de algo más grande y trascendente para dar definición y valor a sus vidas, pues no hallan la ruta dentro de los senderos propios de sus seres.

La película que de su vida iba grabando el narrador tomaba muchas escenas prestadas de películas en que otros eran protagonistas, mas, aunque su estado mental hasta 1999 se encontraba en ese lamentable punto, advertimos atisbos propios de su personalidad e identidad en el devenir del tiempo.

Reflexiones sobre el tiempo

En la concepción del tiempo del narrador, éste describe un “calendario mental” en que “…lo visual y lo temporal se mezclan hasta confundirse en una sola sensación-imagen”, añadiendo que “…ya se portaba como un sitio web, con sus conexiones y tangentes y páginas dentro de páginas, eventos concretos unidos a sentimientos, deseos, sensaciones físicas, olores, música, cultura, formas de vestir, sabores, superficies concretas y táctiles, el roce del viento; todos mis recuerdos están incrustados en esta cinta o culebra de tiempo; me basta con pulsar en uno de sus puntos para abrir y desencadenar toda una serie de eventos y reacciones y repercusiones”. (página 67)

 

Ana Marina, ¿cuán desarrollado encontramos al narrador en su concepción identitaria al final de “La anémona”; cuánto de ese calendario mental y de su sensación-imagen se nutría de su propio ser y sus anhelos, y no de los de otros?

-Ese calendario mental es de las pocas cosas verdaderamente intrínsecas del narrador. Viene de él y de nadie más; es de él, de él se nutre y a él lo sostiene. Ahí lo autobiográfico se cuela descaradamente, pues ese calendario es la manifestación de mi sinestesia espacio-temporal, que en esa parte del libro traté de describir como la vivo yo desde que tengo conciencia.

Reflexiones sobre el lenguaje

La autora expresa su profunda admiración por la poesía y el lenguaje, en disertaciones conmovedoras y sentidas. Al hablar del verso, expone: “Creo que el inicio, la aceleración y el desenlace de un buen verso atacan directamente al organismo del lector: se reproducen en el pecho como un virus, manipulando el ritmo y la velocidad de los latidos del corazón. Un buen verso, bueno y bello de verdad, de esos que pueden sobrevivir solos, sin alimento ni contexto ni explicación, o una palabra bien escogida, fija en su puesto, tornada de perfil o en un ángulo nunca antes visto, iluminada, lánguida, arrogante, sonriente en el instante antes del zarpazo: esto es cosa seria para un lector como yo, y su búsqueda, adictiva”. (página 80)

Su apreciación sensorial del ejercicio y la articulación del lenguaje resulta muy sensual. Al describir la sensación física al pronunciar la oración “Y a comerse un cangrejo”, la autora invita al lector a dejarse seducir por la experiencia del lenguaje, cuando enuncia:

“Sienta las palabras regodeándose en la boca por unos segundos de placer para que, de inmediato, suban por la garganta, corten por el oído interno y terminen chocando contra la coronilla de la cabeza, rebotando, haciendo eco. Entonces comienza el torbellino de sensaciones: las palabras calientan, o refrescan, ponen los pelos de punta, aguan los ojos con su ardor, pican, acarician, atacan sin tregua hasta el orgasmo ocasional y en esta montaña rusa acaban extenuando a su víctima. Si tiene suerte, lo siente todo, como yo. Y si se identifica con esta sinestesia de verbo y luz, entenderá que la música y los olores provocan resultados similares. Nunca llegan al extremo de la palabra, claro, pero se acercan”. (páginas 81-82)

Antes de leer el anterior pasaje de la autora, ya el que escribe las presentes reflexiones había incursionado en su particular ejercicio lúdico, al leer en voz alta el título que escogió para estas reflexiones: “El aroma de ‘La anémona’ memoriosa de Ana Marina”. La reacción que experimenté fue la de un trabalenguas en que se libra una lucha sin cuartel de vocales y consonantes por lograr hegemonía. Siento que pese a su relativa paridad de fuerzas- ello a juzgar por el número de unas y otras-, imponen su presencia las consonantes “m” y “n”. Crean éstas la sensación de que aprisionan dulcemente la lengua, y mitigan la plenitud vocal, constituyendo ejemplo de ello que el nombre de “Ana Marina”, por ser percibido como una unidad en que se anticipa que inmediatamente a “Ana” sigue “Marina”, la inconsciente rapidez en la pronunciación sacrifica la natural redondez y calidad sonora de las “a” de “Ana”. Se manifiestan éstas, pues, en tímida y discreta sonoridad, dejando en su saldo final la permanencia en la boca y en la memoria del imperio de las consonantes.

El carácter crucial de la palabra y el lenguaje humano en las emociones y en los términos en que define su vida, llevan al narrador a expresar su angustia al “…pensar en todas las posibles sensaciones que pudieron haberla atacado [a Luz] al final, en lo que imagino será la confusión de palabra e imagen al momento de la muerte”. (página 82)

El poder del lenguaje, expresa el narrador, incide incluso en la instauración de valores que atañen a la moral y la ética. A modo ilustrativo, aboga por instaurar la vergüenza como una virtud, destacando que en el propio vernáculo castellano, distinto al inglés, el término “vergüenza” no admite gradaciones ni mitigación, pues vergüenza es vergüenza sin que discurra por un espectro que abarque desde lo banal (“embarrassment”) hasta lo serio (“shame”). La contundencia de erigir la vergüenza como virtud se advierte en la brillante descripción física que ofrece la autora sobre ese estado emocional: “Hablo de la sensación de calor que sube por el cuello y enciende la frente, que provoca un arrepentimiento inmediato como resultado de una acción o la falta de ella”. (página 83)

Se lamenta de lo trivial y vulgar en la contemporaneidad, en “el achatamiento de la división entre cultura y chabacanería”, con el agravante de que “somos presa de nuestro tiempo y no tenemos el lujo de un buen lente histórico, ¿verdad?”. (página 86)

-Aparte de lo obvio, de que hace falta lenguaje como materia prima para construir una novela, ¿cómo conceptualizas el papel del lenguaje en la narrativa de “La anémona”?

-El lenguaje es casi otro personaje en “La anémona”. Sin él, el narrador no existe. Si fuera a pensar en el narrador como un puñado de células de deseo mezquino, que está suficientemente consciente de su condición como para entablar un juego con ella -un juego en que puede deplorarla y a la vez hallar placer en la imposibilidad de evadirla- diría que el lenguaje es su ficha de juego. En su obcecada visión del lenguaje el narrador vive su condición de parásito, pero también de custodio, de amante, y sabe que sólo en la letra halla un descanso o alivio, por corto que sea, del peso de vivir. En esa posibilidad que cae en una arrogancia casi obscena, es que el narrador atisba algo parecido a la felicidad.

Reflexiones sobre el amor frustrado

El narrador que, impelido por desarraigo y su crisis de identidad canaliza sus energías amatorias en Luz, se encuentra en el marasmo existencial provocado por no poder darse en la plenitud de la autenticidad de su ser, agudizándose su dolor al no encontrar el amor propio en quien sencillamente sólo se dejaba consumir, sin una idea de su valor intrínseco como ser digno de recibir amor. En esas circunstancias, nace la peor de las soledades, esa que se gesta en medio de un pretexto de compañía.

“A veces me sentía solo. ¿De qué vale una amante que no adora su propio cuerpo, que no participa en el placer que ella misma pueda crear? Yo estaba allí de visita, y aprovechaba cada momento, y recuerdo claramente cada sensación; los cambios leves, casi imperceptibles, de temperatura y textura, la carga eléctrica, la vibración en el oído, el correr de la sangre, mi cuerpo entero entumecido, casi muerto de agradecimiento. Pero ella no derivaba ningún placer de sí misma y parecía estar allí sólo para mí, para que yo la consumiera. Le digo que verdaderamente me sentía solo”. (páginas 98-99)

Una vez más, el rico símbolo inarticulado de la anémona floral que grita estentóreamente “me gustaría estar contigo”- en medio de su amor intenso, pero frágil y amenazado- se encuentra socavado por la cruda realidad de condiciones físicas y emocionales de índole parasitario.

“La anémona”, si bien novela, es un sobrecogedor e inteligente tratado literario de vida, amor, y del poder del lenguaje como catalizador de emociones humanas al traerlas a la conciencia. Presenta el lenguaje, además, como vehículo humano para formar y articular recuerdos anclados en la memoria; y de instrumento quirúrgico para extirpar anémonas que succionan el ser y lo sumen en una crisis de identidad y sentido de minusvalía. Hay novelas que merecen ser celebradas por honestas y por estar imbuidas de unas verdades intemporales que rebasan la “forma”, en las cuales el “fondo” enriquece la “forma” misma. Representa “La anémona”, cumplidos diez años de éxito, uno de esos casos que propicia que, al igual que el narrador, pensemos inicialmente que la “forma” supera el “fondo”, para indefectiblemente llegar a la conclusión de que tal dictamen dista de ser irrefutable, pues “no hay forma” en que nuestro sentido de justicia quede satisfecho si se asignara al “fondo” en “La anémona” el asiento trasero en su viaje por caminos y rúas.

 

 

 

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